27
Tras la huella del herrero.
El aire aún estaba viciado. El hedor a carne quemada y a cadáver impregnaba todo lo que un día fue la aldea de Thondon, ahora tan solo un recuerdo que las llamas y la furia de los orcos habían devastado. La tierra todavía humeaba y estaba encharcada de sangre. Los cuerpos inertes de los habitantes de la aldea estaban esparcidos por todos los lados, algunos cruelmente mutilados y desfigurados por completo. No cabía duda de que los orcos eran seres toscos, violentos y nada sutiles, pero habían cumplido su cometido con eficacia.
Freuthon observaba esta imagen con sus ojos amarillos de varelden mientras sonreía siniestramente. Las alimañas del Valle de Rumm se le habían adelantado, y lo único que le importaba en ese momento era que, con este feroz movimiento, no hubieran ahuyentado a su presa, de la que poco sabía.
Salió de Shalimath con algunos de sus mejores varelden, de la hermandad de los Shähaí (Sombras Asesinas en la lengua oscura), hacía ya muchas jornadas, con la orden de encontrar a un muchacho que se hacía acompañar de un huargo blanco y que vivía en esa aldea. Su objetivo era darle caza y matarlo. No parecía complicado, él había tenido que vérselas con auténticos conspiradores elfos oscuros que trataron, en su momento, de usurpar el poder a Mórgathi y Mathrenduil. Nunca se volvió a saber nada de aquellos confabuladores.
Atravesó sin problemas todo el desierto helado de Mezóberran, esquivando los ojos de los bárbaros que, aunque eran aliados, no harían otra cosa más que retrasarlos en su camino. Además, su señor Mathrenduil le había pedido máxima discreción. Con lo que no contaba era con la llegada prematura de los orcos, y Freuthon empezaba a sospechar que aquello no era casual, y que alguien los había dirigido hasta la aldea con toda la intención del mundo. Seguramente, sus aliados del norte también andaban tras las huellas del muchacho. Aunque el elfo oscuro no alcazaba a comprender cómo un simple aldeano era capaz de provocar semejante revuelo. Qué más daba… Solo tenía que matarlo, si los orcos no lo habían hecho ya…
- Señor - era la voz de uno de sus Shähaí, que estaba justo debajo del montículo. - Tenemos a los supervivientes.
- ¿Son muchos? - preguntó Freuthon mientras continuaba mirando al frente.
- Menos de una decena. Los hemos apresado.
Freuthon se dio la vuelta y, con un felino salto, bajó del montículo donde estaba apostado.
- Llévame ante ellos.
No tuvieron que caminar mucho, pues Thondon era una aldea pequeña. Le condujo entre todos los restos que quedaban aún en pie, hasta una especie de calle más ancha que el resto. Freuthon supuso que aquello fue, en su día, la calle principal de Thondon. En una hilera, arrodillados y maniatados, estaban los ocho supervivientes de la matanza orca. Solo había una mujer joven, pero ni un solo niño. Para el varelden, ninguno de los hombres allí presentes se ajustaba al perfil del muchacho que estaban buscando. De todas formas, y tras un largo rato observándolos, Freuthon decidió romper el silencio.
- No sé si el haber sobrevivido a esta masacre es bueno o malo para vosotros - espetó con crueldad mientras se paseaba entre los aterrados prisioneros. Algunos de ellos sollozaban en silencio y temblaban. - Dadas las circunstancias, me atrevería a decir que yo, en vuestro lugar, hubiese preferido ser pasto de los orcos. No os auguro un futuro esperanzador.
Nadie decía nada, simplemente se estremecían de pánico. Ni siquiera se atrevían a mirar al elfo oscuro de fría mirada y voz cruel. Se sabían sentenciados.
- Pero quizá sí podría daros una pequeña oportunidad. Solamente una, no habrá más - continuó Freuthon, con cierto tono persuasivo. - Estoy más que seguro de que, a quien nosotros estamos buscando, no está aquí - hizo una pequeña pausa para arrodillarse ante la chica joven, la única que parecía mantener la integridad por todos. La miró a los ojos y ella hizo lo propio, con cierto aire desafiante. - Si me ayudaseis a encontrar a cierto joven… Un muchacho que ha adoptado como mascota a un lobo blanco. Se hace acompañar de un viejo peregrino y un montaraz.
Hubo silencio. La muchacha seguía mirando a Freuthon desafiante, sin dejar amedrentarse por la presencia del varelden. De pronto, y entre ahogados lamentos, uno de los prisioneros susurró algo.
- Velthen - dijo un hombre de mediana edad, entrado en kilos.
La chica se giró bruscamente, con los ojos muy abiertos y expresión de alarma.
- ¡Cállate, Rúsmal! - le espetó la muchacha. Freuthon reaccionó abofeteándola con el revés de la mano. El golpe fue tan duro, que la chica cayó para atrás. Otro varelden que estaba detrás suya, la levantó tirando de su castaño pelo.
Freuthon se acercó al hombre y se situó a su altura. Lo observó minuciosamente, buscando algún signo que le delatara en caso de que estuviera mintiendo. Pero el pobre infeliz estaba muy asustado como para tratar de engañarlo.
- ¿Qué has dicho? - preguntó el elfo oscuro masticando cada palabra.
- Velthen - balbució el hombre, temblando de pies a cabeza. - El muchacho… al que buscáis se llama… Velthen… Es el hijo del herrero…
¡El hijo del herrero! No había duda, se trataba de él.
- ¡Rúsmal, traidor! - la chica trataba de forcejear en vano, mientras increpaba al hombre gordo. - ¡Nos van a matar igualmente! ¡Cierra esa bocaza!
El tal Rúsmal negaba nerviosamente con la cabeza, estremeciéndose a causa del miedo y de la congoja.
- ¡No, Roswin! - sollozó. - ¡He salvado mi vida por los pelos, he perdido mi negocio y a mi familia! ¡Todo esto ha sido por culpa de Velthen! ¡Nos han arrasado por él!
Freuthon escuchaba con atención la disputa que mantenían el gordo y la joven. Le resultaba irónico que una muchacha tan joven pudiera demostrar más honor y valentía que aquel estúpido hombre. Pero esa cobardía le estaba sirviendo de mucho, pues, como ya Freuthon sabía, muchas veces el terror psicológico era más efectivo que la tortura más atroz. Con un gesto, indicó a dos de sus Shähaí que peinasen la zona, buscando huellas o algún cadáver que pudieran identificar como el llamado Velthen. Luego volvió a dirigirse a Rúsmal.
- ¿El hijo del herrero os ha hecho esto? - preguntó con mala intención el varelden, dibujando una media sonrisa en su rostro grisáceo. - Y aun así, hay quien pretende hacer de él un héroe ocultándonos información.
La chica escupió a los pies de Freuthon, mostrando todo su desdén. El elfo oscuro reaccionó dándole una patada en un costado, tirándola de nuevo al embarrado suelo.
- Me conmueve observar tanta abnegación por uno de los vuestros.
La joven Roswin, a la que volvían a asir del pelo, miraba con odio al varelden. De su boca brotaba un hilillo de sangre, y el hematoma que le había producido el golpe de Freuthon en la cara, comenzaba a aparecer.
- No eres más que una vil comadreja - las palabras de la joven eran como cuchillos envenenados. - Que tu aspecto sea como el de un elfo, no te otorga la grandeza y señorío de esa raza.
Aquel insulto sobrepasaba todo lo razonable. La ira se apoderó de Freuthon, el cual desenvainó una daga que tenía en su cinto y se precipitó hacia la chica, cogiéndole de la cara con fuerza y rabia, y poniéndole la hoja del arma en el cuello.
- Debería arrancarte esa lengua envenenada que tienes, mujer - masculló Freuthon, cuya mirada rezumaba una furia homicida que le costaba controlar. - Y después de torturarte, darte la muerte más lenta y agónica que exista. Quizás así seas feliz y te puedas reunir con tu amigo el herrero en la vida después de la muerte.
- Velthen no está muerto - las palabras del gordo cobarde hicieron que Freuthon se olvidara de la chica durante un momento.
- Repite lo que has dicho - dijo el elfo oscuro.
- Yo… solo puedo decir lo que… algunos han comentado. - farfulló Rúsmal. - Vieron a Velthen… alejarse de la aldea… con sus extraños compañeros… ¡¿Y tú me pides que sea fiel al herrero, Roswin?! ¡Esto ha pasado por su culpa! Por su culpa, ¿me oyes? ¡Y ha huido, el muy cobarde!
Resultaba cómico escuchar a aquel infeliz hablar de cobardía. Justo en ese instante, uno de los Shähaí de Freuthon apareció corriendo entre los escombros humeantes.
- Señor - le dijo a Freuthon, - han encontrado un rastro. Las huellas toman rumbo sureste. Al menos tres personas. Al lado del rastro hemos encontrado otras huellas que pertenecen a un huargo.
Al maestro de los Shähaí se le iluminó el rostro.
- Los tenemos. Preparaos para continuar con la caza.
- Señor, ¿y qué hacemos con los prisioneros?
Freuthon se volvió y les dedicó una última mirada y una siniestra sonrisa.
- Matadlos a todos.
Los Shähaí sacaron sus espadas y, entre los gritos y lamentos de los pobres aldeanos, fueron cortándoles el cuello a todos. Freuthon observó que la única que no imploraba y suplicaba era la joven Roswin, que cerró los ojos y guardó silencio, en un acto de orgullo, antes de que la fría hoja de la espada varelden se deslizara por su cuello y le arrebatara la vida.