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Las tinieblas sobre Búrdelon.

 

 

   - ¡Ánimo, muchachos! - intentó alentar Muras a sus caballeros. - Búrdelon está tras estas montañas. Pronto habremos llegado.

   El grupo se internó en el serpenteante y estrecho sendero que atravesaba los Montes de Burlein. Al otro lado, les esperaba su meta: Búrdelon. Debían haber llegado hace tres días, pero las inclemencias meteorológicas les habían retrasado demasiado.

   La noche siguiente de partir de Cárason, se formó una tremenda tormenta que ya les acompañó durante todo el camino. A veces, el viento causaba verdaderos problemas en el avance. Los caballos se negaban a moverse, cansados y fatigados por el mal tiempo. La lluvia caía con la violencia de una riada, embarrando el camino y haciendo que la marcha fuera realmente dificultosa e incómoda. Eso sin contar con que la moral del grupo iba cayendo, pues aquellas nubes negras, aquellos truenos y relámpagos y aquel horrible viento, hacía mella en el ánimo de los caballeros, que empezaban a mostrar signos de cansancio. Era normal. Un viaje de cuatro jornadas les estaba llevando casi el doble.

   Afortunadamente, solo les quedaba el último tramo antes de llegar a Búrdelon. Una vez cruzaran los montes, aquella pesadilla de viaje habría acabado. Les esperaba una chimenea caliente, un banquete digno de reyes, buen vino y la impagable hospitalidad de Lady Kathline.

   - Esto está resultando más complicado de lo pensábamos, señor - dijo uno de los caballeros de Lord Muras. - Hubiera sido más sencillo enfrentarnos a los krulls que esto. ¡Quién lo iría a decir!

   Muras sonrió y le dio una palmadita en el hombro. Por lo menos mantenían el sentido del humor.

   - Piensa que dentro de unas horas, estarás delante de una bandeja de faisán y degustando buen vino - le dijo el Lord Comandante, agarrando su caballo de las riendas.

   El sendero era angosto, de modo que prefirieron atravesarlo a pie, siendo más cómodo para ellos y más descansado para las bestias. De este modo, y en filas de a dos, comenzaron a ascender. Pese a lo sinuoso que, el camino era bastante transitable, no dificultaba la marcha de los caballos, pero el viento no amainaba. De hecho, cada vez soplaba más fuertemente cuanto más ascendían.

   Los escarpados montes presentaban un aspecto desolador, con sus árboles carentes de hojas, cuyas ramas se mecían de forma fantasmagórica al compás del ululante viento. No era un lugar apacible, y menos bajo la oscura y mortecina luz que proyectaba la tormenta. De cuando en cuando, un rayo iluminaba casi por completo el cielo, creando misteriosas sombras que inquietaban a los caballos, los cuales no dejaban de piafar y relinchar inquietos. Parecía como si los animales olfatearan la presencia de un mal invisible. Aquello no hacía más que preocupar a Muras, que tenía que tirar de su montura para que avanzara. No lo entendía. Aquel animal había vivido batallas cruentas y visto seres terroríficos como los krulls. No debía ponerse así por una tormenta.

   Tras una hora de ascenso por el camino, la fría lluvia que les acompañaba calándoles hasta los huesos, se tornó en nieve. Pronto el suelo comenzó a cubrirse de blanco, hasta alcanzar un espesor considerable, que dificultaba, aún más si cabía, el tormentoso avance de los Cuervos Errantes. El viento les azotaba la cara, con fuerza, violentamente, tan frío y cortante como un puñal varelden. Se clavaba con fuerza en el rostro de los caballeros, como si millares de finas agujas se proyectaran contra ellos. Algunos de los hombres de Lord Muras ya presentaban heridas causadas por el gélido hálito de los montes.

   - ¡Esto empieza a intranquilizarme, señor! - la voz de uno de sus hombres se elevó entre el silbante sonido del viento. - ¡No es natural, parece cosa de hechicería!

   Y al joven muchacho no le faltaba razón. Muras no alcanzaba a entender cómo una tormenta se había instalado justo encima de sus cabezas desde casi el mismo día que partieron, y no los había llegado a abandonar nunca. Era como si alguien quisiera impedir que llegaran a Búrdelon a tiempo. Como si ellos hubiesen sido víctimas de un mal sortilegio. Primero la lluvia durante todo el camino desde Cárason, y ahora aquella cellisca. No era natural, y empezaba a sentirse extrañamente inquieto. Pero no por el hecho de estar metidos en el corazón del temporal, no, pues tampoco se podía hacer ya nada. Le preocupaba más Búrdelon. Una sensación de inquietud le acuciaba a llegar ese mismo día, sin más demora. Tenía un mal presentimiento.

   Tras unas horas de abrupto ascenso e inclemente tiempo, la tormenta parecía darles un respiro. Las negras nubles que cubrían todo el cielo no se habían marchado, pero al menos el viento y la nieve habían dejado de ser un impedimento. Ahora descendían, y el sendero se abría haciéndose más ancho. Un respiro y una gota de buena suerte, pensó Muras, que bregaba con mantener la moral de sus hombres alta, aunque daba la sensación de que era mucho pedir.

   - Me siento muy orgulloso de vosotros, muchachos - les decía, forzándose a sonreír. - Os prometo que, cuando lleguemos a Búrdelon, seréis recibidos como reyes.

   Los Cuervos Errantes, cuando escuchaban a su señor alentarlos, respondían con vítores. Al menos, se decía Muras, no le guardaban rencor por haberles embarcado en tan arduo viaje.

   Tras recorrer un corto tramo, que se les antojó bastante más cómodo que el anterior, los Cuervos Errantes entraron en una explanada que se abría en mitad del sendero. Un terreno llano en la zona baja de los montes que desembocaba en la continuación de la senda, que llegaba ya a su punto final. Solo les quedaba dejar atrás aquel llano, y habrían cruzado los montes. Estaban a punto de terminar su viaje. Búrdelon estaba allí.

   Cuando comenzaron a recorrer la explanada, los caballos comenzaron a mostrarse más encabritados y nerviosos que durante el resto del viaje. Ya ninguna bestia quería avanzar más, de hecho, pretendían darse media vuelta y volver sobre sus pasos. A Muras le llamó la atención, pues teniendo en cuenta que el viaje había sido especialmente duro hasta el momento, no entendía cómo los animales estaban tan tensos una vez había amainado el temporal.

   - Mi señor, mirad ahí. A ambos lados del llano, entre las rocas - la voz de uno de sus hombres le hizo girarse y mirar donde él señalaba.

   Ahora entendía por qué los caballos se comportaban así. Rodeando toda aquella planicie, se levantaban unos pequeños montículos recubiertos de hierba y limo, con unas piedras planas formando un cerco. Otras rocas más grandes y pesadas, con intrincadas inscripciones grabadas en ellas, taponaban la entrada al montículo. Muras no tenía dudas sobre lo que eran.

   - Son túmulos - dijo tratando de obligar a caminar a su semental zaino. - Tumbas de los antiguos moradores de las tierras de Páravon. Este lugar les serviría de cementerio. Encended unas antorchas, quiero ver mejor este lugar.

   Los caballeros se apresuraron a cumplir las órdenes del Lord Comandante, utilizando la yesca y el pedernal que estaba seco. Uno de sus caballeros se acercó a un túmulo y acarició con el dedo los epígrafes.

   - ¡Qué marcas tan extrañas! - exclamó el caballero. - Parece élfico.

   - No es élfico - aclaró Muras. - Deben ser runas arcanas. Sortilegios que vertieran sobre estas sepulturas. Vamos, Theldras, aléjate de ellos.

   De pronto, y como si las palabras de Muras lo hubieran vaticinado, se escucharon unos inquietantes ruidos metálicos, semejantes a los que se escuchan cuando se prepara una armadura, como una espada oxidada saliendo de una vieja vaina. Sonidos susurrantes, casi parecían lamentos. Al principio nadie consiguió ubicar la procedencia de los mismos, pero al instante se dieron cuenta de que provenían del interior de los túmulos. Los caballos, enloquecidos y fuera de sí, relinchaban encabritados, presas de un horror que había conseguido contagiar a Muras. Le recorría un escalofrío de terror que consiguió erizar todo su bello.

   - ¡Theldras! - gritó presa del pánico. - ¡Apártate del túmulo!

   Demasiado tarde. La enorme piedra que tapaba el acceso al sepulcro, salió despedida hacia delante, con una violencia extrema, como si un ser con una desproporcionada fuerza lo hubiera arrojado desde dentro del túmulo. Theldras no tuvo tiempo ni de reaccionar, la roca le empujó hacia atrás como si fuera un simple muñeco de trapo, aplastándolo y matándolo en el acto. El resto también se abrieron. Como un resorte, los Cuervos Errantes empuñaron las armas, expectantes y temerosos. No se podía esperar nada bueno.

   -¡¿Qué está pasando?! - exclamó uno de los caballeros, mirando de derecha a izquierda intermitentemente.

   Muras escrutó desde la distancia el interior de los túmulos, con un mal presentimiento que le invadía todo su ser. La respuesta no tardó mucho en revelarse. De las entrañas de las tumbas se materializaron unas formas brumosas, al principio difusas, similar a una espesa neblina azulada y resplandeciente. Poco a poco, se empezaron a distinguir unas oxidadas y ajadas armaduras que parecían suspendidas en el aire. Aquello, fuera lo que fuese, comenzó a tomar una forma más o menos definida.

   Era una figura esquelética aunque de aspecto humano, pero más oscuro y sombrío; con unos ojos brillantes dentro de las hundidas cuencas, luces difuminadas y atrayentes. Sus manos eran huesudas, como garras, y empuñaban una espada desgastada y con herrumbre. Parecía cubierto con una harapienta túnica del mismo color que el resto del ser, pero Muras no sabría decir si esto eran sus ropajes o eran parte de la propia aparición. Una cota de malla y un peto con hombreras completaban la escalofriante imagen. Del resto de los túmulos surgieron espectros parecidos. El Lord Comandante no tuvo duda sobre lo que se presentaba ante ellos, aunque tenía la sensación de estar inmerso en un profundo y desquiciante sueño, donde las leyendas se hacían realidad.

   - ¡Tumularios! - gritó con un gran esfuerzo, pues a su voz la había secuestrado el pavor.

   Los caballeros, espada en mano, no sabían muy bien qué hacer. ¿Cómo enfrentarse a aquello que no esta vivo? Los seres se iban aproximando, exhalando una especie de lamentos crueles y gélidos, amenazantes. Ellos también estaban armados, aunque eso no era lo que más le preocupaba a Muras.

   Con un grito desgarrador, cuya única intención era infundir valor entre los presentes, uno de sus hombres se lanzó en acometida contra los tumularios, que lo seguían con aquellos ojos luminosos semejantes a fuegos fatuos. La espada del caballero chocó contra la del tumulario, que se protegió del golpe, contratacando. Aquello sirvió de ejemplo a los demás hombres, que se apresuraron a atacar a los espectros. Era una lucha siniestra, desigual. Pronto eran los Cuervos Errantes los que se dedicaban a esquivar las estocadas de los tumularios, que se aprovechaban de su fantasmagórica movilidad para asediar a los temerosos hombres. Muchos de los caballos huyeron despavoridos ante semejante espectáculo.

   Las espadas conseguían atravesar de cuando en cuando a alguno de aquellos aterradores seres, pero era como traspasar el aire. Era completamente imposible vencerlos con las armas comunes. Muras, que se defendía como podía de los constantes e incasables ataques, observaba cómo iban matando a sus hombres, algunos atravesados por los aceros corruptos de los tumularios, y otros caían rígidos e inertes cuando posaban sus huesudas manos en los rostros de los caballeros. No tardarían mucho en matarlos a todos, pensó el Lord Comandante.

   En uno de los vanos intentos por rechazarlos, Muras cayó de bruces al húmedo suelo, perdiendo la espada, que fue a parar un metro lejos de su mano. Se arrastró como pudo, intentando alcanzar su acero, pero dos tumularios se plantaron delante suya, impidiendo cualquier intento de recuperarla. Los dos seres se prepararon para dar el golpe de gracia. El fin había llegado. La Orden del Cuervo Errante pasaría al olvido. En un último esfuerzo por defenderse, Muras cogió una de las antorchas que habían encendido para ver mejor la explanada, y que habían tirado para empuñar en acero y atacar. Agitándola torpe y ciegamente, trató de ahuyentar a los espectros. Su sorpresa fue mayúscula al ver cómo los fantasmagóricos seres retrocedían, como espantados frente a las resplandecientes llamas de la antorcha. ¡De modo que aquella era la clave! ¡La luz!

   Incorporándose, con ánimos y fuerzas renovadas, Muras avanzó con decisión hacia los seres con la antorcha en ristre.

   - ¡Tomad las antorchas, muchachos! - les ordenó con firmeza. - ¡Huyen con la luz!

   Los Cuervos errantes se precipitaron hacia las teas y arremetieron contra los tumularios, que iban retrocediendo entre agudos lamentos. A los pocos momentos, regresaron a los túmulos, sus figuras se difuminaron, y las piedras volvieron a rodar hasta taponar las entradas de nuevo. Ahora solo se escuchaba la entrecortada y jadeante respiración de los caballeros, que todavía no acababan de asimilar lo que había acontecido. Muras fue el primero en reaccionar.

   - ¡Vamos! - gritó a sus hombres. - ¡Salgamos de aquí! ¡No sabemos cuánto tiempo tardarán en volver a salir!

   Con cierto desorden, los Cuervos Errantes corrieron hacia el sendero, que los alejaba de aquel maldito lugar. Tan solo unos pocos metros más, y habrían dejado atrás los montes y los túmulos. Ahora más que nunca, Muras deseaba acabar su viaje y llegar a Búrdelon. Tenía demasiadas malas sensaciones.

   El sendero desembocó sobre un llano que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Estaban pisando las tierras de Búrdelon, ya habían llegado. El Lord Comandante distinguió en la lejanía el castillo de la ciudad, el hogar de Lord Lánzolt y Lady Kathline, vigilante, con sus picudas y esbeltas torres que parecían controlar cada movimiento. Todo había acabado… ¿O tal vez no…?

   - ¡Mi señor! - la voz de uno de sus hombres se elevó entre el rumor del viento. - ¡Mirad allí! ¡Atravesando el Río Viejo!

   El desánimo le volvió a invadir. Cruzando el río, en pequeñas embarcaciones, se distinguían las trémulas luces de un centenar de antorchas. Se dirigían al castillo. Se preparaban para tomarlo, estaba claro, y si quedaba alguna duda, la campana de la fortaleza dio la voz de alarma.

   Deprimente. Muras se enfrentaba a un ataque directo sin sus caballos y habiendo perdido a varios de sus hombres.