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Una tempestad de acero.

 

   La impresión que daba la Garganta Negra, vista desde enfrente, era la de unas enormes fauces abiertas que, amenazantes, silbaban esperando el inminente bocado. Pero lo que Lédesnald no iba a consentir era que ellos se convirtieran en la víctima de aquella boca oscura una vez más. No esperaba encontrarse con todo el trabajo hecho, es más, le estimulaba saber que Haoyu y los suyos seguían plantando cara. Pero conocer el balance de bajas en ambos bandos fue una sorpresa para él. Mientras ellos habían perdido una cantidad importante de borses, los ónunim no habían perdido ninguno. Tendrían cierto desgaste, sin duda, pero sus efectivos estaban intactos. Aquello era inconcebible.

   - De modo que no te has cobrado ni una sola vida enemiga - ironizó Lédesnald, mientras caminaba por los alrededores de la entrada a la Garganta Negra. - Todos los cadáveres que están ahí son de tus rudos hombres, pero no hay ni un solo ónunim que los acompañe. Órgalf, permite que te dé mi más sincera enhorabuena.

   - Eres un vanidoso despreciable - el borse emanaba odio contra el señor de la guerra arjón. - Si no fuera por los juramentos de fidelidad que pronuncié hacia Sártaron, no tendrías tanta prepotencia en tus palabras.

   - Tú también tienes suerte, borse apestoso - apuntó con desprecio, mientras se encaraba a él. - Si de mí dependiese, este fallo te habría costado la vida, y ahora solo serías pasto de los carroñeros. ¡Creía que habrías doblegado sus fuerzas!

   - ¡Nos tendieron una trampa! ¡Se atrincheraron y esperaron a que nuestras fuerzas flaquearan para golpear!

   - ¡Imbécil! ¿A eso le llamas tú trampa? - los dos señores de la guerra regresaban al campamento, donde las tropas esperaban instrucciones. - Yo lo llamo estrategia y disciplina. Dos conceptos que, obviamente, no entran en vuestro vocabulario. Es un pasillo, Órgalf, ¿qué esperabas? ¿Qué acometieran contra vosotros dejando espacios? Está claro que lo que intentan es crear un escudo donde nosotros choquemos una y otra vez.

   - Nuestro ataque fue violento, cargamos con fuerza, pero ellos…

   - Basta. Es suficiente, Orgalf. Es suficiente - miró a las filas que formaban delante de ellos. Su ejército de arjones, con sus pesadas y  duras armaduras, difería mucho de los bárbaros borses, con esas toscas armas, sus pieles y ropajes ajados, sus largas y oscuras melenas y densas barbas. Parecían más bien un puñado de bandidos. Pero Sártaron los consideraba de utilidad, y eso bastaba. - A partir de ahora, yo tomo el mando.

   Órgalf sonrió irónicamente. Cada vez, le resultaba más insoportable su presencia a Lédesnald.

   - Como quieras - dijo encogiéndose de hombros. - Pero no te será tan fácil conseguir la victoria, te lo aseguro. Algunos de los batidores que mandé, volvieron horrorizados al comprobar que los ónunim han clavado en estacas las cabezas de nuestros caídos. También han levantado una especie de barricada con sus cuerpos.

   - Tiene un curioso sentido del humor, este Haoyu. Tanto mejor. Así será mucho más divertido.

   - Eso tendrás que decírselo a los míos. Muchos lo consideran de mal agüero, e incluso se plantean no volver a entrar en la garganta.

   No podía creer lo que escuchaba. ¿Acaso Órgalf trataba de decirle que había brotes de una pequeña insumisión? Le asqueaba aquella superstición de los bárbaros. Estaba harto de ellos.

   - Que salgan de las filas aquellos que mandaste a reconocer el terreno - le espetó al borse, sin dignarse a mirarlo.

   Órgalf dio unas voces en la tosca lengua borse, y acto seguido salieron tres de los bárbaros. Lédesnald los miró con detenimiento uno a uno, de arriba abajo.

   - Aquí los tienes - dijo Órgalf señalándolos. - Ellos te podrán informar de primera mano.

   Sin mediar palabra, Lédesnald desenvainó su espada. Con un rápido giro de su brazo, asestó un tajo en el cuello de uno de los borses, que cayó sujetándose el cuello mientras se desangraban. Al segundo, le lanzó una estocada, directa al corazón, que le atravesó el pecho. El tercero se dio media vuelta, dispuesto a salir corriendo, pero Lédesnald sacó una daga que le lanzó con violencia, y que fue a clavarse al cuello del bárbaro, que se desplomó entre estertores. Acto seguido, y poseído por una rabia y una ira homicida, el arjón se aproximó a las filas de borses, con los brazos en cruz y la espada en la mano derecha. Su mirada era la propia de un demente que se había metido en una espiral de sangre difícil de salir. Los bárbaros, vaciantes, dieron varios pasos atrás. Resultaba cómico ver cómo un solo hombre producía ese efecto entre todo un contingente.

   - ¡¿De quién tenéis miedo ahora?! - bramó fuera de sí Lédesnald. - ¡Vamos, decidlo! ¿De quién? ¡Juro que a los traidores que se nieguen a luchar les esperará un castigo peor que la muerte bajo espada enemiga! ¡No me importa lo que haya ahí dentro! ¡No me temblará la mano a la hora sembrar el campamento con vuestras cabezas, si es necesario! ¡No dudaré en prescindir de los cobardes, aunque estos sean un ejército entero!

   Silencio absoluto. Si la actitud de Lédesnald no había sido suficiente, sus palabras habían disipado todas las dudas. La cara de Órgalf era una mezcla de estupor, recelo y cierto pánico. Lédesnald le perdonó la vida con la mirada.

   - Ahora tus hombres saben lo que es un líder - sentenció dándose la vuelta y dirigiéndose a todo el ejército continuó dando órdenes. - Preparaos todos para el ataque. Órgalf, quiero que tus borses se entremezclen entre las líneas de mis guerreros. Por cada fila de arjones quiero detrás otra de borses. Preparad también los caballos de guerra, y quiero arqueros en la retaguardia esperando mi señal. ¡Vamos, no tenemos todo el día!

   La frenética actividad comenzó. Los disciplinados arjones tomaron las primeras posiciones, mientras los borses, entre bravuconadas y chanzas, se situaban tras los acorazados guerreros. Prepararon los poderosos caballos de guerra, enormes y oscuras bestias que relinchaban y piafaban inquietas, tal vez ansiosas por entrar en acción. Sus jinetes les ceñían los correajes y aseguraban las placas metálicas de las armaduras de los animales. Ya todo parecía dispuesto. Lédesnald tomó el mando desde la retaguardia, desde un alto pedestal que le facilitaría ver todos los movimientos y corregirlos, si era necesario. Órgalf, por su parte, se situó en la mitad, para transmitir las órdenes que diera el arjón, repetirlas para los más duros de oído.

   Las tropas avanzaron hacia la Garganta Negra y se adentraron en ella. Lédesnald pudo constatar que su arenga había dado resultado, pues nadie vacilaba al marchar, ya no parecían asustados ante la posibilidad de ver el dantesco espectáculo de las cabezas de sus malogrados compañeros. Y es que no había nada mejor que infundir un poco de terror entre los tuyos para que te respetaran y fueran más eficientes en sus cometidos.

   Al poco, llegaron al punto de la discordia. Como si de pequeños arbustos se tratasen, habían sembradas por el suelo estacas de algo más de medio metro de largo, y clavadas en ellas estaban las cabezas de los borses que habían perecido en el primer ataque. Hubo algunos que intercambiaron miradas nerviosas y llenas de duda y temor. Pero era mucho mayor el respeto que infundía Lédesnald que aquella sobrecogedora imagen. Los arjones, como ajenos a aquello que se extendía ante sus ojos, sacaron sus armas y se dedicaron a ir apartando a base de golpes las estacas mientras continuaban su avance. Los borses, aunque bastante sobrecogidos, hicieron lo propio, procurando no mirar las cabezas de los suyos y evitando, en la medida de lo posible, pisarlas.

   Una vez atravesaron este tramo, comenzaron a ver la luz que emitía el final del túnel, donde se podían intuir las sombras que proyectaban las siluetas de los ónunim. Estaba claro que Haoyu, pese a ser un viejo carcamal en el ocaso en su vida,  no había perdido visión estratégica y no dejaba que le sorprendieran. Lédesnald pudo observar cómo los defensores ónunim también avanzaban y se adentraban en el desfiladero. Un movimiento obvio, ya que tratarían de volver a utilizar la misma táctica que tan buen resultado les había dado en su primer choque.

   Unos metros más recorridos fueron suficientes para observar el siguiente escollo que los astutos ónunim habían puesto en su camino. Sirviendo de barricada, se levantaba un metro y medio de cuerpos apilados, una barrera grotesca que les cortaba el paso. El ejército se detuvo un instante, evaluando la situación. Al otro lado del mismo, los ónunim, desde lejos, se reían y golpeaban los escudos, a modo de burla. Les insultaban delante de sus propias narices. ¡Qué grave error! La idea de Haoyu había sido buena: Ir minando psicológicamente  al adversario, quebrar su moral poniéndole este tipo de obstáculos que golpeaban directamente en el ánimo de los guerreros. Pero el golpe más violento y cruel lo recibirían de Lédesnald si no lo ignoraban, se sobreponían y combatían con esmero y ahínco.

   La voz de Órgalf retumbó en el angosto pasillo, ordenando empujar los cuerpos y continuar. No debió de resultarles fácil hacerlo, pero la venganza solo se consumaría si conseguían alcanzar a los ónunim. Aquellos bastardos hijos del invierno lo pagarían muy caro.

   Ahora estaban casi frente a frente ambos contendientes. Lédesnald creyó intuir a Haoyu montado en su oso de combate. El muy presuntuoso… Ahora sabría lo que es el dolor. Sacó su espada y, apuntando directamente a sus adversarios, dio la orden de atacar. Órgalf, desde las líneas que ocupaban el medio, repitió la orden y, con un gran estruendo, sus tropas cargaron. Los ónunim, como era de sospechar, tomaron posiciones defensivas, creando una pantalla inexpugnable con sus escudos, las picas al frente, como si de un gran erizo se tratase. Pero sus guerreros arjones no eran como los bárbaros borses, y trataron de evitar las picas con sus escudos, empujando tal y como los guerreros de Haoyu hacían.

   Hubo algún caído, por supuesto, pero no tenía nada que ver con el desastre de acometida que habían llevado a cabo Órgalf y los suyos. Al fin, los dos bandos tomaron contacto. Los arjones, más que dedicarse a dar golpes sin más, trataban de buscar el punto débil de la formación de Haoyu; mientras, los borses se afanaban por hostigar con sus brutales cargas. Parecía que ninguno de los dos iba a ceder, hasta que, de pronto, la formación ónunim se abrió. Algo había ido mal y la defensa había caído. El combate pasó de ser, de un juego estratégico y de tanteo, a una lucha propiamente dicha, donde las espadas tomaron más protagonismo. Era increíble ver cómo los ónunim se defendían como un gato panza arriba, sabiéndose inferiores en número. Pero aquello no parecía amedrentarles, más bien al contrario, parecían con energías renovadas.

   En ese punto del combate, los ónunim abrieron un pasillo por el centro, volcándose en ambos flancos, dejando paso, y como si de un espíritu del frío se tratase, al descomunal oso cavernario de combate de Haoyu. El poderoso animal consiguió causar estragos entre las filas de Lédesnald, levantándose sobre sus patas traseras y lanzando sendos zarpazos sobre los arjones y borses, que caían fulminados ante esa mortal embestida. Ahora era el turno de ellos.

   A la orden del señor de la guerra arjón, sus jinetes fueron los siguientes en entrar en acción. Las formaciones estaban rotas y no había peligro de reagrupamiento. La tierra temblaba bajo el paso de los caballos, y el eco de los cascos retumbaba como tambores de guerra por toda la Garganta Negra.

   El golpe fue duro y directo. Una carga rápida donde no se mostró piedad. Algunos ónunim lograron abatir jinetes, pero los daños que sufrieron fueron más que los causaron. Lédesnald había conseguido lo que se proponía, que era romper esa supuesta impenetrabilidad de la que alardeaban. El trabajo estaba hecho, y no quería que sus hombres malgastaran sus fuerzas, el próximo golpe sería el definitivo. Ordenó la retirada de sus tropas, no sin antes decir a los arqueros que, a su señal, soltaran una descarga de flechas Y así fue. Mientras los borses y arjones se retiraban, las saetas volaron hacia los ónunim, cogiéndolos desprevenidos. Algunos consiguieron ponerse a cubierto, otros sufrieron la mortal caricia de las flechas. La segunda batalla había acabado, y bajo la opinión de Lédesnald había ido más que bien.

 

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   Desolador. Solo se podía describir así lo que se representaba ante los claros ojos de Haoyu. Por doquier veía soldados malheridos, maltrechos, algunos estaban tan mal que difícilmente volverían a empuñar un acero. Los menos damnificados se afanaban en sus labores de curación y en recoger cadáveres, a los que trataban de dar una digna sepultura, como los héroes que habían sido. La perspectiva había cambiado, sin duda.  Y es que el azote de los norteños había dejado una cicatriz que nunca se borraría.

   El rey de Onun caminaba alrededor del campamento, entre los heridos. De cuando en cuando, se paraba para coger de una mano a un moribundo, o mostrarle su apoyo a quien había perdido un miembro y trataban de cortar la hemorragia con un rudimentario torniquete. Era un verdadero horror haber llegado a eso, y mucho peor  no haberlo visto venir e impedirlo. Yéngel, como siempre, no se separaba del lado de su señor, aunque un profundo corte surcase su rostro. Afortunadamente, estaba cicatrizando.

   - Imagino, mi señor, que desearéis conocer el balance de daños - dijo ceñudo el capitán y portaestandarte.

   - Sí - musitó Haoyu, casi sin escucharse. - Debería saber cuál ha sido el alcance.

   - No es nada halagüeño, mi señor. Nuestro número ha quedado reducido en casi tres cuartas partes. Eso sin contar los heridos y aquellos que ya no pueden servirnos.

   El rey meneó la cabeza, apesadumbrado. Ni siquiera se sorprendía ante esa mala nueva. Deberían estar muertos en ese momento, no comprendía qué había llevado al enemigo a retirarse cuando más cerca estaban de la victoria. O tal vez sí. Tal vez Lédesnald quería prolongar la diversión, hacer que agonizaran un poco más antes de dar el golpe definitivo. Eran juguetes en manos de un sádico. Solo esperaba que, si tenía que morir, se llevara la vida de ese arjón como trofeo.

   - Suponemos que no tardarán en volver a atacarnos - apuntó Yéngel. - Saben que nuestras fuerzas han menguado y que nuestras posibilidades de poder aguantar otro envite son prácticamente nulas. Señor, estamos condenados.

   Y estaba en lo cierto. Esta vez no habría gestas heroicas como aquellas que se representaban en los tapices del Palacio de Hielo, ni cambios en los planes del adversario. Tampoco iría nadie a ayudarlos, pues él mismo había firmado su sentencia de muerte cuando dejó claro que nadie abandonara la Mazmorra de Cristal, ni siquiera Iyurin. Su hijo y heredero. Se había mostrado más sabio y prudente que él. Seguro que sería un digno sucesor, un gran rey. Y la pobre Iyúnel… El vivo retrato de su difunta esposa. Ahora se arrepentía de no haber pasado más tiempo con ella y de no haberla dicho que la quería. Mostrar esos sentimientos no era propio de un rey, y menos de un guerrero. Pero, nada importaba ya. Se podía pudrir su orgullo si con eso tuviera la certeza de volver a ver a sus hijos.

   - Manda que me traigan un pergamino, una pluma y tinta, y acompáñame a mi tienda, Yéngel - dijo el abatido rey. - Tengo que mandar un mensaje a la Mazmorra de Cristal.

   Cabizbajo y derrotado, Haoyu se dirigió con paso lento a su tienda. En lo alto de la misma, hondeaba un pendón con el emblema de su casa, símbolo de la nobleza y el señorío de su estirpe y de su pueblo. Ahora sentía que él no era digno, que no había podido  ni defender ni honrar la herencia que, reyes más poderosos y sabios, habían dejado a su cargo. Se sentía frágil, demasiado frágil. Era el momento de afrontar lo que el destino le deparaba.

   Yéngel no tardó mucho en aparecer con los útiles que le había pedido su señor. Los depositó en una pequeña mesa e hizo ademán de dejar solo al rey.

   - No te vayas, amigo mío - le dijo Haoyu, con una voz más anciana de lo que realmente era. - Hoy no me siento con ánimo para escribir. Preferiría dictarte la misiva y que tú lo hicieras por mí. Así tendremos una excusa para pasar unos momentos juntos.

   - Como deseéis, mi señor - Yéngel tomó asiento y mojó la pluma en el tintero.- ¿A quién irá dirigida esta misiva?

   - A mi hijo - contestó Haoyu con un suspiro. Tomó aliento y comenzó a dictar lo siguiente:

   “A mi hijo y heredero Iyurin.

   Muchas son las causas que me empujan a escribirte estas líneas, y muchas las razones por las que hubiera preferido que jamás te la hubiera escrito. Pero heme aquí, en una tierra donde muchos de nuestros antepasados consiguieron gloriosas victorias antaño. Hoy por el contrario, la historia se escribe de forma diferente.

   La situación el la Garganta Negra es mucho peor de lo que yo hubiera imaginado, mucho más de lo que habría querido. Ahora ya no hay marcha atrás y, mucho me temo, todo esta perdido.

   Estabas en lo cierto, Iyurin. Este ataque no tiene precedentes. Nuestras fuerzas han perdido más de la mitad de sus efectivos, y no podemos contar con la ayuda que nos podáis prestar desde la Mazmorra de Cristal. Es demasiado tarde. Los crueles bárbaros del norte no tardarán en darnos el golpe de gracia, hijo mío. Hemos pecado de soberbia y ahora nos toca pagar el alto precio que ello conlleva. En esta hora, ninguna profecía élfica se hará realidad  y no vendrán elegidos, ni aliados, ni mágicos seres a salvarnos de nuestro destino. Estamos solos.

   Tenías razón, Iyurin. Tenías razón en todo, y yo me he comportado como un viejo obcecado  y orgulloso. ¡Qué equivocado estaba! Al menos me queda el consuelo de saber que, mi hijo y próximo rey de Onun, será un soberano mucho más sabio que yo.

   Espero que tardemos mucho en volver a vernos, hijo mío, y que la vida te depare victorias, felicidad y conocimiento suficiente como para no cometer los errores que yo he cometido. Y dile a tu hermana que la quiero. Os quiero a los dos. Mis dos estrellas en el pálido cielo invernal.

   Recordadme.”

   Al terminar de dictar, Haoyu tenía un nudo en la garganta, y Yéngel ni siquiera se atrevía a mirar a la cara a su señor, tal vez por respeto a sus sentimientos o tal vez por la tristeza que contagiaban sus palabras. El portaestandarte enrolló en manuscrito y lo lacró con el sello real de Haoyu.

   - Yo mismo me ocuparé de mandar el cuervo sin más demora, mi señor - dijo Yéngel con voz queda. Cuando se dispuso a salir, el rey le cogió con una mano del hombro.

   - Antes de hacerlo, amigo mío, un último favor: Convoca a los hombres. A todos. He de decirles algo.

   Yéngel asintió y salió de la tienda, dejando solo a Haoyu. La vida había pasado muy rápido. Recordaba cuando era un infante y montaba despreocupado por Ánquok, y cómo la gélida brisa otoñal le acariciaba las mejillas, vaticinando el comienzo de lo que sería el invierno. El invierno de Onun. Duro y frío, pero a la par hermoso. La nieve cubriendo el suelo más allá de donde la vista alcanzaba. Los chiquillos jugando y revolcándose, alegres y risueños, creando con sus vocecillas una dulce música que ya no volvería a escuchar. Igual que a sus hijos. Siempre tan preocupado de sus asuntos, de ser un buen rey y se había olvidado de ser lo más importante: Padre. Iyurin… Iyúnel… Solo esperaba que, lo que pronto acontecería, no fuera en vano. El único consuelo que hallaba era pensar que, a no mucho tardar, se reuniría con su amada Ilyue.

   Salió de su tienda con cierto aire de melancolía. Miró hacia el pendón que el viento del norte acunaba y ondeaba con delicadeza. Luego, miró al frente y allí estaba todos sus guerreros, incluidos los que presentaban serias y feas heridas. Nadie quería perderse lo que su rey tenía que decir. Bajo la atenta mirada de sus hombres, subió con paso lento hacia una especie de podio y miró largo rato a los convocados antes de hablar.

   - Mis bravos guerreros - empezó a decir Haoyu, recuperando la fuerza y temple de su voz, - hoy no tengo nada más que palabras de agradecimiento hacia vosotros. Pese al rumbo que han tomado los acontecimientos, ninguno de vosotros se ha rendido. No he escuchado ni un solo reproche, ni he visto la duda reflejada en vuestros ojos. Ni siquiera os habéis amotinado y exigido volver a vuestros hogares, pese a que, como ya sabéis, la victoria es imposible. Hoy el destino ya ha dejado escrito cuál será el lugar que ocupen estos hechos en la memoria de nuestro pueblo. Y no habrá nada que pueda torcer su voluntad. No vendrá nadie. Y como supongo imagináis, lo que viene desde el otro lado de la garganta golpeará con mayor fuerza y ferocidad que la que hemos sufrido. Es inevitable. Por eso no puedo pediros que permanezcáis aquí. No puedo ordenaros que resistáis. No puedo prometeros el dulce sabor de la victoria. No puedo, hermanos míos. Me siento responsable de todas y cada una de las heridas que sufrís, de nuestros muertos. Podéis regresar a vuestras casas y hogares, si así lo deseáis, pues yo os libero de vuestros servicios y juramentos. Pero no sin antes deciros que me siento orgulloso de haber combatido a vuestro lado, de haber podido empuñar el acero con guerreros tan valientes y nobles. Por eso yo me quedaré. Por todos vosotros, hermanos míos. Porque le debo a esta tierra su momento de gloria, su parcela de heroísmo. Y nadie me lo podrá arrebatar.

   Hubo un momento de silencio, donde todos los ónunim se intercambiaban nerviosas miradas, algunas llenas de duda, otras colmadas de tristeza. Luego, Yéngel se levantó del suelo, sacó su espada y, apuntando al nublado cielo, gritó:

   - ¡Haoyu! ¡Haoyu! ¡Haoyu!

   El resto de los guerreros de Onun no tardaron en sumarse a los vítores.