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Acechando desde la Atalaya Norte

 

 

   El viento del norte soplaba con fuerza en las cumbres del Ered-Durak. La sensación térmica que experimentó Glósur era de sentir más frío del que quizá hiciese en realidad. Acostumbrado a los amplios salones de las ciudades enanas bajo las montañas, estar en ese punto de la larga cordillera que recorría el centro del Continente Naciente, como si de su espina dorsal se tratara, se sentía un poco desnudo, vulnerable. No le gustaba esa sensación.

   Llevaba más de cinco años sin salir de debajo de la montaña, haciendo de portavoz de su Rey de Clan, Rurin de Górog, llevando la palabra de su señor al Gran Soberano de las Montañas o a los reyes de otros clanes enanos. Había pasado a una discreta posición política, dedicándose a temas más relacionados con la diplomacia que con asuntos bélicos.

   No le importaba. Había destripado a tantos trasgos, que podría dar lecciones a los más jóvenes enanos sobre su anatomía. Era un veterano dentro de las filas de los Barbasblancas, su clan. Su casa, su familia. Se sentía orgulloso de ser un Barbablanca, pues eran de los enanos más respetados tanto por su sabiduría y veteranía como por su destreza en el campo de batalla. Él mismo fue quien dirigió los ejércitos de su Rey de Clan en la pequeña invasión de trasgos que sufrió Górog hacía ya más de medio siglo, y su valor le sirvió para ser el portaestandarte real del Gran Soberano de las Montañas, el Gran Rey Dalin, Señor de Los Tres Reinos y de Todos los Clanes. El gran respeto que infundía entre todos los enanos le valió para que su rey Rurin le otorgara ese puesto de diplomático. Pero las cosas habían cambiado, y allí se encontraba él: en la Atalaya Norte del Ered-Durak, puesto de vigilancia al norte de la cordillera y punto estratégico de observación, pues desde ahí podían controlar a los orcos y ogros del Valle de Rumm. También les servía para vigilar el paso que había entre las Cumbres Infinitas y Ered-Durak, un camino más que secreto que trazaron los antiguos enanos y que comunicaba los territorios al este de las montañas con Cáladai, el mayor reino de los hombres. Ni siquiera los maestros constructores de Cáladai sabían de la existencia de ese paso, y lo demostraron cuando construyeron el Muro Septentrional y Dür Areth, dejando ese paso sin cubrir, como una brecha invisible que amenazaba con abrirse de un momento a otro. Y era más que posible que ese momento estuviera cerca, se dijo Glósur.

   Estaba allí con la única misión de observar. Solo observar y vigilar los movimientos de los orcos y ogros de Rumm. Aquella tarea se la encomendó su señor Rurin, pero le especificó que las órdenes no venían de él, sino del mismísimo Gran Soberano Dalin. Algo barruntaba el viejo rey de todos los enanos para entrometerse en los asuntos de los reyes de clanes y darles órdenes directas. Por eso estaba allí, lejos de su hogar. Un mes hacía ya que partió de Górog y siete lunas desde que llegara a la Atalaya.

   Se quitó los guantes de cuero y se frotó las manos. El viento del norte arreciaba y comenzaba a sentir los dedos entumecidos. Decidió encenderse una pipa de tabaco mientras esperaba a sus visitantes. Dando una larga calada, sus ojos no se apartaban del Valle de Rumm, y de los asentamientos orcos y ogros que, ahora más que nunca, parecían muy cercanos.

   Se mesó la larga y espesa barba blanca y se sentó en una roca que hacía las veces de banco. Notaba el frío como calaba en sus huesos, y se permitió soñar con una buena jarra de cerveza de malta, sentado en un taburete de madera frente a un hogar encendido, y degustando la rica carne asada que tan bien preparaban en la taberna enana La Cabeza del Dragón, cuyo dueño, Gilmu, era gran amigo suyo. Sí, aquello sería infinitamente mejor que estar al raso, en un puesto de vigilancia, azotado por las inclemencias del tiempo y con la horrible visión de aquellas bestias inmundas. Al menos, ellos no podían verlo, se consoló. De no ser así, ya hacía varios días que los ogros habrían devorado su mutilado cadáver. ¿Eran imaginaciones suyas, o realmente cada día había más engendros?

   Estaba en estas cavilaciones, cuando la pequeña trampilla de madera que había en el suelo de roca se abrió. Glósur se dio media vuelta despacio, chupando tranquilamente su pipa y enfundado en su capa de viaje. Por el agujero se asomo la cabeza de otro enano de pelo y barba castaña. Llevaba un yelmo de bronce y plata enana.

   - ¡Que las rocas me engullan si no ha sido un ascenso difícil llegar a esta atalaya! – gruñó el enano al aparecer por el hueco. Tenía una armadura de idénticos materiales que el yelmo puesta, y un gran martillo de guerra en la mano.

   - ¿Con ese traje de hierro esperabas que subir aquí te resultara fácil? – replicó Glósur, mirando de arriba a abajo al recién llegado. Éste se quitó el yelmo y le miró orgulloso.

   - Ni fácil ni difícil. Estoy acostumbrado a mi armadura, es como una segunda piel. Ya deberías saberlo, Glósur.

   - Lo sé. Los Yunqueternos sois todos iguales.

   - Y nos enorgullecemos de ello tanto como tú de tu clan – dejó el yelmo y el martillo encima de la piedra asiento y se acercó al mirador. – Por lo que veo, los rumores son ciertos: Los orcos y ogros se están movilizando.

   - Hablaremos de ello cuando venga el representante de los Rocasangre – apuntó el veterano Barbablanca, retirando la pipa de su boca. – Antes me podrías decir tu nombre, ya que tú conoces el mío.

   El enano de la armadura se dio la vuelta para mirarlo de frente. Tenía unas espesas cejas que le hacían los ojos más pequeños.

   - Una grave impertinencia por mi parte – se disculpó. – Mi nombre es Tóbur de clan de los Yunqueternos, capitán de la guardia del Martillo de Plata del Rey de Clan Soiran. Mi señor me envía desde Éridor para escuchar el parte de tu periodo de vigilancia.

   - En ese caso, Tóbur de los Yunqueternos, esperaremos a estar los tres clanes representados. No me gusta repetir las cosas dos veces y tampoco creo que debamos malgastar así el tiempo, dadas las circunstancias. Toma asiento y fuma si te place.

   Tóbur se sentó cerca de Glósur y encendió su pipa también. Le dio una calada larga y expulsó el humo lentamente, sin apartar la vista de los campamentos orcos y ogros.

   - Parecen muchos desde aquí – dijo volviendo la mirada a Glósur, el cuál tiro los restos de tabaco de su pipa a la roca y los aplastó con el pie.

   - Son muchos. Aumentan día a día – respondió el enano Barbablanca.

   Al momento, la trampilla por la que Tóbur había aparecido volvió a abrirse. Glósur comprobó que el tercer representante de los clanes enanos hacía aparición.

   - Salud, camaradas – saludó con voz enérgica. – Gorin del clan de los Rocasangres, a vuestro servicio.

   - Te saludamos, Gorin de los Rocasangres, y nos alegramos de tu presencia en momentos tan turbulentos como estos. Soy Glósur de los Barbablancas, y mi acompañante es Tóbur de los Yunqueternos.

   - Salud a ti también, camarada – dijo Tóbur, iniciando una torpe reverencia debido a su armadura. El recién llegado se la devolvió cortes.

   Glósur advirtió que Gorin era el arquetipo de enano Rocasangre. Tenía la cabeza afeitada totalmente, lo cual hacía resaltar más la barba si cabía. Una madeja de color anaranjado que adornaba con dos trenzas. Llevaba un chaleco de cuero bastante gastado, con los robustos brazos al aire, y unas ajadas botas de viaje. En ambas sienes de la pelada cabeza tenía tatuada la runa de su clan.

   - Espero que el viaje que has hecho hasta aquí no te haya resultado tan duro como a nuestro camarada de hierro – ironizó Glósur refiriéndose a Tóbur, el cuál gruñó malhumorado.

   - Venir con la armadura puesta... – suspiró Gorin. – Tamaña tontería solo la podía cometer un Yunqueterno.

   - Pensé que íbamos a hablar de por qué nuestros reyes de clan nos han mandado venir aquí, a vigilar a los orcos. No a que mi persona fuera fruto de vuestras chanzas – protestó contrariado Tóbur.

   - Y así es, camarada Yunqueterno – intervino Glósur, sacándose de un bolsillo interior de su capa un pequeño cuaderno de tapas gastadas y oscuras. – Aquí he ido apuntado todo lo que he observado desde que recibí la orden de control del paso de montaña. Mi rey de clan me la transmitió, y a su vez el Gran Rey Dalin se la transmitió a él.

   - Eso habíamos oído en Kazhad-Kadrín – apuntó Gorin, soplándose las manos con energía para hacerlas entrar en calor. – Por eso mi Rey de Clan Bain me mandó venir. También bajo la petición del Gran Rey.

   - Ocurrió lo mismo en Éridor, mi señor Sorian opinaba que los Yunqueternos debíamos escuchar el relato de lo que habías observado en estos días.

   Glósur dejó el cuaderno apoyado encima de la roca asiento y se abrigó con la capa, casi tapándose por completo. Sus ojos de tupidas cejas se posaron el asentamiento de enemigos que estaban en la explanada del Valle de Rumm. Se preguntó un instante si el verdadero peligro eran los orcos. Se volvió a sentar, y sintió cómo los huesos empezaban a quejarse del frío del norte.

   - Todos los detalles están ahí escritos – comenzó a relatar Glósur, - lo podéis leer si os place. De todas formas, os resumiré a grandes rasgos lo que he ido observando en estos días.

   Gorin y Tóbur lo escuchaban atentos, con rostros serios y ceñudos, sin perder detalle de cada palabra.

   - El rumor de que los orcos iniciaban una migración masiva de las faldas de los Montes Vigías hacia el valle – continuó Glósur – no eran habladurías ni sandeces dichas por enanos ebrios en Cabeza de Dragón. Tienen fundamento y la prueba está ahí – señaló hacia el valle, a las manadas de orcos. – Al principio no le di importancia alguna. Una pequeña horda de orcos que salen de sus escondrijos, ¿qué más daba? Pensé que quizá era una tribu a la que habían rechazado otros más fuertes, o que los ogros los habían atacado y éstos comenzaban una retirada.

   - Bien sabido es que los ogros y orcos siempre están de trifulcas por el control del valle – apuntó Gorin. – Eso cuando no están luchando entre ellos.

   - Eso fue lo que más me sorprendió – continuó Glósur, haciendo un gesto con la mano para que guardaran silencio. – Mi asombró fue mayúsculo cuando observé que no solo es que aumentaba la migración día a día, además no entraban en disputas entre ellos. Pero para mayor espanto, comprobé que los ogros se les unían. Los asentamientos son mixtos. Orcos y ogros caminando juntos. No se veía algo así desde tiempos remotos.

   - Mal augurio, sin duda. Muy mal augurio – resopló Tóbur.

   - ¿Has sacado alguna conclusión de estos hechos, Glósur? – preguntó con cautela Gorin.

   - Es difícil sacar conclusiones cuando se trata de estos engendros – se levantó y se dirigió al mirador de la atalaya. – La más razonable sería esperar una invasión por su parte. Que algún caudillo de ambas razas haya tomado las riendas como otras veces ha ocurrido, y que hayan decidido asaltar el Ered-Durak para arrebatarnos nuestros hogares. Los trasgos que habitan en el interior de la montaña han sido vistos de nuevo, y se podría deducir que planean masacrarnos y saquearnos.

   - Si es así no hay nada que temer – rió Gorin. – Esta historia ya se ha escrito en la roca de nuestro pasado varias veces, y siempre salimos victoriosos.

   - Si fuese una invasión lo que planean – argumentó seriamente Glósur, - y yo hubiera llegado a esa conclusión, no habría estado aquí de mitoteó, perdiendo el tiempo y con mis articulaciones entumecidas, camarada Rocasangre. Habría partido de inmediato a dar el parte a mi señor para que se lo comunicara al Rey Dalin. Y ahora mismo estaríamos formando nuestros ejércitos para darles la bienvenida.

   Gorin bajó la mirada, incómodo al ser corregido por el veterano enano Barbablanca.

   - ¿Veis la disposición de sus campamentos? – Glósur volvió a señalar la explanada. – Están divididos en dos. Como si una parte fuera a desplazarse al norte, hacia las malditas tierras de Mezóberran y el resto tomaran otro rumbo distinto. Unos viran rumbo norte mientras que otros enfilan la montaña.

   Glósur estaba en lo cierto. Sus camaradas enanos observaron con asombro cómo la larga fila de orcos y ogros que comenzaba casi en los Montes Vigías, se acababa dividiéndose en dos ramificaciones que apuntaban en direcciones distintas: unos, rumbo  norte, y otros, rumbo oeste.

   - Son muy pocos como para tratar de invadirnos – señaló Gorin.

   - Y si quisieran atacarnos, lo harían todos a una. No se separarían en grupos, no es su forma de proceder – añadió Tóbur.

   - Por eso descarto un ataque directo por su parte – Glósur se sentía cansado, los días pasados en la atalaya comenzaban a hacer mella en él. – Se movilizan al olor de una guerra. Seguirán el rastro que el caos y la desesperación dejarán. La guerra es su elemento y van rumbo a ella.

   Sus dos camaradas se miraron y luego lo miraron a él. Sabía que aquello sería toda una revelación para ellos, pues ninguna noticia de guerra en el exterior había llegado a los salones enanos.

   - ¿Te refieres a las guerras entre los clanes arjones y borses por el control total de la región? – Glósur notó la duda en las palabras de Tóbur.

   - Me refiero a que algo se avecina, camaradas, y debemos prepararnos para ello. Ignoro si los orcos y ogros se mueven por la turbulenta situación de Mezóberran o si su objetivo es mayor. Quizá su ansia por saciar su sed de sangre sea mayor que atacar a los bárbaros. Quizá prefieran seguir la estela que los norteños dejan tras de si.

   - ¿Una invasión a los reinos de los hombres? – preguntó incrédulo Gorin.

   - Quizá – sentenció. – Que un grupo se dirija al norte y los otros no, me hace creer que el objetivo es devastar los pueblos de los hombres. Sumergirse en el desorden que puedan causar los bárbaros y saciar así su apetito de violencia.

   - Partamos pues de inmediato, camaradas – dijo Tóbur, poniéndose en pie trabajosamente. – Informemos a nuestros reyes de clan de la situación para que consulten al Gran Rey. Debemos prepararnos para cuando nos ataquen.

   - ¿Atacarnos? – Glósur se volvió hacia el Yunqueterno, extrañado. – Su intención no es atacarnos. ¿Es que no lo ves? El otro grupo se dirige al paso montaña. Su propósito es llegar a Cáladai.