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La sombra de los varelden.

 

   Las costas de norte de Asuryon eran un lugar magnífico para atacar, pero también lo eran para defender. La blanca arena que moría bajo el suave oleaje del Estrecho de Entreluz se extendía ante los elfos allí apostados en los acantilados, algunos ocultos entre la arboleda. Y esperaban, simplemente esperaban.

   Habían pasado varias semanas desde que Elebrian reunió un nutrido grupo de guerreros atelden con el fin de partir desde Nión hasta aquellas costas para establecer un puesto de defensa ante una más que posible incursión elfa oscura. Sabían que aquél era un sitio idóneo para empezar una invasión, como mostró el vidente Celdan, ya que las Marismas del Céleber desembocaban justo en el estrecho. Seguramente las naves enemigas zarparían desde allí para tomar tierra en las playas del norte de Asuryon. Y era muy difícil que Celdan se equivocara.

   Hacía ya varios días que habían llegado y establecido allí su campamento, esperando ver llegar de un momento a otro las negras naves varelden, preparados y dispuestos para no dejarlos arribar al litoral. Pero no aparecían. Elebrian llegó a pensar incluso que quizá se podrían haber equivocado, o incluso que hubieran pecado de alarmismo. Mas aquella mañana se dio cuenta de  que sus elucubraciones se hacían realidad.

   La nota plana de los cuernos dieron la voz de alarma, mientras que los atelden comenzaban la frenética actividad de prepararse para defender sus tierras. Poco a poco, consiguieron atisbar las naves elfas oscuras que se materializaban entre la bruma, cuyas siluetas parecían rajar esta neblina. Primero distinguieron unas cinco embarcaciones, pero luego se dieron cuenta que eran más… Muchas más. Tantas que Elebrian no se atrevía a dar un número concreto. Mathrenduil debía haber dejado Undraeth vacío para atacar a Asuryon, y parecía dispuesto a caer con todo el peso de su grandioso ejército sobre la isla. Con lo que posiblemente no contaba era con la presencia del capitán de los Primeros Espadas y su hueste de valerosos guerreros atelden.

   Cuando los barcos estaban a una distancia prudente, aunque no tan cerca como para poder tomar tierra sus enemigos, los altos elfos fueron los primeros en mover ficha. Situaron en los acantilados sus lanzavirotes, poderosas máquinas de guerra de gran precisión, en una única y bien alineada fila. Vertieron óleo en los proyectiles y les prendieron fuego. La línea trazada se iluminó dando una siniestra bienvenida a sus enemigos, que respondieron con el canto de sus cuernos. La suerte estaba echada.

   - A mi señal, soltad los virotes - dijo Elebrian mientras caminaba examinando la fila.

   El elfo posó los ojos en el horizonte, donde las naves varelden avanzaban de forma amenazante hacia la orilla. No iba a permitir que llegaran más lejos. Su tumba sería el mar.

   - ¡Soltad! - gritó mientras levantaba su espada a modo de señal.

   Las máquinas se deshicieron de la presión que ejercían sobre ellas las palancas de torsión, y soltaron de forma violenta las colosales antorchas que eran los virotes, los cuales volaron cortando el aire con una rapidez casi sobrenatural hacia sus objetivos. Las naves más cercanas fueron las que sufrieron el temible envite, prendiéndose en algunas de ellas las velas y los mástiles. Ese primer golpe había sido certero, quizá demasiado fácil para el parecer de Elebrian. Pero la reacción de los varelden no se hizo esperar y contratacaron. Estaban muy lejos para lanzar flechas, de modo que golpearon del mismo modo con que les habían atacado. Sus virotes no llevaban fuego, pues peligraba el prender sus propias embarcaciones, pero sí traían consigo muy malas intenciones. Afortunadamente, las rocas del acantilado sufrieron el impacto y no hubo daño alguno para los defensores.

   Una segunda oleada de llameantes saetas se dirigió a las naves varelden, con idéntico resultado. Y la respuesta fue la misma, pero esta vez los virotes sí llegaron a su objetivo, destrozando dos de las máquinas de guerra de los atelden y arrancando la vida de varios de ellos. Aquello solo podía significar una cosa.

   - Las naves varelden se están acercando - musitó Elebrian para sí mismo. - ¡Están arribando a la orilla! ¡Disparad a discreción! ¡Arqueros, apostaos en la playa y lanzad las flechas de fuego! ¡Que los lanceros los sigan por si alguna nave llegara a tomar tierra!

   Los soldados atelden obedecieron al capitán al instante, bajando los arqueros y lanceros a pie de playa, y soltando uno tras otro los proyectiles sobre las embarcaciones enemigas. Y estas no retrocedían. ¿En qué estaban pensando? Los varelden avanzaban de forma suicida, no parecía importarles los daños que les estaban causando. O estaban muy locos o muy convencidos de su triunfo. Aunque  lo más seguro, pensó Elebrian, es que fueran las dos cosas. Aquella arrogancia era propia de los elfos oscuros, pero nunca antes se habían lanzado en un ataque tan caótico e imprudente. ¿Tan poco valoraba la vida de sus soldados Mathrenduil como para sacrificarlos en ese vano intento de invasión? Para Elebrian estaba claro que el rey varelden se había vuelto completamente loco.

   Los arqueros estaban apostados en la playa, con sus flechas clavadas en el suelo para no conceder ni un momento de tregua, y tras ellos aguardaban los lanceros protegidos por sus dorados escudos. Otros elfos se situaban delante de los arqueros, con antorchas y óleo preparados para prender las flechas, cuyo destino final eran las siniestras naves que se aproximaban de forma implacable hacia la orilla. Ya no esperaban las órdenes de Elebrian para disparar, toda disciplina y estrategia habían caído. Los varelden, por su lado, parecían decididos a no cejar en su empeño de tomar tierra y replicaban con saetas y virotes, tantas que teñían el cielo de negro.

   Aquello resultaba desesperanzador. Algunas de las naves varelden habían encontrado sepultura en el mar, pero su ingente número era más de lo que Elebrian había llegado a suponer. Por cada embarcación hundida había tres a la zaga que continuaban su avance. Observó por encima las flechas y virotes de que disponían, y se confirmó lo que pensaba: Empezaban a escasear, y los enemigos estaban ya muy próximos a la orilla. Debían pasar a defender su tierra espada en mano.

   - Todos a la playa - sentenció Elebrian observando lo inevitable. - Empuñad las espadas y preparaos para el combate.

   Descendieron rápidamente hacia la ribera, donde los arqueros seguían disparando sus flechas de fuego que ya empezaban a faltar. Elebrian se aproximó esas filas y les dijo que dejaran de disparar. Estaba claro que todo aquello había sido en vano. De modo que se reunieron con los atelden anteriormente apostados en los acantilados, tomaron sus espadas o lanzas y se limitaron a aguardar que las primeras embarcaciones tomaran tierra. Ya faltaba poco, muy poco… El momento estaba próximo…

   Al fin, las naves enemigas vararon en la fina arena, creando remolinos de espuma blanquecina en el agua. Unas escalas se descolgaron desde las cubiertas de los barcos, y comenzaron a descender los varelden. Al verlos allí colgados, Elebrian ordenó disparar contra ellos. Sabía que aquello de poco serviría, pero debía tratar de menguar al máximo posible el número de enemigos. Algunos elfos oscuros caían sin vida al agua, otros en medio de terribles convulsiones, agonizantes. Pero la mayoría lograba tomar tierra y protegerse con sus escudos. Solo unos metros más y las flechas ya no servirían de nada.

   Rápidamente, lo inevitable se había consumado. Los varelden ya estaban en la playa perfectamente formados, en disposición completa para un ataque que no se hizo esperar. Avanzaban hacia el encuentro de los altos elfos de forma rápida y disciplinada, protegiéndose con los escudos cuando una oleada de flechas les llovía. Elebrian sabía de sobra que ya no servían de nada sus arqueros.

   - ¡Por Asuryon! - gritó levantando su espada con un gesto heroico. - ¡Por nuestro pueblo! ¡Cargad!

   Como si de un mismo movimiento sincronizado y perfectamente ensayado se tratara, los defensores atelden desenfundaron sus espadas y corrieron hacia sus mortales enemigos como si de una gran ola rompiendo contra un acantilado se tratase. Y así fue el choque entre ambos contingentes. La fatal lucha parricida estaba igualada en fuerzas, y caían casi idéntico número de un bando como de otro. Elebrian pensaba que, en esa ocasión, el factor de superioridad numérica sería el determinante. Y era consciente de que aquello no jugaba a favor suyo.

   - ¡Cuidad los flancos! - ordenaba el capitán de los Primeros Espadas mientras abatía un enemigo tras otro. - ¡Que no rompan las defensas de los flancos! ¡No mostréis piedad!

   Pero aquello comenzaba a ser absurdo. Ya empezaban a caer más atelden que varelden. Y por cada enemigo que acababa agonizando en el campo de batalla, había tres que le remplazaban. Las embarcaciones comenzaban a quedarse vacías y la playa a llenarse de elfos oscuros. Pronto los aniquilarían a todos. Debían retirarse mientras fuera posible. Debían salvar la vida.

   Cuando Elebrian se disponía a ordenar la retirada, una gran sombra oscura cruzó el despejado y azul cielo de Asuryon. Una especie de fugaz eclipse que no hacía presagiar nada bueno. Fue rápido, tan solo un instante, pero lo suficientemente turbador como para llamar la atención de los altos elfos. Dubitativo y temeroso, Elebrian levantó la cabeza despacio hacia el cielo, curioso e intranquilo por averiguar qué había sucedido.

   Sus ojos se abrieron de par en par y no dieron crédito a lo que se representaba ante ellos. Con todo su majestuoso y temible esplendor, sobrevolaba de manera amenazante un gran dragón negro. El batir de sus inmensas alas resonaba por toda la playa, acunado por la suave brisa marina. La poderosa bestia se quedó suspendida en el aire, expectante a cuanto sucedía bajo ella y, como si de un gran trueno se tratase, lanzó un rugido que acuchilló el aire. Elebrian se sentía conmocionado ante aquello. Pero lo que más le impactó, y también le horrorizó, fue ver montado en la grupa del dragón, como si de un antiguo demonio se tratase, al mismísimo Mathrenduil Rey de los Elfos Oscuros.

 

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   - La oscuridad ha surcado el umbral de mi visión - la voz del vidente Celdan sacudió el silencio que acompañaba la espera en  el Salón del Fénix. - Ya se ha consumado lo que todos esperábamos.

   Hubo unos instantes de silencio donde los presentes intercambiaron nerviosas miradas. Realmente a Élennen no le sorprendía lo que el valido de los videntes había augurado. Ella también lo había sentido, como una extraña conmoción, como un drenaje de todas sus esperanzas y una gran negrura cubriendo el cielo despejado. Los varelden habían penetrado en Asuryon.

   - En ese caso no tenemos mucho tiempo - Faobereth se levantó y posó sus oscuros ojos en Élennen. - Si Mathrenduil el traidor ha mancillado esta tierra poniendo sus pies en ella, debemos actuar sin más dilación.

   La reina bajó la mirada, pensativa. Ya había vivido situaciones parecidas a aquella en más ocasiones, pero esta vez… algo había cambiado. El crepúsculo la envolvía y no conseguía vislumbrar luz alguna que le sirviera de guía. Demasiada maldad, demasiada crueldad para la Tierra Antigua… No solo eran los varelden, también allá en el este se extendían las tinieblas vestidas de bárbaros norteños y criaturas de naturaleza deleznable. Pocas esperanzas quedaban ante semejante terremoto de perversidad.

   De pronto las puertas del salón se abrieron de par en par, como si una violenta corriente las hubiera golpeado. Thil Ganir levantó la cabeza y se giró. Era Célestor, con su imponente armadura dorada, con su porte noble y marcial. Traía el semblante más grave que de costumbre. Se aproximó con paso acelerado a Thil Ganir y a Élennen y se arrodilló ante ellos.

   - Me he dado toda la prisa que he podido en regresar, mi señor- dijo el paladín sin mirarlos a la cara. - Espero no haberme demorado en demasía.

   Thil Ganir le puso una mano en el hombro.

   - Tranquilo, amigo mío - le dijo intentando permanecer sereno. - Tu presencia es tan bien recibida como necesaria en estos momentos. Como siempre has llegado en el momento oportuno. Por favor, levántate.

   Célestor se incorporó y dirigió una fugaz mirada a Élennen, aprovechando que Thil Ganir había vuelto la cabeza hacia otro lado. Ella le observó con atención. Siempre lo hacía, y se había resignado a que se solo fuera así. Pero esta vez veía tras él una tristeza profunda que le calaba hasta el mismo corazón, atenazándole, impidiendo que el paladín real tuviera un descanso. A Élennen le dio la impresión de que Célestor se había debatido en la encrucijada de regresar a Asuryon a su lado y de quedarse en el Continente Naciente y buscar la paz que a veces da la guerra. Él a menudo decía que solo la muerte podía calmar tanto dolor, un dolor que duraría una eternidad de no ser así. Élennen pudo leer en sus ojos que se sentía débil al volver, pues eso lo hacía por ella, pero en el fondo sabía que su amor nunca podría ser real, tan solo un sueño. Pese a estar de vuelta, la reina comprendió que el deseo verdadero de Célestor era morir… Pero no podía separarse de ella, aunque le causara el mayor de los dolores.

   - Cuéntanos cómo fue la reunión con el rey Dúnel de Páravon - interpeló Thil Ganir a su paladín.

   Célestor les contó a los presentes todo acerca de la asamblea que se produjo con los señores de Páravon, y de cómo habían expresado su decisión de tomar cartas en el asunto de la futura guerra que amenazaba a toda la Tierra Antigua. También les comentó que Glórophim y Vior habían marchado hacia Cáladai para entrevistarse del mismo modo con el regente Átethor, como ya así lo habían acordado.

   - Espero que tengan la misma suerte con Átethor que con Dúnel - dijo Faobereth meneando la cabeza. - Aunque según tengo entendido, no suele prestar atención a temas ajenos.

   - Esperemos que por su bien y por el de todos los reinos libres esta vez haga una excepción - apuntó Thil Ganir. Luego añadió mirando a Célestor. - Cuando regresabais a Asuryon, ¿avistasteis alguna nave enemiga?

   Célestor negó con la cabeza.

   - Cruzamos el Canal de la Tormenta rumbo noroeste, hacia Päurél Dëpárion - puntualizó el paladín. - No hubo indicios de presencia de naves enemigas en toda esa área.

   Faobereth suspiró un tanto aliviado.

   - Entonces eso significa que no preparan un asedio, y que no piensan en bloquearnos - manifestó con una sonrisa en los labios. - Quieren plantarnos cara en combate y vencernos haciendo gala de su superioridad de poder.

   Célestor miró al señor del Bosque Perenne algo incrédulo.

   - ¿Y esa idea te hace sonreír? - preguntó con cierto tono indignado.

   - Sí, desde luego. Nuestros hermanos oscuros han cometido un error del que nosotros podremos aprovecharnos. Su arrogancia y su prepotencia han servido para concedernos más tiempo. Nos atacan por el norte, sí, pero las demás entradas y salidas de Asuryon están libres. Podemos realizar nuestros movimientos si actuamos con presteza.

   Todos escuchaban con atención a Faobereth. No era un discurso triunfalista en absoluto, pero el misterioso señor del bosque tenía razón: el enemigo les había concedido tiempo. Un tiempo precioso que no debían desaprovechar. Élennen escrutó el adusto rostro del elfo mientras estudiaba sus palabras. Faobereth se caracterizaba por ser un individuo misterioso, sombrío y algo hosco, pero no se podía negar que atesoraba una gran sabiduría, y que cada frase que pronunciaba no era de forma arbitraria.

   - ¿Qué crees que debemos hacer? - preguntó Élennen pausadamente al señor del Bosque Perenne.

   - Dadnos vosotros las respuestas - sentenció Faobereth. - Celdan el vidente y vos habéis presagiado esto tiempo ha. Las señales eran claras, e incluso las viejas profecías que vaticinaban esta guerra están haciéndose realidad.

   - La profecía también habla de un elegido - intervino Célestor, - y en mi estancia en Páravon nada me hizo sospechar que dicho individuo existiera.

   - Sin embargo - ahora habló Celdan, que había permanecido todo el rato expectante y atento de cuanto se hablaba, - ¿podrías asegurar que el elegido no existe?

   Célestor vaciló durante unos segundos, para acabar diciendo:

   - No, ciertamente no puedo asegurarlo.

   - Y estoy seguro de que, en tu estancia en Cárason, habrás escuchado rumores y habladurías de todo tipo con respecto a ello.

   - He escuchado muchas cosas en referente a nuestra presencia, pero ninguna me hizo sospechar…

   - Obviamente no lo hiciste - le interrumpió Celdan, mirando al paladín severamente. - Porque de lo contrario te habrías quedado para ver cuánto de cierto había en esas habladurías y lo verídicas que podían resultar.

   Élennen observó cómo Célestor bajaba la cabeza avergonzado. Era la primera vez que unas palabras conseguían azorar al paladín. Tuvo la tentación de poner su mano en el hombro, hacerle ver que ella estaba allí, y que los errores, al cometerlos, servían para hacernos más sabios. Pero no era el momento, y seguramente Célestor no se lo habría tomado bien.

   Repentinamente Élennen comenzó a sentirse mal. La respiración se le entrecortaba y su visión se nublaba. Todo daba vueltas a su alrededor. Estaba pasando otra vez… Aquellas súbitas visiones le poseían de nuevo. Estuvo a punto de caer al suelo de no ser porque Thil Ganir se percató y logró sujetarla a tiempo. Ahora Élennen se había sumido en una oscuridad asfixiante, densa. No conseguía ver nada, pero al instante sí consiguió distinguir algo en la negrura. Unos ojos de pupilas rasgadas, rojos como el fuego… Ahora aquellos ojos eran fuego, un fuego que consumía aquello que tocaba. Un aliento abrasador que solo traía la ruina y la desesperación. Y de fondo una siniestra risa que le era muy familiar.

   - ¡Élennen! - la voz de Thil Ganir le hizo volver el sí. - ¿Qué te sucede?

   Estaba entre los brazos del rey y a su alrededor estaban Faobereth, Celdan y Célestor observándola con preocupación. La mirada de Célestor, que destilaba  pesadumbre, era especialmente reveladora.

   - Mi señora - el vidente Celdan la cogió gentil y suavemente del rostro y la obligó a que le mirara. - ¿Qué habéis visto?

   A Élennen le temblaba la voz. Aquella revelación no traía con ella nada bueno.

   - Dragón… - dijo sin a penas escucharse. - Un dragón negro… Me ha abrasado su fuego… He sentido su furia…

   Los cuatro elfos se quedaron lívidos ante la revelación de Élennen. De todos terribles males que el destino les pudiera enviar, ese era el peor.

   - ¡Un dragón! - el estoico Célestor se mostraba dubitativo. - De confirmarse esta visión sería…

   - Sería un contratiempo difícil de solventar - concluyó la frase Faobereth con el ceño fruncido.

   Celdan seguía con la mirada fija en Élennen. Estaba claro que el vidente quería ver a través de los ojos de la reina.

   - ¿Era clara la visión? - preguntó escudriñando su rostro. - ¿Habéis interpretado bien los signos?

   Élennen se incorporó, apoyándose en el brazo de Thil Ganir.

   - Ha sido tan claro como el agua de un arroyo - dijo con cierto pesar. Ser portadora de malas nuevas no le hacía sentirse bien en absoluto.

   - Ha despertado a un dragón - masculló Thil Ganir, poniéndose una mano en la frente con gesto de gravedad. - Mathrenduil ha conseguido despertar a un dragón. Pero, ¿cómo…?

   - Ha debido de encontrar uno de los cuernos de dragón - explicó Celdan, adelantándose a la pregunta de su rey. - Estos instrumentos son sumamente poderosos. Tallados en cuernos de los mismísimos dragones y bañados por una magia antigua y difícil de comprender, se dice que tienen el poder de despertar a estas bestias de sus largos sueños.

   Todos permanecían muy atentos a las explicaciones del valido de los videntes. Para Élennen aquello no era desconocido, pues Celdan ya la había ilustrado sobre aquellos artefactos hacía muchos años.

   - Quien logre encontrar y disponer de uno de estos cuernos y hacerlo sonar con fuerza cerca de la guarida de un dragón, conseguirá que éste le sirva durante toda su vida o hasta que libere al dragón de dicho compromiso. Antaño existían varios cuernos de dragón cuyos poseedores eran una antigua civilización que algunos creen extinta. Las leyendas cuentan que los guerreros de este pueblo marchaban a la batalla montados en majestuosos dragones, y que los libraban de su mágico pacto cuando lograban sus propósitos. Pero la ambición de los hombres y la desconfianza que profesaban hacia razas como la nuestra o los enanos les hicieron cambiar de idea. Se dice que una noche de verano, cuando los astros se armonizaron, destruyeron todos los cuernos de dragón para prever que cayeran en malas manos… O al menos eso pensaban ellos… Como podemos ver, uno de esos cuernos parece haber sido encontrado, pero no por quien nosotros hubiéramos deseado.

   El relato de Celdan les había dejado a todos atónitos. ¿Era posible que el rey de los varelden, aquél traidor ignominioso hubiera conseguido encontrar ese poderoso instrumento y despertar a un dragón? Parecía que sí.

   - ¿Qué fue de aquella civilización de la que has hablado? - preguntó Thil Ganir a Celdan.

   - Bueno, algunos dicen que perecieron. Que al destruir los cuernos de dragón, y no poder contar más con la ayuda de tan valiosos aliados, llegó el ocaso de su hegemonía. Los dragones ya no servían a sus órdenes y tenían total libertad para hacer con sus vidas lo que les viniera en gana. Se alejaron de ellos y se retiraron a las montañas, donde se sumergieron en largos años de sueño. Pero existen teorías que creen que aún hollan por la Tierra Antigua, demasiado escasos para mostrarse al mundo, y demasiado cansados como para guerrear como los admirables combatientes que antaño fueron.

   Realmente impactante. Aquella asombrosa historia, convertida en leyenda tras el paso de largos años, tomaba ahora una especial relevancia en el transcurso de todo cuanto estaba aconteciendo. La Profecía del Elegido, del exiliado que regresa para reclamar su trono, los cuernos de dragón, una civilización perdida… La historia del pasado parecía ser la clave para plantar cara al presente y escribir el futuro.

   - Aquella civilización - intervino Célestor, - ¿dónde tenía su reino?

   Celdan se acarició la barbilla, pensativo, pero fue la propia Élennen la que contestó al paladín.

   - Los escritos nunca fueron claros al respecto. Cuando Celdan me habló de todo esto, ya hace demasiado tiempo, recuerdo que corrí a los antiguos libros de nuestras bibliotecas, deseosa de conocer más acerca de esta leyenda. Por las descripciones de los lugares, y dado que las pruebas apuntan a que ha sido el enemigo el que ha encontrado ese instrumento, yo diría que se asentaban en Undraeth.

   Aquellas palabras, y más en boca de Élennen, resultaban impactantes.

   - ¡Undraeth! - exclamó Thil Ganir, que no daba crédito. - ¡Cuán cruel resulta el destino al servir en bandeja a nuestros enemigos un arma tan poderosa!

   - Resulta extraño pensar que una civilización tan sabia y grandiosa como para someter a los dragones se establecieran en una tierra tan yerma y desolada - opinó Faoberteh meditabundo.

   - Undraeth es mucho más de lo que conocemos por los mapas - volvió a explicar Celdan. - Más allá de las Marismas de Céleber, y atravesando la Cienaga del Olvido, se extiende una tierra desconocida y misteriosa que ni siquiera los varelden han osado a pisar. Una tierra cargada de leyendas y sombras que al enemigo le ha hecho desechar la idea de colonizarla o conquistarla. El sur de Undraeth es completamente desconocido.

   Élennen miró a Thil Ganir, que permanecía en silencio, pensativo y con el ceño fruncido. Célestor, por el contrario y pese a su carácter reservado, parecía haber tomado una decisión sin dudar.

   - ¿Podríamos acceder a ese lugar? - preguntó el paladín con cierta prisa. - ¿Nuestras naves podrían llegar?

   Celdan negó con la cabeza.

   - Imposible, Célestor. Todo el sur de esta península está rodeado por sendos arrecifes que hacen imposible poder navegar. Nunca alcanzarías tierra, y el fondo del mar sería el destino final de la embarcación y de sus tripulantes. Observadlo en un mapa.

   Todos avanzaron hacia una mesa redonda que había en el centro del salón, donde habían desplegado un mapa desde que se supo del avance de los varelden hacia Asuryon, para ir controlando los movimientos enemigos y trazar las pertinentes estrategias. Celdan señaló con el dedo la distancia que había desde el sur de Asuryon hasta el sur de Undraeth, haciendo un círculo que abarcaba cierta área próxima a las costas de aquella península.

   - Justo aquí - señaló el vidente - acabaría la expedición. Ni siquiera queda una distancia corta como para tratar de llegar con botes. Es imposible.

   Élennen miraba absorta a Célestor, que escudriñaba el mapa con sus ojos castaños y profundos.

   - Sin embargo - comenzó a decir, - sí que podríamos acceder por el mismo sitio del que parten las naves varelden - dibujó con el dedo una línea imaginaria que iba desde el oeste de Asuryon hasta las mismas Marismas de Céleber. - Si ellos navegan por aquí, nosotros también podremos.

   Aquél era Célestor, del que Élennen se había enamorado perdidamente. El osado, el sagaz, el invicto. Su espíritu no conocía el miedo, no vacilaba ante nada. Salvo con ella. Tan bello, tan valeroso, y a la par tan triste. Por un momento, Élennen pensó que aquella arriesgada maniobra que él proponía respondía al propósito de Célestor de morir y acabar con un sufrimiento que solo ella causaba. No podía evitar sentirse en parte responsable.

   - Tácticamente peligroso - debatió Thil Ganir cruzándose de brazos. - Arriesgarnos a zarpar con una nave hacia Undraeth en este momento implica serios riesgos que debemos calibrar. En primer lugar, no debemos olvidarnos que las naves varelden estarán ancladas y vigilantes en estas costas, y lo segundo es que este es el hogar del enemigo. No será fácil entrar sin ser detectados. Eso en el mejor de los casos, pues lo más seguro es que nos divisen desde sus embarcaciones según iniciásemos nuestro viaje, dándonos caza rápidamente.

   - No hace falta zarpar en esa dirección - apuntó Faobereth. - Podemos tomar tierra aquí, al sur de Ered-Cindul, justo donde empieza la Meseta de los Caídos. Este sería nuestro punto de partida hacia esas tierras desconocidas.

   Thil Ganir levantó con brusquedad la cabeza y miró atónito al señor del Bosque Perenne.

   - ¿Contemplas la posibilidad de partir a Undraeth e iniciar una marcha hacia un destino incierto?

   El rostro pálido y sombrío de Faobereth no dejaba hueco al titubeo.

   - Quedándonos aquí no conseguiremos nada - espetó seriamente. - Si realmente existe ese pueblo y conocen la forma de despertar a los dragones, debemos intentarlo.

   Élennen sabía que su rey no estaba convencido. Thil Ganir no era como Célestor, que le brillaban los ojos ante aquella idea, era prudente, mesurado y muy reflexivo. Aquella idea atentaba contra su propia forma de ser.

   - ¿Qué sucederá si fracasamos? - preguntó dubitativo el rey atelden.

   Faobereth le dedicó una glacial y siniestra sonrisa.

   - Ya estamos muertos, mi señor - sentenció sin apartarle la mirada.

   Élennen sabía que todo estaba dicho. Tanto Faobereth como Célestor tenían razón y, aunque pareciera un suicidio, no quedaban más alternativas. El poder de un dragón negro era devastador, por mucho que quisieran no podrían plantar cara a semejante aliado de los varelden y mucho menos siendo su jinete el propio Mathrenduil en persona. Las dudas parecían disiparse, y hasta Thil Ganir se rendía a la evidencia.

   - Supongo que tú también lo ves con buenos ojos, ¿me equivoco, mi buen Celdan? - preguntó el rey al vidente.

   - El destino a veces nos guía por senderos inescrutables. Pero solo nosotros podemos elegir cuál puede ser nuestro destino.

   Tras las palabras de Celdan hubo un momento de reflexión, casi ceremonial, aunque ya estaba todo decidido.

   - Sea así pues - sentenció con voz grave Thil Ganir. - Partiremos prestos hacia Undraeth e iniciaremos una búsqueda de algún vestigio de esa antigua civilización y de los cuernos de dragón, si existe alguno más. Esperemos que los vientos soplen a favor nuestro en esta dura campaña. Yo mismo lideraré la misión.

   Fue como una ráfaga de viento helado en mitad de la noche. Élennen no salía de su asombro al escuchar estas palabras. Thil Ganir, aquel rey prudente y enemigo de las guerras, quería comandar una expedición que podía conllevarles a la muerte, a una búsqueda imposible. Se sentía desorientada; pero, más que ella, el asombro y la decepción asomaron en el rostro de Célestor, que obviamente daba por encomendada para sí aquella tarea. No pudo dejar de dar su opinión.

   - Mi señor - dijo intentando disimular la profunda decepción que sentía, - pese a ser una misión de gran importancia, no deja de ser extremadamente peligroso un viaje así.

   - Si algo saliera mal… - añadió Élennen con voz preocupada. Pero Thil Ganir no dio muestras de dejarse convencer. Negó con la cabeza y con porte majestuoso y noble, como correspondía al rey que era, dijo:

   - Debo partir yo mismo. No puedo encomendar tan dura labor a nadie, pues no sería justo. Y no me mires así, mi buen Célestor, pues tendrás otra misión que considero mucho más notable que esta aventura. Tu deber es para con Élennen, tu reina.

   Hubo un momento de silencio, tan tenso e incómodo que Élennen esperaba que alguien lo rompiera. Fue el propio Thil Ganir el que lo hizo, continuando con sus órdenes.

   - No podemos arriesgarnos. Si los varelden llegaran a continuar su avance y tomaran Válindel estaríamos perdidos y sentenciados a muerte. Y en especial tú, querida Élennen. No me arriesgare a que sufras daño alguno, y sé que en las mejores manos que puedo dejarte son las de Célestor - se volvió para mirar profunda y seriamente al paladín que aguantó la mirada de su rey. - Seguro que te cuida mejor de lo que yo jamás lo haría.

   - Mi señor… - balbuceó Élennen visiblemente afectada.

   - Es mi última palabra. Célestor, ordena que preparen una nave, y la quiero lista para el anochecer. También deja instrucciones para que tengan otra embarcación dispuesta para la reina y para ti. Si los varelden llegaran a continuar su avance y representaran un serio peligro, deberéis abandonar Válindel de inmediato y partir hacia Páravon. No escatimes en medios para garantizar vuestra seguridad. Conmigo partirá una pequeña escolta de Kurthlénthëpi, con su capitán a la cabeza.

   - Mi señor - intervino Faobereth. - Si me lo permitís, desearía incorporarme a vuestra expedición. Se leer bien los mapas y moverme por el terreno con facilidad. Si vais a partir hacia una tierra desconocida, os vendrá bien un explorador consumado. Además, quisiera recordar que ya he pisado Undraeth tiempo ha. Mi experiencia os serviría de gran ayuda.

   - Yo, si me lo permitís, regresaré a Nión - habló Celdan. - Pese a que el enemigo está próximo a la Torre de los Videntes, vislumbro que tendré un cometido importante que cumplir.

   Thil Ganir asintió gravemente.

   - Que así sea, pues. Y que cada uno de nosotros sepa leer qué papel le tiene reservado el destino.

   Dedicó una última mirada a Élennen antes de abandonar el Salón del Fénix seguido por Célestor y Faobereth. El último en salir, con paso flemático, fue Celdan, no sin antes clavar sus ojos en los de la reina y decirle:

   - Mi señora, no debéis temer por el destino del rey pues él ya lo ha elegido. Deberíais preocuparos por el vuestro, pues ni siquiera una llama inmortal luce eternamente.