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La hermandad de la Luna Escarlata.
La ciudad de Theadurion tan solo era una sombra de lo que antaño fue. Hubo una época en el que La Ciudad Roja de Cáladai, como se la conocía, fue un paraje de música, color y belleza, donde las empedradas calles anchas estaban decoradas con delicadas flores cuyos aromas impregnaban las plazas como el rocío a la hierba en una mañana primaveral. Los edificios eran altos, con esbeltas torres coronadas con pendones que se mecían al viento, como jirones de nubes encarnadas. El bullicio y la algarabía eran característicos en su mercado, y casi todos los días había pasacalles donde los bardos, los Cuentacuentos, malabaristas y cómicos hacían las delicias de todos los habitantes de la ciudad. Era una población próspera de la que su conde, Ilébrom hijo de Lébrom, se sentía especialmente orgulloso.
Pero un día todo eso cambió, y la ciudad se sumió en la incertidumbre y en las dudas. Algo le sucedió al conde Ilébrom, que pasaba largos días con sus noches encerrado en la torre de astronomía del Castillo Carmesí, donde residía. Nadie sabía a ciencia exacta qué hacía allí el conde, pero muchos aseguraban que estudiaba un artefacto que habían encontrado en una excavación que habían hecho, construyendo un acueducto. Al poco, se declaró en rebeldía ante el Consejo de Griäl, asegurando que el fin de los días estaba cerca, que la Cámara de Consejeros del regente estaba corrompida por codicia y el deseo de poder absoluto, y que llegaría un Elegido que sanearía las cortes de Cáladai. Los guardias de Griäl no tardaron en apresarlo por rebeldía y sedición, declarándole poco después mentalmente incompetente, o lo que era lo mismo… totalmente loco.
Desde que se llevaron apresado al conde, Theadurion había caído en desgracia. El gobierno de la ciudad pasó a manos directamente de maese Tsártak y su séquito de aduladores, dejando la ciudad prácticamente abandonada a su suerte, sin ningún orden ni concierto. Era como si el consejero personal del regente Átethor quisiera llevar la situación al límite, haciendo de Theadurion un paraíso para los delincuentes, rateros, ladrones y demás escoria. Y si a ello sumamos las diversas incursiones de trasgos montados en huargos y orcos, no era de extrañar que la ciudad estuviera prácticamente en ruinas. Afortunadamente, la Hermandad de la Luna Escarlata había conseguido mantener cierto orden, declarando la ley marcial en toda la ciudad.
Estos Hermanos de la Luna Escarlata eran la élite de la guardia a Theadurion. Unos formidables guerreros de armaduras color plata, cimeras de color blanco en los yelmos y hermosas capas carmesíes que les dotaban de un aspecto solemne y digno. Se disputaban con los Caballeros de Plata de Hemen el Bravo el privilegio de ser los mejores soldados de todo Cáladai. Aunque las historias que circulaban sobre la Hermandad de la Luna Escarlata jugaban en su contra. Se hablaba de ritos de iniciación y fidelidad a la Hermandad, tales como grabar a los neófitos tatuajes, juramentos de sangre y cosas así. Lo cierto era que La Hermandad la formaban formidables guerreros, disciplinados, silenciosos y con cierto toque de misterio que los convertía más en un grupo de culto que en una élite militar.
En aquella noche estrellada, todo parecía tranquilo. No se escuchaba nada, ni siquiera el susurro del hálito nocturno. Ni un solo movimiento. Apostados entre las ruinas, el capitán Márdinel y sus montaraces de Lagoscuro aguardaban expectantes que algo rompiera aquella aparente tranquilad.
Si los rumores eran ciertos, una partida de orcos y ogros estaban de camino. Cuando llegaron a sus oídos aquella noticia, el grupo de enemigos ya había atravesado el paso de montaña del Ered-Durak, pero se habían demorado asolando la pequeña aldea de Thondon, de la que tanto había escuchado hablar. Este desgraciado suceso es lo que les sirvió para tomarles la delantera y llegar a Theadurion antes que ellos. Aunque ahora dudaba de que no hubieran tomado otra ruta alternativa. Pero… no… Tenían que pasar por ahí. Es posible que Sártaron supiera lo que la ciudad guardaba en sus entrañas. Quizá enviase a los orcos en busca de ello.
Debajo de él, escuchó un pequeño ruido metálico. Perfecto. Los Hermanos de la Luna Escarlata estaban también preparados. Solo quedaba esperar y tener fe en que no fueran muy numerosos o, de lo contrario, no vivirían para contarlo.
- Creo que es la primera vez que veo marchar a los orcos junto con los ogros - dijo uno de los montaraces, a espaldas de Márdinel.
- No es común, en absoluto - dijo el joven capitán. - Nada de lo que sucede es normal.
Márdinel era un joven montaraz que, pese a sus escasos veintiocho años, demostraba una gran destreza con la espada y con el arco, además de ser un consumado explorador y rastreador. Sus ojos eran de un color gris oscuro y su pelo era oscuro y liso. Sus rasgos era finos, señoriales, memoria de la nobleza de su raza: los Onai. Sus vestimentas eran oscuras, gastadas por el uso. El aspecto de todo un auténtico montaraz.
De pronto, algo captó la atención de los centinelas. Se escuchó un ruido de pasos, bastante numerosos, por el retumbar de las piedras. El sonido parecía que se acercaba cada vez más. Una marcha, sonaba como una marcha apresurada. Pronto estarían cerca. Los ojos de Márdinel brillaron en la oscuridad.
- Ya están aquí - le dijo a su compañero, volviendo el rostro para mirarlo. El montaraz que le acompañaba asintió seriamente.
El joven capitán aguzó la vista, tratando de ver más allá de la propia oscuridad de la noche. Afortunadamente, el cielo estaba despejado y la luna y las estrellas brillaban con la intensidad de faroles. Eso les daba ventaja.
No tardaron en ver a un nutrido grupo de orcos que se aproximaban con paso rápido. Se les veía ansioso, mirando de un lado a otro, como si esperaran ser víctimas de una emboscada. O tal vez estuvieran buscando algo…
Márdinel se asomó con cuidado por la cornisa del ruinoso edificio donde estaba apostado. Los tenía justo debajo de sus pies, a unos escasos tres metros. Volvió a mirar al frente. Los ogros aparecían ahora, con su paso más lento y pesado, como correspondía a aquellas moles de músculo y grasa. Tan solo eran cinco, pero eran los suficientes como para causar un gran daño entre las filas de los defensores de Theadurion. Alrededor, sus hombres estaban preparados, con los arcos prestos para ser disparados, esperando tan solo una señal suya. En cambio, no consiguió distinguir donde estaban los Hermanos de la Luna Escarlata, y era extraño no ver un reflejo de sus pulcras armaduras. Tampoco le importaba mucho, eran soldados hábiles y su pericia en combate estaba fuera de dudas.
Levantó una mano enguantada, cerciorándose de que sus hombres le vieran, pero sin exponerse a los ojos de los orcos. Sutilmente, observó cómo iban asomándose los montaraces de sus escondrijos, sigilosos como las sombras en la noche, asegurando su mejor ángulo de tiro. Márdinel tomó aliento, inspirando profundamente. A continuación, bajó de golpe su brazo, dejando escapar todo el aire que retenía de igual forma. Una lluvia de flechas, provenientes de muchos rincones, cayó sobre los enemigos sin piedad alguna. Se escucharon los aullidos de dolor de los orcos, que se agitaron nerviosos mientras lanzaban rugidos y alaridos amenazantes. Unos cuantos cayeron muertos, otros se retorcían gravemente heridos, y los que habían conseguido evitar la muerte, ya estaban preparados para la lucha. Márdinel sonrió, habían caído en su trampa.
Los ogros rezagados, al ver que el grupo estaba en serio peligro, bramaron con furia atronadora, haciendo que las paredes de la maltrecha ciudad retumbaran con violencia. Apretaron el paso, dispuestos a socorrer a sus compañeros, con aquellas espadas oxidadas y enormes en sus inmensas manos. Pero no pudieron avanzar mucho. Como si de un torrente de agua roja se tratase, las capas carmesíes de los Hermanos de la Luna Escarlata se agitaron en la oscuridad, cortándolos el paso, picas al frente. Los bravos guerreros se lanzaron contra los sorprendidos ogros, clavándoles las lanzas y alabardas un poco más abajo del poderoso pecho que lucían esos engendros, buscando el corazón. Dos de los ogros cayeron muertos, los otros tres tan solo fueron heridos y se recobraron para entrar en combate.
Mientras, una segunda oleada de flechas cayó sobre los orcos, que ya trataban de trepar a los lugares donde los montaraces estaban situados. Algunos de ellos habían conseguido preparar sus rudimentarios arcos, y también disparaban a los objetivos casi invisibles que eran los hombres de Lagoscuro.
Márdinel desenfundó su espada e hizo una señal más a sus hombres. Con una rapidez pasmosa, un grupo de montaraces, escondidos cerca de los orcos, les salió al paso, empuñando los aceros. Los habían rodeado, no iban a salir de allí con vida. Mientras otros centinelas continuaban lanzando flechas, en menor número, ya que algunos de sus compañeros luchaban cuerpo a cuerpo contra los orcos, Márdinel y el grupo que le seguía se precipitaron por unas escaleras y se unieron a aquellos que estaban masacrando a los orcos. Su sangre negra formaba charcos en la empedrada calle, y sus cadáveres comenzaban a apilarse.
Los ogros tampoco lo estaban pasando nada bien. No conseguían avanzar, hostigados por los soldados de la Hermandad, que continuaban lanzando estocadas con sus picas, moviéndose deprisa, haciendo imposible que los ogros consiguieran asestarles golpe alguno. Uno de los soldados se quedó un poco más atrás, tirando su lanza al suelo. Se quitó el yelmo, dejando que su castaña melena ondeara al viento. Tenía los ojos oscuros, con un toque de severidad en ellos. Desenvainó una gran espada de reflejos rojizos y se fue rodeando sigilosamente a sus compañeros, hasta situarse a espaldas de los ogros. Parecía tantear la situación, mientras que sus compañeros evitaban que los enormes engendros hicieran el menor movimiento agresivo o violento. Una sacudida del brazo de un ogro bastaba para tumbar a cinco hombres fornidos. De pronto, el soldado debió ver un punto débil, pues se acercó aún más a los ogros, que se debatían tratando de librarse de las punzadas de sus rápidos oponentes. El Hermano de la Luna Escarlata aferró la espada con ambas manos y lanzó un sendo tajo justo en la parte trasera de los pies de uno de los ogros. El monstruo lanzó un horrendo alarido de dolor, cayendo sobre la rodilla del pie herido. Ahora, y con minuciosidad, el bravo soldado clavó su espada en la cerviz del enemigo, descabellándolo. La mole se desplomó como una gran roca sobre el suelo. Los otros dos ogros se volvieron desconcertados, dejando descuidadas sus defensas, y ahí aprovecharon los soldados para clavarles las picas en el corazón, haciendo que éstos se retorcieran de dolor y se desplomaran inertes. Lo habían conseguido. Habían acabado con la avanzadilla del Valle de Rumm.
Márdinel suspiró aliviado. No había resultado tan difícil como él pensaba y, además, no habían sufrido bajas. Limpió la hoja de su espada con las ajadas y sucias ropas de uno de los orcos muertos y la envainó, acercándose hacia los Hermanos de la Luna Escarlata.
- No creía que os resultara tan fácil abatir a cinco ogros. Estoy impresionado - dijo, dirigiéndose al soldado que había matado al ogro con su espada.
- Estudiamos la anatomía de cada enemigo posible, sus puntos débiles - su voz sonaba serena, pese a haber acabado con un enemigo tan poderoso de tan solo dos certeros golpes. - Aun así, nunca resulta fácil segarles la vida a estos seres.
Márdinel se quedó mirando los cuerpos sin vida de los cinco ogros y en pie, frente a ellos, las destellantes figuras de los soldados de Theadurion. La Hermandad de la Luna Escarlata se merecía la fama que le precedía.
- No esperaba encontrarme con un grupo tan escaso - observó el joven capitán. - Supuse que mandarían una avanzadilla más numerosa, para desgastar más las defensas de Cáladai.
- Su paso por Thondon quizá les haya costado alguna vida.
- No bromees, Áverend - el montaraz hizo una mueca burlona. - La aldea de Thondon fue arrasada por completo, todos sus habitantes están muertos. Para los orcos sería tan fácil como arrugar un viejo pergamino.
Áverend, el capitán de la Hermandad, entornó sus oscuros ojos, mostrando un total desacuerdo con Márdinel.
- No subestimes al ratón una vez se ve acorralado - sentenció.
Caminaron juntos por las ruinas de la ciudad, envueltos en el oscuro manto que concedía la noche. Ahora, unas nubes, semejantes a jirones grises de algodón, surcaban el cielo pausada pero inexorablemente. Márdinel se alegró de que el cielo les ofreciera la tregua de la claridad hasta ese momento.
- Mi ciudad se desmorona - la voz melancólica de Áverend le sorprendió. - Tan solo es un burdo recuerdo de la joya que antaño fue. Y cada vez irá a peor.
- Todo Cáladai va a peor - apuntó el montaraz. - Mientras Átethor continúe atesorando el poder, nada irá a mejor.
- El regente Átethor no es mal dirigente. Es justo y honrado. Pero el Consejo está corrompido, encabezado por el infame maese Tsártak, que ha sido el que ha llevado esta ciudad a la ruina. Desde que apresaron a nuestro señor Ilébrom hemos comenzado una caída que difícilmente se puede frenar.
- Debemos mantener la esperanza - Márdinel apoyó su mano en la hombrera de Áverend. - Soplan vientos de cambio.
- Eso mismo decía nuestro señor. Pero también predijo que esto sucedería. A veces pienso que si ese instrumento nuca hubiera llegado a sus manos, todo sería distinto.
- Y lo sería, desde luego. Viviríais en una mentira, como hasta ahora. La prosperidad de Theadurion se cobraría la realidad. Piensa que al menos ahora sois libres.
Áverend esbozó una gélida sonrisa.
- Hoy somos libres - dijo parándose frente a una pared con un agujero del tamaño de una cabeza. - Mañana estaremos todos muertos.
El soldado introdujo la mano en el agujero, más o menos hasta el antebrazo, y extrajo del mismo un paquete de tela, que envolvía un objeto esférico.
- Desde que llegó aquí, solo nos ha traído desgracia - musitó Áverend, mirando con recelo el bulto. - Además, aquí no está seguro. Llévatelo a Lagoscuro.
Márdinel cogió el paquete que el Hermano de la Luna Escarlata le tendía, con ambas manos. Desenrolló un poco las telas y observó, maravillado, la pulcra piedra negra que resplandecía como el oscuro mar en una fría noche de invierno. Su perfecta forma esferoidal, la belleza que emanaba esa sencillez.
- Una de las Cinco Piedras de Ilethriel - la voz del montaraz sonaba maravillada. - El conde Ilébrom consiguió una de las Cinco Piedras…
- Y ya nadie duda de que la consultó, y que vio cómo algo ignominioso se engendraba en la Tierra Antigua.
Márdinel cubrió de nuevo la Piedra con el paño, tratando de olvidar lo fascinante que resultaba. Si Ilébrom recurrió a las visiones de la negra esfera, no se le podía culpar por ello. Era muy tentador.
- Nos llevaremos la Piedra a nuestra ciudad - sentenció el joven capitán, guardando el bulto en un zurrón que se colgó del hombro. - La ocultaremos junto con la que nosotros poseemos. Se avecinan tiempos difíciles, Áverend. Llegado el momento os necesitaremos a nuestro lado.
Con su porte digno y solemne, el Hermano de la Luna Escarlata levantó el mentón y contestó de forma ceremoniosa:
- Si debemos morir, moriremos a vuestro lado.