17
Bajo la sombra del Ered-Durak.

 

 

   El destacamento de enanos que partió de Kárak-Dür con rumbo al paso de montaña del Ered-Durak, marchó como si de un cortejo fúnebre se tratase. Excesivamente callados, sin lanzar vítores ni canciones alabando la grandeza de su pueblo. No, esta vez iban todos en silencio y ceñudos. Daba la impresión que los mandaban a su fin.

   Desde que el Gran Rey Dalin tomó la decisión de guarecer sus ciudades e impedir el avance de los orcos y ogros hacia Cáladai, no había existido un clima de excesivamente positivo. Los enanos estaban empezando a recuperar la gloria de remotos tiempos pasados gracias a las rutas de comercio que habían trazado con los hombres, y parecían levantar cabeza después de decenios en continua decadencia. Un golpe tan duro como una guerra era lo peor que les podía pasar. Pero así era el destino de caprichoso, y no se puede escapar de él.

   En cuanto se hubieron aproximado al paso de montaña, cerca de la atalaya donde Glósur advirtió el movimiento de los engendros del Valle de Rumm, el veterano enano subió al puesto de observación para comprobar cómo era de grave la situación. Y era peor de lo que esperaba: La columna que surgía de las entrañas del valle hasta dividirse en dos, ya solo era una pequeña hilera que se fundía en la encrucijada de caminos, donde algunos marchaban a Mezóberran y otros se preparaban para adentrarse en el Ered-Durak. Todos los efectivos que tenían sus enemigos estaban ya concentrados en un punto. El factor sorpresa de ataque enano, para sorprender en minoría a orcos y ogros, había desaparecido. Solo les quedaba apelar al valor.

   Desalentado, Glósur bajó y les dio la mala noticia a sus camaradas Tóbur y Gorin, los cuales aceptaron con resignación tamaño contratiempo que les ponía las cosas un tanto en contra. Pero no se desanimaron. Tóbur vio una gran oportunidad de demostrar cuán magníficas eran su armadura y sus armas, y Gorin dijo que sería un desafío propio de las raíces de su clan. El veterano Glósur sintió verdadero orgullo de sus camaradas, y realmente de todos los enanos que les seguían, un auténtico ejército que marchaba hacia la boca del lobo.

   El rey Bain de los Rocasangre fue el elegido para llevar a cabo la misión, y fue a él a quien acudió Glósur con las malas nuevas. Al enterarse de que los orcos y ogros estaban agrupados en su campamento y que el asalto al paso de montaña era inminente, Bain no pudo disimular su pesar y su desasosiego. Era una verdadera contrariedad, pero no podían hacer otra cosa que aceptar el destino y tratar de calibrar sus posibilidades.

   Al principio se habló de un ataque desde la montaña, dejando acceder al enemigo al paso de montaña y, una vez allí, emboscarlos. Pero cabía la posibilidad de ser descubiertos y, ante el impresionante número de adversarios que contaban entre sus filas, que aquello se convirtiera en una trampa mortal para los enanos. Y aun así, no se podía garantizar que algunos no llegaran a atravesar el paso. De modo que decidieron enfrentarse a ellos en terreno elevado, pero lo más llano posible. Eligieron la gran explanada que se alzaba en la falda de la montaña y que era el acceso al pasillo que recorría el Ered-Durak hasta Cáladai. Allí desplegarían su ejército, que contaba entre unos mil enanos de los tres clanes, para darles la bienvenida a aquellas bestias inmundas. Como no podía ser de otra forma, eligió a Glósur, Tóbur y Gorin como sus capitanes en las tres formaciones dispuestas, cada una de un clan para aprovechar las ventajas que ofrecían cada uno de ellos y tratar de compensar las carencias del otro. La estrategia estaba diseñada, ahora solo faltaba que funcionase.

   Cuando el contingente enano bajó a la falda de la montaña se sorprendieron a ver el campamento enemigo mucho más cerca de lo que esperaban. Quizá en medio día los orcos y ogros habrían llegado, había que prepararse para lo que se les avecinaba. Fue en ese momento cuando Glósur realmente notó el verdadero clima que se respiraba antes de la batalla. Los enanos, al ver a sus adversarios, no se ocultaron bajo un silencio como habían hecho hasta ahora. Al contrario. Sacaron sus grandes cuernos de guerra, tan grandes como ellos, los apoyaron en el suelo de piedra y los soplaron con todas sus fuerzas. El sonido sordo, hueco y cavernoso que producían se elevó retumbante por encima de los picos del Ered-Durak. Era como si la montaña misma advirtiera a los orcos y ogros que, si osaban pasar por ahí, sería pagando un alto precio. Pero aquello no parecía intimidar a sus enemigos, que, en respuesta, comenzaron a lanzar alaridos y gruñidos amenazadores. Era un pulso de intimidación, nada más. Glósur sabía que lo que vendría después no sería un pulso para ver qué sonido atemorizaba más.

   En cuanto observaron que la columna que se dirigía al paso se movía, el rey Bain dispuso las formaciones para estar preparados ante el inminente ataque. Calculó que dispondrían de un cuarto de día, a juzgar por la velocidad a la que se movía el enemigo. Aquel factor jugaba a favor suyo. Después de una dura marcha para acceder a lo que sería en campo de batalla, sus oponentes llegarían cansados. Aún en inferioridad numérica, podrían tener muchas opciones de alzarse victoriosos.

   A Glósur la espera se le hizo eterna. Sujetaba el estandarte real subido en una roca que le proporcionaba una gran visión del terreno. Se le hacía insufrible el tener que aguardar la batalla. Quería acabar cuanto antes. De un modo u otro, pero terminar con esa angustia. Mientras trataba de distraerse con sus pensamientos, el rey de los Rocasangre se le acercó con aire solemne.

   - El ataque es inminente, Glósur - dijo Bain, cuyo aspecto era mucho más fiero con su impresionante hacha de combate. Un arma magnífica, grabada con runas y engalanada con motivos de oro y piedras preciosas de colores verdes y turquesas. La hoja era de míthril, pero estaba trabajada de tal forma que tenía un reflejo rojizo característico y que le había servido para ser conocida como Mithríbuld, o en el idioma común Sangre de Míthril.

   - Lo es - respondió Glósur que no apartaba la vista del enemigo. - En cuanto el sol alcance su cenit estarán encima de nosotros.

   - No va a ser tarea fácil salir victorioso de ésta… - Bain parecía triste, pese a que sonreía de una forma un tanto inquietante.

   - Nos toca apelar a la heroica, mi señor - Glósur levantó el mentón, oculto entre su barba blanca, con dignidad. - Orgullo, valor y honor.

   - Orgullo, valor y honor… - se repitió para sí Bain, apoyando con firmeza su mano en el hombro del veterano portaestandarte. Acto seguido, bajó de la roca y se aproximó a sus huestes, dispuesto a arengarlos.

   - ¡Camaradas! - comenzó con contundencia el imponente Bain. - Oscuros tiempos nos han tocado vivir. Sé que muchos de vosotros estáis aquí en contra de vuestras propias convicciones. Que desearíais estar bajo esta montaña que es nuestro hogar, defendiendo nuestros hogares. Yo mismo quisiera darme la vuelta y marchar a Kazhad-Kadrín para proteger a mi pueblo. Pero lo que hoy hacemos aquí no es menos importante. Hoy luchamos por todos nuestros pueblos a la vez, por proteger a nuestros clanes, unidos. Pero no solo por ellos. También luchamos por los demás reinos libres. Por los pueblos del oeste y sus habitantes. Hoy luchamos por la propia Tierra Antigua. Nuestros nombres serán recordados y gravados en piedra, para que un día todo el mundo sepa que hoy nosotros plantamos cara al caos y a la barbarie que siembran este tipo de engendros. ¡Y no os engañaré! No será fácil y habremos de llorar amargamente este día en los gloriosos tiempos venideros. ¡Por la gloria de nuestro pueblo y por la del Gran Rey Dalin!

   La respuesta no se hizo esperar, y como si de una sola voz se tratase, los vítores de los enanos hicieron temblar hasta los cimientos de la mismísima montaña. A lo que se escuchó una respuesta por el lado rival, un sonido gutural y disonante. Pero los valientes y orgullosos enanos no se amedrentaron y comenzaron a elevar más sus voces. Y más, y más…

   Glósur clavó el estandarte en la roca y descendió junto con sus camaradas, tomando el mando de la columna que pertenecía a su clan. Giró la cabeza a ambos lados y observó a Gorin con la mirada clavada al frente, expectante y preparado para el combate. A la izquierda estaba Tóbur, que se volvió para mirarle y le dedicó una sonrisa de satisfacción.

   - Sé que mi armadura no es de tu entera devoción, camarada - bromeó el Yunqueterno, - pero salpicada de sangre de orco quizá te guste más.

   Aquel espíritu era lo que les hacía falta. Al fin Glósur pudo sentir una gota de humor en su ser después de varios días decaído. Si había que morir sería matando, por supuesto. Honor, orgullo y valor.

   Cuando los ecos de las voces enanas se hubieron esfumado, se escuchó un sonido retumbante, acompasado. Cada vez se acercaba más. Eran las pisadas del ejército orco y ogro. Estaban ya muy cerca.

   - Están aquí - farfulló Gorin, que tenía un brillo demencial en la mirada. A Glósur no le sorprendió, pues era bien sabido que los Rocasangre eran grandes guerreros que disfrutaban del combate y que veían en las condiciones adversas, desafíos de superación. Para ellos morir en combate era un privilegio.

   - Espero que lleves la cuenta de las cabezas que cercenes, Rocasangre - le dijo irónicamente Tóbur a Gorin, - porque las voy a superar y con creces.

   El sonido de los pasos desapareció, pero en cambio las primeras filas de orcos se podían ver con claridad, hasta se olía el desagradable hedor que desprendían. Pero, ¿dónde estaban los ogros? Glósur se inquietó cuando esa pregunta le asaltó por sorpresa. Tan solo les separaban unos doscientos metros y allí no parecía haber rastro de ogro alguno. Aquello olía mal, y no eran los orcos precisamente…

   Durante unos momentos, que parecieron siglos, ambos contingentes se quedaron quietos y en silencio, tanteándose, esperando un movimiento en falso que desnudara algún punto débil. Solo se podían intuir las agitadas respiraciones orcas y algún leve sonido de las cotas de malla. Pero la quietud acabó pronto.

   Con un estallido de gruñidos y alaridos, las primeras líneas de orcos avanzaron a todo correr contra los enanos que estaban delante del paso de montaña. Era una marabunta sin orden ni concierto que solo buscaba atacar sin estrategia alguna. Al menos, eso daba la impresión. Los primeros en reaccionar fueron el grupo de los Yunqueternos, que tomaron las primeras filas, creando con sus armaduras un muro de metal compacto y sólido, con sus martillos de guerra prestos para el primer ataque. Glósur ordenó a los enanos de su clan situarse detrás de las filas que capitaneaba Tóbur, y una vez tomaron posiciones les mandó aguardar unos instantes. Cuando los orcos estaban a una distancia prudente, alzó el brazo y lo bajó con rapidez. A su señal, los Barbasblancas lanzaron sus hachas arrojadizas, y una lluvia de cuchillas fue a impactar contra sus enemigos. Muchos cayeron bajo el filo de los proyectiles enanos, pero a los que no habían alcanzado continuaban su carga sin vacilar ni un segundo.

   Una segunda oleada de hachas fue lanzada por encima de los Yunqueternos, que permanecían en su posición aguardando el inminente choque con los orcos. Derribaron a otros tantos, pero eso no evitó que, los que permanecían en pie, chocaran con la primera línea de Yunqueternos. El impacto fue brutal, creando un ruido seco y sordo que retumbó en las paredes del Ered-Durak. Los valientes enanos no cedieron ni un solo milímetro, y a la orden de Tóbur comenzaron a golpear las cabezas de sus adversarios con los martillos de guerra. Las víctimas se desplomaban inertes con sus testas aplastadas o abiertas en el mejor de los casos, mientras los enanos contratacaban sin piedad, descargando certeros y duros golpes contra los orcos. Pero éstos tampoco daban señal alguna de miedo o respeto por los enanos. Algunos consiguieron romper las defensas de los Yunqueternos y segar la vida de algún valiente, pero rápidamente ocupaba otro camarada el puesto con renovada energía. Detrás de ellos, los Barbasblancas de Glósur seguían lanzando hachas contra los que se aproximaban.

   - ¡Se podría decir que es diversión fácil, camarada! - le gritó mientras reía Tóbur a Glósur. El capitán de los Yunqueternos tenía yaciendo a sus pies un gran número de orcos.

   La situación no cambiaba. Los orcos se chocaban contra las defensas enanas y, aunque conseguían abatir alguno, sus bajas eran muy superiores a las de los orgullosos súbditos del Gran Rey Dalin. Era hora de dar otro paso más. Glósur indicó a sus guerreros que debían rodear la defensa creada por sus camaradas. A su señal, los enanos corrieron por el flanco derecho, saliendo como de la nada y sorprendiendo a los orcos que avanzaban hasta la línea de los Yunqueternos. El factor sorpresa estaba sirviendo de algo, pensó Glósur mientras volvían al ataque, esta vez cuerpo a cuerpo.

   Los orcos que se percataron de la encerrona, se dispusieron a marchar por el flanco izquierdo de los enanos y tratar de evitar la acometida de los Barbasblancas, pero cuando Glósur se percató sacó un cuerno pequeño de guerra y lo sopló con todas sus fuerzas. Ese era el momento que Gorin y los Rocasangre estaban esperando para actuar. Con una furia casi demencial, el clan enano demostró el porqué de su nombre. Salieron al encuentro de los orcos que huían de Glósur y los suyos, y no mostraron piedad alguna. Con sus gritos de guerra roncos y rotos comenzaron el ataque que tanto esperaban. Gorin estaba disfrutando de lo lindo. Esa masacre orca no tenía precio.

   - ¡Orgullo! - gritaba con fuerza el rey Bain, orgulloso de todo el contingente enano, pero emocionado al ver entrar en acción a los de su clan. - ¡Honor!

   Los enemigos parecían ahora vacilar. Ya no se lanzaban en acometida y daba la impresión de que se lo pensaban dos veces antes de acercarse a los bravos enanos. Un cuerno orco sonó en la retaguardia enemiga. Era la señal de reagrupamiento, por lo que Glósur pudo intuir, pues los que quedaban en pie se dieron la vuelta y comenzaron a volver sobre sus pasos, para regresar con el resto de la tropa orca. ¿Era su impresión o, pese a haber caído muchos enemigos, el número entre sus filas no había disminuido? Glósur se sintió desconcertado. Era desmoralizador ver que sus efectivos no parecían menguar, pero así mismo era alentador que se replegaran. Esto mismo fue lo que debió pensar el rey Bain, que ya combatía entre las primeras líneas de su clan.

   - ¡Se baten en retirada! - bramó el orgulloso rey. - ¡Ahora es nuestro turno! ¡Cargad!

   A la orden de Bain, los tres clanes iniciaron una carga brutal sobre los orcos, que permanecían quietos en su posición de defensa, como abrumados ante lo que se les venía encima. A los enemigos que daban alcance antes de poder llegar a su retaguardia se les liquidaba de forma rápida y contundente, cortando cabezas, aplastando torsos, desmembrando cuerpos… Aquellas bestias volverían al abismo de donde procedían. Pero Glósur no lo veía claro del todo mientras corría con el resto para alcanzar las primeras filas orcas. ¿Dónde estaban los ogros? El combate les había dado un giro y no se dignaban a prestar ayuda a los orcos. Bien sabido era la enemistad entre esas razas, pero aquella cobarde traición… No era propia de bestias ávidas de sangre como eran aquellas moles del Valle de Rumm.

   - ¡Valor! - gritó Gorin justo en el instante en que alcanzaron las filas enemigas.

   A diferencia de los enanos, los orcos sí parecían ir cediendo terreno, sobre todo por su zona central. Parecía que tenían más preocupación en cubrir los flancos que de soportar la embestida enana. Era como untar mantequilla derretida en pan caliente. A Glósur, que aquello fuera tan fácil, le dio mala espina.

   - ¡Victoria! - rugía Tóbur mientras su martillo aplastaba los cráneos de sus enemigos, con la armadura salpicada de sangre, como él había predicho. - ¡Nuestra es la victoria!

   Pero algo empezó a ir mal. Sin darse cuenta, les estaban acorralando por ambos flancos. ¡Por eso les estaban dejando penetrar en sus defensas! Las sospechas de Glósur se confirmaban. Habían empleado el desgaste para tender una trampa a los enanos, que se confiaran de sus posibilidades. Y habían mordido el anzuelo.

   - ¡Mi señor Bain! -gritó alarmado Glósur intentado advertir al rey de los Rocasangre. - ¡Es una trampa! ¡Nos han tendido una trampa!

   Pero ya era muy tarde. Como si de una cortina se tratase, los orcos que soportaban la acometida de los enanos comenzaron a replegarse por ambos lados, y del centro mismo de la batalla surgieron las amenazadoras formas de los ogros, aquellas moles de casi tres metros de altura, músculo y grasa que comenzaron el contrataque. Tras ellos también les seguían los orcos brunos, de piel mucho más oscura que los orcos comunes, más altos y mucho más fuertes.

   - ¡Por las barbas de mis ancestros! - se escuchó la voz de Tóbur, impresionado por el número y la estrategia enemiga.

   - ¡Retirada! - ordenó el rey Bain. - ¡Replegaos hacia el paso de montaña!

   Pero ya era muy tarde. Los orcos de los flancos los habían rodeado. Aquello era el fin.

   Los valientes guerreros enanos se quedaron petrificados, incapaces de reaccionar ante lo que se les venía encima. Habían metido la cabeza dentro de la ratonera. Las primeras filas compuestas por los Rocasangre fueron los desdichados de tener el dudoso honor de sentir cuán implacable era la furia de los ogros, que con paso lento los alcanzaron, aplastándolos como si fueran insectos con sus mazas, sus grandes sables oxidados y sus cachiporras. Era una sangría. Cuando intentaban huir por los flancos, los orcos los acosaban con flechas o con sus lanzas.

   Los orcos brunos, despiadados engendros, también sabían hacer su trabajo con precisión milimétrica. Acababan con la vida de los enanos que conseguían alejarse de los ogros, aprovechando su velocidad. Glósur no daba crédito. Era como si aquellas aberraciones de la naturaleza estuvieran dirigidas por una mente privilegiada para la guerra. O quizá ellos habían pecado de orgullosos subestimando a sus adversarios.

   Tóbur y Gorin combatían sin vacilar, sin mostrar signos de temor. Pero no era suficiente, y Glósur pudo comprobar cómo desaparecían entre la masa compacta e impenetrable que formaban los cuerpos enormes de los ogros. Su consuelo fue que, al menos, nos los vio entre los cadáveres que se repartían en el campo de batalla.

   - ¡Por la Gloria de Nuestro Pueblo! - gritó el rey Bain, el cual ya tenía casi encima a los orcos brunos, que se abrían paso entre los Rocasangre que se replegaban en torno a su señor. - ¡Moriremos con honor!

   Al escuchar la voz del rey de clan, y como si de una última exhalación de un lamento se tratase, los enanos próximos Bain se lanzaron en una carga suicida contra los brunos y los ogros. Y cayeron muchos enemigos, sin duda… Pero las bajas fueron mayores. Iban a morir todos, no había honor en aquello.

   Glósur reaccionó rápidamente cuando un ogro casi le alcanza con su maza. Logró escabullirse entre las piernas del repugnante ser como pudo, rodando por el suelo, manchándose con la tierra húmeda de sangre enana derramada inútilmente. Y ahí se quedó, tirado entre muertos, algunos vilmente mutilados. No se atrevía ni a respirar, ni a moverse, solo quería que aquella cruel pesadilla se disipara con la mayor velocidad. ¿Y qué había de su honor? Seguramente había muerto, como el resto de sus camaradas. Ahora tocaba sobrevivir.

   La lucha duró poco. Una vez rotas las líneas enanas, los enemigos no mostraron más interés en continuar la masacre y continuaron su avance hacia lo que era su objetivo real: el paso de montaña. Y poco a poco se fueron adentrando en él, sin prestar atención a los pocos enanos que conseguían huir de la sangría. Era un día para llorar amargamente y olvidar. Habían fracasado.

   Cuando Glósur se hubo cerciorado de que ya no había enemigo alguno, se levantó como pudo del suelo, apartando los cuerpos y restos de sus camaradas, y miró a su alrededor. No había palabras para describir el horrendo paisaje que tenía delante. Muertos por doquier. Pese a ser un veterano guerrero con muchas batallas a su espalda, Glósur no pudo evitar sentirse sobrecogido. Era dantesco. Poco a poco comenzó a tomar conciencia de la realidad, y escuchó los lamentos de los heridos, la agonía de los moribundos. Los que habían logrado sobrevivir, aunque maltrechos, empezaban a buscar a los heridos, a los que podían salvar la vida. ¡Qué atroz había resultado esta vez el destino!

   Después de un largo rato buscando supervivientes, Glósur se percató de que Gorin y Tóbur habían desaparecido. Quizá solo quedaran sus restos, pero no se podrían identificar, pues algunos cuerpos estaban realmente destrozados. Continuó con aquella penosa tarea y dio con algo que le entristeció aún más: entre una pila de Rocasangres muertos, se encontraba el rey Bain, con múltiples heridas y magulladuras. Los guerreros de su clan habían intentado protegerlo con sus propias vidas, pero no había sido suficiente. Se arrodilló para comprobar que realmente había muerto. En el rostro del rey de clan había un gesto de sufrimiento, quizá por la masacre más que por el dolor de sus lesiones. Pero… no había muerto… ¡Respiraba! Glósur desenterró a Bain de los cuerpos que le cubrían con cierto nerviosismo. Realmente el rey de los Rocasangre estaba hecho de roca viva.

   - ¡A mí! - dijo a voz en grito, con el poco aliento que le quedaba. - ¡El rey Bain está vivo! ¡A mí!