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El Rey del Trono de Piedra.
La Sala Primera o Salón del Trono hacía honor a su nombre. De todos los grandes salones enanos de la ciudad real de Kárak–Dür, aquél era el más hermoso, majestuoso e impactante que existía, con sus ciento sesenta metros de longitud y ciento diez de altura; presidían seis gruesas columnas de bella ornamentación labrada en la piedra, divididas en dos filas; otras seis columnas a ambos lados de las paredes de piedra hacían la labor de refuerzo de los milenarios muros.
Esto formaba la nave central. La cúpula real estaba en frente, con dos pilares con forma de fornidos enanos apoyados en sus hachas, ambos de unos cincuenta metros de altura. Esta parte de la cámara se abría en semicírculo, en cuyas paredes de roca estaban tallados los rostros se los grandes reyes enanos y muchísimas runas, las cuales tenían una labor de protección con el reino, o al menos eso decían las leyendas. También estaban adornadas con gemas, piedras preciosas y míthril, enmarcando aún más la belleza y majestuosidad del mismo.
En el centro de este presbiterio real, estaba el Trono de Piedra, donde el Gran Rey Dalin, Señor de los Tres Reinos y de Todos los Clanes se sentaba para presidir sus multitudinarias reuniones con los reyes de los clanes y demás enanos notables. Aquel día, el salón estaba repleto. Ningún enano quería perder detalle de lo que allí se decidiera. Eran muchos los rumores de invasión orca, y querían saber qué ocurría.
La Sala Primera tenía una capacidad para unos veinte mil enanos, y entre ellos se encontraba Glósur. Atrás quedó el viaje de vuelta de la Atalaya Norte con sus otros dos camaradas, Tóbur y Gorin, y todas aquellas conjeturas que habían sacado acerca de los extraños desplazamientos de los orcos. Él temía que alcanzaran el paso de montaña antes de que hubieran tomado sus decisiones, mientras debatían qué hacer al respecto. Si conseguían pasar a Cáladai, toda esperanza de alertar a otros reinos estaría perdida. Y ellos rodeados de enemigos a ambos lados de la montaña. Debían actuar, y con presteza.
Cuando los tres enanos llegaron a Kárak-Dür, decidieron darle las noticias de la misión directamente al Gran Rey Dalin, dada la urgencia de las mismas. Fue Glósur, bajo petición del propio Dalin, quien le informó de lo observado en la atalaya.
El rey invitó a los tres enanos a quedarse en Kárak-Dür para que le informaran con más detalle de todo. Mandó encender las almenaras para avisar y convocar a los reyes de los clanes, pues no debían perder tiempo.
Cuando llegaron los séquitos, con los tres reyes enanos a la cabeza, Glósur, Tóbur y Gorin pusieron a sus respectivos clanes al corriente de todo. Y un día después se convocó a todo Kárak-Dür para un concilio de urgencia. El Gran Rey Dalin debió tomar muy en cuenta lo relatado, dada la urgencia.
Las columnas dividían la nave central en tres secciones, y en cada una de ellas se sentaba un clan: los Yunqueternos a la derecha, los Barbasblancas en el centro, y a la izquierda los Rocasangre. Glósur estaba sentado en el primer banco, al lado de su señor el Rey de Clan Rurin. Observó que sus camaradas de viaje también ocupaban este puesto de honor, al lado de sus reyes de clan. Con eso, se le disipaban las pocas dudas que tenía sobre si lo visto en el Valle de Rumm eran exageraciones suyas.
- Tu historia ha movido a todos los clanes enanos – le dijo su señor Rurin, mirando alrededor de la nave. – No recordaba nada así desde oscuros tiempos pasados.
- Imagino que alguna parte de mi relato no ha debido tranquilizar al Gran Rey – respondió Glósur. Su señor Rurin le dio una palmadita en el hombro.
- Tú relato y tu forma de contarlo, Glósur – puntualizó el rey de los Barbasblancas. – El Gran Rey se fía más de las conclusiones que hayas sacado tú que del propio informe en si.
Rurin era un enano casi tan viejo como el propio Dalin, pero poseía aún la fuerza necesaria como para tumbar a un orco de un solo puñetazo. Tenía un cuerpo compacto, casi macizo, más que el resto de los enanos. Su pelo, que ya raleaba por la zona de la frente, y su barba eran de un gris apagado. Llevaba una capa verde oscuro, color de su clan, con runas en los bordes, bordadas con hilos de oro.
- Es un gran honor que nuestro rey me tenga en tan alta consideración – dijo Glósur modestamente.
- Lo es, viejo amigo. Tanto para ti como para todo tu clan.
En ese momento, todos los presentes se levantaron de los bancos de piedra y comenzaron a guardar silencio. Glósur dirigió la miraba al Trono de Piedra y observó como el Gran Rey Dalin se aproximaba a él y se acomodaba.
El Gran Señor de Todos los Enanos era muy viejo, posiblemente el enano más viejo con vida. Su larga melena y su adornada barba eran del color de la nieve. El rostro era ceñudo, surcado de arrugas, con unos ojos pequeños y oscuros que brillaban como el carbón ardiente debajo de aquellas cejas blancas y pobladas. Pese a su anciano aspecto, su porte era noble, distinguido, incluso poderoso. Nadie negaría su autoridad, ni dudaría de que la sangre que corría por sus venas fuera la misma que la de los grandes reyes del pasado. Sentado en el trono, su aspecto era más grandioso, si cabía. En sus piernas reposaba un hacha, que relucía como si de plata se tratase, cuya hoja tenía grabadas runas enanas. Un arma tan magnífica como majestuosa. En su cabeza llevaba puesto un yelmo dorado, que también hacía las veces de corona. Los enanos lo llamaban Üorcruw, Corona para la Guerra.
Una vez el Gran Rey se hubo acomodado en el trono, los presentes se volvieron a sentar. Glósur giró la cabeza a su derecha, como buscando una mirada cómplice, y la encontró en Tóbur, ataviado con su inseparable armadura, como el resto de los enanos de su clan, el cual le dedicó una sonrisa de oreja a oreja. Siempre reconfortaban esos gestos por parte de miembros de otros clanes.
- Súbditos míos – retumbó la voz apergaminada de Dalin, Señor de los Tres Reinos, - camaradas enanos, mis hermanos. No voy a engalanar este discurso con bellas y retóricas palabras que nos hagan perder el tiempo, pues ya se nos ha consumido bastante. La situación en el Valle de Rumm es grave.
Un ronco murmullo se hizo eco entre los muros de piedra de la Sala Primera. Dalin había sido directo, y quizá muchos enanos no estaban enterados de los movimientos de orcos y ogros. Desde el Trono de Piedra, el Gran Rey levantó una mano, indicando que se guardara silencio.
- Sé que muchos no estabais al corriente de esta noticia, ni siquiera yo mismo sabía la respuesta. Pero uno de nuestros camaradas, el honorable Glósur hijo de Dósur, ha traído esta desgraciada nueva, tras haber pasado un tiempo observando los movimientos de los orcos y ogros desde la Atalaya Norte.
Muchos ojos se posaron en Glósur. No le importaba, no era la primera vez que era el blanco de las curiosidades. Era un enano notable dentro de su clan y de la propia comunidad.
- Los indicios expuestos son claros – continuó Dalin. – Una gran hueste de orcos y ogros migran rumbo dos direcciones: Norte, hacia Mezóberran, y oeste, hacia el paso de montaña norte.
Un gran revuelo se produjo. La noticia había caído como una jarra de agua helada. Algunos enanos lanzaron maldiciones, otros, en cambio, gritos de guerra. Glósur observó como sus dos camaradas de viaje permanecían quietos, con un semblante serio, dirigiéndole miradas, como esperando una reacción su parte. Pero Glósur no era amigo de los protagonismos. De modo que se limitó a guardar silencio, mientras esperaba reacciones que le permitieran hacer algún juicio.
- ¡Silencio! – bramó Dalin desde el Trono de Piedra. – Esto es muy serio, no lo convirtamos en cháchara de taberna. Los orcos han descubierto el paso que los lleva hasta Cáladai, y, según todo parece indicar, es más que posible que intenten atravesar la montaña con rumbo a los reinos de los hombres. Repito que el tiempo juega en contra nuestra. Vuestra opinión marcará el rumbo de aquello que deba acontecer en nuestro pueblo. Hoy saldremos de aquí con una solución.
El primero en levantar la mano para solicitar hablar fue el Rey de Clan Bain de los Rocasangre. Era un enano imponente, con su cabeza afeitada, como el resto de su clan, pero con una runa tatuada justo en la parte trasera del cráneo. Tenía la barba pelirroja, pero ya asomaban las primeras canas en ella. A cada lado del rey de clan se sentaban Gorin y el príncipe, Násur, un joven enano de larga barba rojiza como su padre, con los brazos tatuados. Dalin le dio la palabra.
- Mi Rey y Señor – comenzó con voz alta para que todos le escucharan, - creo que la decisión a ha sido tomada en el momento que el camarada Glósur trajo consigo la terrible noticia. Yo también he escuchado el relato por medio de mi buen Gorin, y sé que él es un enano íntegro y difícil de asombrar. No creo que se hayan exagerado los hechos, y creo que deberíamos partir de inmediato al paso de montaña e impedir que los orcos accedan al otro lado de la montaña.
El Rey del Clan de los Yunqueternos, Sorian, levantó la mano para hablar. De los tres reyes de clan, él era el más joven. Tenía la barba y el pelo negros, y llevaba la armadura de bronce y míthril como tributo los artesanos y herreros de su clan. A sus pies tenía un gran martillo de guerra de exquisito diseño, con gemas y piedras preciosas engarzadas en él. Su barba también mostraba brillantes pasadores que la adornaban.
- Habla, Rey de Clan Sorian – le dijo Dalin desde su trono.
- Gracias, mi Señor y Rey - el rey de los Yunqueternos bajó la cabeza ligeramente a modo de reverencia. – Yo también he escuchado la noticia y me sumo a la preocupación que a todos nos atenaza, pero quiero recordar que bajo la montaña también tenemos nuestros peligros. Viniendo de Éridor hemos pasado por antiguas ciudades enanas abandonadas, minas donde nuestros antepasados excavaron muy profundo. Ahora un mal negro mora en ellas. Los trasgos han ocupado estas zonas y también se han despertado, agitados por algún extraño mal que aún no conocemos.
- Sí, el problema de los trasgos no nos es ajeno – intervino el Gran Rey Dalin.
- Yo estoy de acuerdo con no perder de vista a los orcos y ogros que se dirigen al paso del Ered-Durak – continuó Sorian, - pero no olvidemos que nuestro lugar es éste, bajo la montaña, y que nuestros hogares están aquí. No soy partidario de marchar contra una manada de orcos cuyas intenciones no están claras, y dejar por el contrario nuestras ciudades con las defensas mermadas. No deberíamos subestimar a los trasgos, por muy patéticos y débiles que nos parezcan.
- Camarada Sorian – se dirigió Bain, de los Rocasangre, - si bien es cierto que los trasgos se vuelven a erigir como una gran amenaza, no debemos dejar que una manada de orcos, acompañados de ogros y quién sabe qué más, logre atravesar el Ered-Durak, pues nos veríamos rodeados de enemigos tanto a un lado como a otro de la montaña.
- Y yo digo que nuestras ciudades no deben quedar desguarnecidas – insistió Sorian, mirando con ceño a su igual. – Es un riesgo que no debemos correr, los trasgos están bajo la montaña y los orcos sobre ella.
La situación se estaba poniendo un poco tensa, como pudo intuir Glósur que, en silencio, seguía el debate desde su banco. Daba la sensación de que todo era muy complicado, y que alcanzar un acuerdo que dejara satisfechos a los dos clanes iba a ser difícil. Él sabía, por propia experiencia, que cuando dos clanes enanos discutían, a menudo solo conseguían crear rencores y reproches mutuos. Esperaba que el buen juicio del Gran Rey los mantuviera unidos. No era momento de discusiones vanas. El enemigo estaba próximo.
Glósur se centró ahora en Dalin. Parecía más viejo que la propia roca, pero dirigía severas miradas a los reyes de los Rocasangre y los Yunqueternos. Se inclinó hacia delante en su trono y posó su anciana mirada en Rurin.
- Han hablado los reyes de dos de los clanes, pero los Barbasblancas aún no se han pronunciado – dijo el Gran Rey. – Mi buen Rurin, esperamos con ansia tu juicio.
El Rey de Clan Rurin se levantó del banco con tranquilidad, alzó el mentón orgulloso y miró a sus camaradas reyes. Luego, volvió a mirar a Dalin.
- Mi Señor y Rey – comenzó Rurin, - difícil es la cuestión en la que me toca opinar, y no dudéis de que preferiría ahora mismo lanzarme a las entrañas de la tierra y enfrentarme a un dragón. Al menos, en ese caso la solución sería lógica. Pero este suceso tan escabroso me plantea serias dudas.
- Aclárate – dijo Dalin.
- Si me pidierais opinión diría que debemos marchar al paso de montaña y frenar el avance orco, al menos hasta que pusiéramos en alerta al reino de Cáladai, para que se ocuparan del problema, y así volver nosotros a nuestros salones y vigilar los movimientos de los trasgos.
Bain, que escuchaba con gran atención, exhibió una sonrisa triunfal al ver que su camarada Barbablanca le daba la razón.
- Pero por otro lado, mi rey y señor – continuó Rurin, - si me dejarais decidir qué hacer yo personalmente, os pediría que me dejarais marchar a Górog y preparar las defensas ante un posible ataque trasgo.
Ahora el que reía era Sorian. Glósur entendía bien a su señor. Su hogar era Górog, y la idea de volver de una cruenta batalla con los orcos, y encontrarte tu ciudad asediada o algo peor por los trasgos, era desmoralizante.
- En definitiva – intervino el Gran Rey, - que no te posicionas del lado de ningún clan.
Rurin negó con la cabeza.
- Ni al lado de uno ni en contra, mi señor – contestó Rurin. – La decisión es vuestra. Y vuestro sabio e imparcial juicio sabrá hacia donde debe caminar nuestro pueblo.
Rurin había sido listo, como Glósur sospechaba. Había hablado con claridad, sin ofensas, y no había quitado la razón ni la autoridad a sus camaradas reyes de clan. Comprendía ambas posturas y no quería ganarse la suspicacia de alguno de los otros dos clanes.
De modo que se mantuvo imparcial, para que fuera el Gran Rey Dalin el que juzgara como se debía obrar. En definitiva él era el Gran Rey de los Tres Reinos y de Todos los Clanes. Su decisión sería respetada y no se admitirían quejas al respecto.
Dalin volvió a reclinarse en el Trono de Piedra, y meditó durante unos momentos. La tensión se iba acentuando por segundos, el silencio ensordecía. Pero nadie decía una palabra. Esperaban la decisión del Gran Rey.
Por fin, Dalin se levantó del trono. Con ambas manos sujetó el hacha de brillo plateado. Luego habló con voz clara y profunda a sus camaradas.
- Hermanos míos – inició el discurso, - me hallo en una encrucijada de caminos, donde mi corazón me dicta una cosa y la razón me dicta otra. Escasos somos, pero tenemos más orgullo y valor que cien reinos de elfos y hombres juntos. No obstante, sé que mi decisión puede perjudicar en un sentido o en otro... Incluso quizá en ambos, pero no debemos permanecer expectantes ante tales acontecimientos. Nuestras ciudades son prioritarias pero no debemos obviar a los orcos que avanzan desde el Valle de Rumm. Por lo tanto, crearemos un destacamento de vanguardia que marche contra la sombra que crece en el norte. Los que permanezcamos aquí prepararemos las defensas de las ciudades, teniendo en cuenta la presencia de los trasgos en las grutas. Esta es mi decisión. Que el Destino nos guarde ante las adversidades venideras.