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El Señor de Cáladai.

 

 

   - Amables señores - la voz de Maese Tsártak sonó empalagosamente amable, procurando ser lo más convincente que podía. - La idea de intervenir en el conflicto de Onun es un absurdo, una estupidez, si me lo permiten. Debemos velar por nuestras propias fronteras y confiar en la pericia militar del rey Haoyu.

   Desde que comenzó la cumbre que había convocado el Regente y Señor de Cáladai, Átethor hijo de Átekor, los grandes señores del reino no se ponían de acuerdo en ninguno de los puntos a tratar. Uno de ellos era la inminente guerra que Haoyu, el rey del reino vecino de Onun, iba a comenzar contra los bárbaros de las tierras de Mezóberran. Átethor intuyó que la asamblea no sería una balsa de aceite en lo que a opiniones se refería, pero no imaginó que las posturas fueran tan opuestas en muchos casos.

   - Quedarnos de brazos cruzados mientras las hordas norteñas masacran Onun, no es solución ninguna - dijo Lúdebrand, Conde de Daroir. - Además, mi ciudad linda con la frontera de Onun. No mentiré si digo que me inquieta la idea de tener el peligro tan cerca.

   Los ojos azul oscuro del conde se posaron en los de Átethor, buscando un atisbo de comprensión. Una guerra era una guerra, no se podía mirar a otro lado.

   Hacía ya cinco días que el Señor y Regente de Cáladai había hecho llamar a los hombres más poderosos e influyentes del reino, para tratar el enardecedor asunto de las voces de batalla que venían de Onun. Que Haoyu se encaminaba a la Garganta Negra para hacer frente a los borses y arjones era un hecho. Pero no quedaba claro si la amenaza que venía del norte, de las heladas tierras de Mezóberran, eran tan considerables como para intervenir.

    Algunos rumores apuntaban que un gran señor de la guerra había unido a todos lo clanes bajo su bandera, y que lideraba un ejército de proporciones desmesuradas. Otras voces tan solo mencionaban revueltas entre los belicosos bárbaros. No había nada claro, tan solo la intención de combatir de sus vecinos. Por eso convocó ese congreso. Y no faltó ninguno de los invitados. Allí estaban Lúdebrand conde de Daroir, Válrar conde de Athaniel, Maese Hewin el médico y astrónomo, Hemen el Gran Mariscal de los Caballeros de Plata, Imrasel el portaestandarte y escolta del regente, Maese Tsártak que era consejero  y diplomático y por último Sálthar el Albo, uno de los magos más poderosos de la Tierra Antigua. Allí estaban todos, en la sala de reuniones de la ciudadela de Griäl, la capital de Cáladai. Rodeados a ambos lados de blancas columnas redondas de mármol, la sala parecía mucho más grande de lo que era en realidad. Con grandes ventanales de exquisitas vidrieras, y un suelo resplandeciente de baldosas negras y blancas, como el tablero de un gran ajedrez. En el centro se encontraba el trono, en lo alto de un estrado, y a la derecha del mismo, a un nivel mas bajo, la silla del regente donde se sentaba Átethor. Los nobles señores se disponían a ambos lados del trono, en bancos también de mármol.

   - Deberías sentirte seguro, Lúdebrand - intervino de nuevo Tsártak, un individuo flacucho, de piel macilenta, calvo y con una ligera bizquera. - Si los bárbaros logran  traspasar las defensas de Onun, se toparán con la Muralla y serías el primero en recibir la noticia.

   Algunos de los presentes ahogaron risas irónicas ante el comentario del consejero. Átethor no quería que aquella asamblea se tornara en cosa de risa, no iba a consentir burla alguna.

   - Te ruego que midas tus palabras, Maese Tsártak - dijo el regente con gesto sobrio a su consejero. – Los sucesos que estamos discutiendo no son motivo de chanza.

   - Pido disculpas, mi señor, si en algo he ofendido - dijo dócilmente. - Pero quisiera apuntar que, en caso de que Onun cayera, Cáladai estaría protegido por Dür Areth. La Muralla es un escudo inexpugnable para cualquier invasor. Y la Guardia del Huargo Blanco…

   - Inútil palabrería - soltó Lúdebrand, interrumpiendo a Tsártak que le miró con cierto rencor. - Igual que se levantó, la Muralla puede caer. Además, me gustaría dejar constancia de la escasez de efectivos de que dispone la Guardia del Huargo Blanco.

   Lúdebrand era un hombre apuesto, con el oscuro pelo hasta los hombros, barba arreglada y ojos celestes. El Conde de Daroir era un gran guerrero y militar, Átethor sabía que debía prestar atención a sus palabras en ese sentido.

   - Nadie quiere alistarse a la Guardia del Huargo Blanco - apuntó el Mariscal Hemen, cuyo aspecto tenía un porte distinguido, con su recio mostacho y su barbita arreglada. - Hay que sentir poco apego por tu vida personal como para renunciar a ella y marchar a la Muralla. Una vez te conviertes en un Guardián, ya no hay vuelta atrás.

   - En cualquier caso, los valientes que soportan tan pesada y honrosa tarea son lo suficientemente capaces como para resistir cualquier envite enemigo - insistió Tsártak que gesticulaba con las manos. Átethor no se atrevía a pronunciarse.

   - Cáladai siempre ha estado muy protegida - ahora habló Válrar, conde de Athaniel, un individuo de mirada triste pelo largo y ondulado, perilla y de constitución delgada. Su voz siempre inspiraba tranquilidad al regente, siempre serena y suave. - Pero no conviene que subestimemos al destino, y no reforzar las defensas de, al menos, nuestras ciudades es pecar de vanidad.

   - Y alarmar a la población sería pecar de nerviosismo - replicó Maese Hewin, cuya mirada parecía escrutar a cada uno de los presentes, resaltada por un serio y enjuto rostro de nariz aguileña que enmarcaba un lacio y negro cabello. -  No debemos dar muestras de titubeo o la confianza en el gobierno menguará.

   - Cuando tus casas de curación estén llenas de heridos y lisiados de guerra será cuando el pueblo empiece a dudar, Hewin - le espetó Lúdebrand al sanador.

   - ¡Suficiente! - la potente voz de Imrasel se alzó por encima de los murmullos que había ocasionado el comentario del conde de Daroir, y retumbó como si de un trueno se tratase en la sala. El portaestandarte de Átethor era un individuo enorme, entrado en años, con una barba poblada y mirada fiera. Todos le respetaban, como se demostró con el silencio que reinó tras su toque de atención. - Nuestro señor Átethor ha dejado claro que no quiere disputas vanas y absurdos enfrentamientos entre nosotros. Quien no sepa guardar el debido respeto que abandone la asamblea.

   Nadie dijo nada, se limitaron a mirar la imponente figura de Imrasel, que permanecía de pie a la diestra de Átethor. El regente sabía que su escolta personal daría la vida por él si así lo dispusiera el destino. Le seguiría hasta la muerte sin cuestionar sus órdenes. Se sentía orgulloso de tener a su lado una persona como Imrasel.

   En ese momento, Átethor se dio cuenta de que el único que no había opinado era Sálthar, el decano de la Orden  los Tädeiruinen, el mago más sabio que se conocía en la Tierra Antigua. Su pelo y su larga barba blanca parecían de algodón, y su piel era pálida. Unas cejas pobladas y blancas enmarcaban sus ojos rasgados y tristes de pronunciadas ojeras. Su semblante era serio, sobrio, delataba los grandes conocimientos que había acumulado tras muchos largos años de vida. Vestía con una túnica gris pálido adornada con ribetes plateados. Su mirada recorría ceñuda a cada uno de los señores de Cáladai, escrutando sus rostros, estudiando sus gestos. El regente se volvió hacia el mago y se dirigió a él.

   - Aún no te has pronunciado al respecto, mi buen Sálthar, y valoro mucho tu opinión. Siempre me ha sido de gran ayuda escuchar tus sabias palabras.

   Al decir esto, Átethor observó cómo Tsártak miraba con cierto desprecio al mago, que, imperturbable ante ese descaro, se giró para responder a su señor.

   - Mi señor Átethor, creo que en tiempos oscuros y difíciles los simples magos como yo debemos optar por la prudencia y por la mesura en lo que a juicios se refiere. Creo que este tipo de decisiones competen más a los grandes señores que a los sabios y eruditos, menos avezados en cuestiones bélicas y políticas.

   - ¿De modo que te niegas a dar opinión a nuestro señor? - le soltó crispado Tsártak al anciano, que le fulminó con una adusta mirada.

   - Creo que al Señor y Regente de Cáladai le sobran muchas opiniones y le falta más autodeterminación, Maese Tsártak.

   Ante el comentario de Sálthar, se volvieron a escuchar los murmullos de los presentes. Átethor sintió cómo la sangre le subía a la cabeza y le bullía por las venas. El mago había tocado en un punto muy débil y delicado. Los rumores sobre quién gobernaba realmente Cáladai se incrementaban día a día. Muchos opinaban que el regente era una mera marioneta de sus asesores y consejeros, mucho más preocupados en conseguir el beneficio propio que en levantar un reino que, aunque grande y poderoso, comenzaba a mostrar rasgos de debilidad y desmembramiento. Los condes de las ciudades no se ponían de acuerdo entre ellos, los consejeros procuraban ocultar la verdad al regente, e intentaban manipularlo para conseguir ganancias y favores para sí mismos y para cuantos les rodeaban. La política estaba corrompida y Átethor no era capaz de verlo, pues se la ocultaban tras un tupido velo de engaños y vanas palabras de complacencia.

   - ¡No vuelvas a hablar en ese tono de nuestro señor Átethor, conjurador! - bramó Imrasel, que se levantó súbitamente de su asiento con la mano en la empuñadura de su espada.

   - No he de pedir perdón por mis palabras, Imrasel hijo de Bérel - contestó con una voz mucho más atronadora Sálthar. - Las decisiones militares deberían de ser tomadas por los capitanes de los ejércitos, los maestres de caballería y del señor regente. No estudiadas por hombres que nunca han estado en un campo de batalla porque han permanecido demasiado tiempo entre libros y manuscritos.

   - ¡Lo que nos quedaba por oír! - dijo Hewin, dándose por aludido. - Decisiones al margen de los consejeros. Eso se llama tiranía.

   - ¿Tiranía dices? - Lúdebrand parecía sorprendido. - ¿Eres tan arrogante, sanador, como para creerte capaz de tomar decisiones en cuanto a la guerra se refiere?

   - Las decisiones que se tomen deben ser aprobadas por los consejos. Toda decisión que se tome al margen será considerada autoritarista y fuera de las leyes. No somos un gobierno autócrata - insistió Tsártak, que le brillaban los ojos de rabia.

   Átethor se puso las manos en la cabeza. Aquella situación le sobrepasaba. No entendía por qué no podían llegar a un entendimiento. Cada vez era más difícil hacer que consejeros y delegados se entendieran con los señores y condes de las ciudades de Cáladai. Se sentía cansado, obligado a mantener un equilibrio que no era más que una falsa imagen. Su gobierno hacía aguas y él no podía hacer nada.

   Hemen, el Gran Mariscal de los Caballeros de Plata, observó a su señor apesadumbrado, e intervino.

   - Mi señor Átethor. Vuestra opinión sería de gran ayuda para intentar alcanzar un acuerdo que nos satisfaga a todos. ¿Cuál es vuestra opinión?

   Átethor miró al caballero con aire taciturno. Sabía que su opinión podría resultar determinante ante cualquier futura acción. Pero no quería que los consejeros le acusaran de actuar de forma autoritaria y al margen del consejo. Su posición era muy delicada. Tras un momento de silencio, que se le hizo interminable, al fin habló.

   - Creo que tomar una decisión que pueda satisfacer a todos será difícil. Y yo no quiero que mi criterio influya en la decisión definitiva.

   - Sois el regente, mi señor - opinó Válrar sin darse cuenta de que le había cortado el discurso. Imrasel levantó una mano en señal de reprobación y pidiendo silencio y respeto para Átethor.

   - Creo que llegados a este punto - continuó con voz pesarosa, - lo mejor será someter a votación si debemos o no intervenir en el conflicto de Onun.

   Tsártak, al escuchar la decisión del regente, sonrió con aire de triunfo. Lúdebrand, en cambio, sacudió la cabeza en señal de disconformidad. Átethor, al verlo, se dirigió a él.

   - ¿Tienes algo que añadir, conde de Daroir?

   Lúdebrand se levantó de su asiento con toda la dignidad y orgullo que tenía. Recorrió con la mirada a todos y por último se fijó en Átethor, que estaba muy serio.

   - Una votación - dijo el conde. - Creo que no deberíamos perder más tiempo con tanta palabrería. Mientras nosotros estamos aquí discutiendo, Haoyu marcha a la batalla, y se dice que Dúnel de Páravon se reunirá con una comitiva de elfos. Y mientras todos los reinos actúan y toman decisiones, nosotros debemos perder más tiempo y hacer una votación.

   - Cuidado con tus palabras, Lúdebrand - Imrasel señaló con un dedo amenazante al conde. - No olvides a quién te diriges y dónde estás.

   - No lo olvido - respondió sin apartar la vista de Átethor. - Solo espero que nuestro señor tampoco olvide quién es y dónde se encuentra. Tranquilo, Imrasel, no tendrás que echarme de la sala. Me marcho por propia voluntad. Al margen de lo que aquí se decida, yo actuaré como crea que debo hacer y pensando sobre todo en el bien de mi gente.

   Acto seguido, se dirigió a la puerta y salió de la estancia. No se volvió en ningún momento, pese a los gritos de Tsártak y Hewin acusándole de insurrecto y traidor. Tardaron unos momentos en tranquilizar los ánimos de los consejeros, que veían en aquella acción una sublevación y un acto de desafío al gobierno de Átethor.

   - No os dejéis llevar por la indignación, mi señor - volvió a hablar Sálthar que también se levantaba para irse. - El conde de Daroir se preocupa por el bienestar de su ciudad y de cuantos habitan en ella. Es normal que esté nervioso ante una amenaza desconocida. Mucho más teniendo en cuenta la proximidad de Daroir con Onun.

   - Ya hemos hablado de eso antes, mago, por si no habías prestado atención - dijo despectivamente Tsártak. - Dür Areth es la mejor defensa que tiene Cáladai. Nadie ha conseguido atravesar la Muralla.

   - Espero, por nuestro propio bien, que sea como decís - respondió secamente el anciano mago. - Mi señor, con vuestro permiso me retiro, pues tengo asuntos muy urgentes que no puedo demorar. Tomad la decisión que creáis conveniente. Así se verá cumplida.

   El mago también abandonó la sala, pero a diferencia de Lúdebrand nadie dijo nada ni hubo murmullo alguno. Átethor se sentía agobiado al ver que sus apoyos disminuían. ¿Qué clase de regente era él?

   - Mi señor - la voz empalagosa de Tsártak le hizo regresar de sus cavilaciones. - Dispondré todo para la votación. No demoraremos más la asamblea, no os preocupéis.

   En un atisbo de conservar el honor que le quedaba, Átethor se levantó de su asiento y giró la cabeza hacia el trono. Durante siglos, la casa de los regentes había gobernado Cáladai, pero nunca se habían sentido los legítimos herederos del reino. Ahí, sobre su estrado de mármol blanco, permanecía el trono vacío de los grandes reyes del pasado, y desde que cayeron en desgracia así había permanecido. Por siempre. Él era quien gobernaba Cáladai, no podía fallar.

   - Olvida la votación, Maese Tsártak - dijo con firmeza, pero sin poder disimular su abatimiento. - Lo que has sugerido será lo que se haga. Onun no es problema nuestro y nada le debemos. No iniciaremos una guerra que pueda perjudicarnos. Nos mantendremos al margen, pero reforzaremos las defensas de las ciudades y los pasos fronterizos. Esta es mi voluntad y así ha de verse cumplida.

   Dicho lo cual, se dio por terminada la asamblea, dejando muchas dudas en la cabeza del regente, una actitud de triunfalismo por parte de sus consejeros y una mirada de reprobación por parte de Válrar. El balance era desalentador.