10
Vöthímaa.
Entre las Montañas Colmillo de Dragón existía un paso estrecho pero transitable que llevaba al este, a la costa. Al final de ese camino estaba Päurél Dëpárion, en la lengua de los elfos significaba Puerto Este. Era de una gran belleza, con columnas y escalinatas de colores blanco y turquesa. Las blancas naves elfas estaban allí atracadas, con las pasarelas bajadas para proceder a su carga. Había un gran movimiento aquel día, pues partía la comitiva designada por el rey Thil Ganir rumbo al reino mortal de Páravon.
Desde que el soberano decidió quiénes partirían en representación de su pueblo para debatir la amenaza hostil que crecía en Mezóberran, Válindel se sumergió en un ritmo frenético de preparativos y activad constante. En tan solo dos días, lo tenían todo dispuesto para partir a Päurél Dëpárion y embarcar rumbo al Continente Naciente.
Thil Ganir eligió con extremo cuidado quién iría a entrevistarse con el rey Dúnel de Páravon. Sabía que los hombres mortales les consideraban vanidosos, y no quería dar esa impresión. El éxito de sacar algo positivo de aquel encuentro residía en los diplomáticos que debían zarpar y llevar sus impresiones a Dúnel, y evitar que éste se sintiera ofendido por tener que tratar con nobles elfos en lugar de hablar directamente con su rey, de igual a igual. De modo que se decidió por aquellos que ocupaban la distinción más alta entre los atelden: el paladín real Célestor, Vior el señor de los mares, a modo de capitán de la flota, y el señor de Ilethriel Glórophim.
Todas sus esperanzas residían en ellos tres, pero sobre todo el Célestor. El reservado paladín sabría exponer la opinión atelden, sin caer en los misticismos de otros más dados a creer a pie juntillas en las profecías. Sabía que Célestor haría un planteamiento más militar que profético, lo que evitaría que Dúnel de Páravon sintiera que los elfos venían con el don de la verdadera palabra. No quería agraviar a un rey, por muy mortal que fuera.
Partieron de Válindel toda la comitiva, entre la que se encontraban los tres diplomáticos elegidos por el rey, un séquito de unos ciento cincuenta atelden (entre los que se encontraban varios Kurthlénthëpi de la guardia personal de los reyes, arqueros, lanceros y la guardia marina de Vior) y los propios soberanos de los atelden, Thil Ganir y Élennen. Al llegar al puerto, tras una corta y cómoda marcha, comenzaron a disponer y equipar las naves. La reina lo veía todo como si de un sueño se tratase.
Había pasado tanto tiempo desde la última vez que vio partir atelden con rumbo a los reinos mortales, que apenas lo recordaba.
Élennen sintió una extraña melancolía al ver como disponían de las naves y como embarcaban sus semejantes hacia una tormenta que ni siquiera ella sabía si amainaría. No sabía que pensar, no sabía si existía ese elegido. Su fe le impulsaba a creer que sí, que se daría a conocer de un momento a otro, pero su corazón le gritaba con fuerza que dependían de ellos mismos. Cada reino estaba solo frente a las adversidades crecientes, y albergar esperanzas en una alianza común entre hombres, elfos y enanos, era suponer mucho.
Estaba absorta en estos pensamientos cuando, de repente, sintió un estremecimiento en su cuerpo. Notó como si le faltara el aire. Cerró los ojos, sobrecogida por aquel estado y dejó fluir su mente más allá de su tierra. No era la primera vez que a Élennen le sucedía eso, solía tener visiones de difícil interpretación.
Esta vez su mente viajó hasta un lugar cerca de las montañas, pequeño. El fuego que doblegaba metales y un martilleo incesante en su cabeza, un sonido metálico, frío. Un trono vacío de un reino poderoso. El aullido de un lobo y la forma de un hombre fornido cuyo rostro estaba oculto. De súbito todo se cubrió de nieve y un aire helado arrasó el pequeño lugar, una especie de aldea o poblado. Al momento Élennen volvió en sí. Estaba de pie, frente a los puertos. Había estado unos segundos sumergida en aquel estado de consciencia, pero a ella le parecieron largos días.
Dirigió su vista hacia un arroyo que fluía en dirección opuesta, seguramente para unirse al río Rívenor. Estaba semiculto por los árboles y vegetación.
Sobre el riachuelo había un puente, y sobre él estaba Célestor, que miraba a las montañas. Élennen miró a su alrededor, todo el mundo estaba ocupado con la marcha, de modo que se dirigió ahí.
Élennen se sobrecogió ante la presencia del paladín, que no se había vuelto a mirarla, pese a que la reina no trataba de pasar desapercibida. Se colocó a su derecha y miró en la dirección que apuntaban los ojos de Célestor.
- ¿Pensabas irte así, sin más? ¿Escabullido entre el viento y las sombras? – la reina de los atelden fue quien rompió el silencio. Célestor no cambió el gesto. Seguía mirando al frente, como hipnotizado por alguna extraordinaria visión.
- Era mejor así – contestó. – Tu presencia aquí empeora las cosas.
- Lo único que puede empeorar todo es eludir el destino.
Célestor bajó la mirada y poso sus ojos en los de Élennen. Era un elfo tan apuesto, con los rasgos marcados de forma sutil. Su aspecto juvenil ocultaba los largos siglos de vida que soportaban los elfos. Pero parecía triste. Élennen lo sabía. Solo se mostraba así con ella.
- Mi destino huye de mí – dijo el paladín. – Lleva mucho tiempo huyendo, y me he cansado de perseguirlo.
- Tu tiempo está por llegar, Célestor. Eres el guerrero atelden con más victorias de todos los...
- ¿De qué me sirven? – la interrumpió. – El triunfo en el campo de batalla no me ha otorgado aquello que más anhelo.
Élennen se ruborizó un poco. Sintió como aquella fuerza contra la que tanto luchaba aparecía de nuevo. La fuerza que le atraía a Célestor.
- Si te sirve de aliento, te diré que siempre he pensado que eras tú quien debía sentarse en el trono – apuntó con cierta timidez la reina.
- No me refería a ser rey de los atelden. Ya tuvimos una guerra por causas parecidas. Thil Ganir es el legítimo monarca del reino de Asuryon. No se admite ninguna duda al respecto, y mucho menos tuyas.
- No dudo de Thil Ganir ni de su reinado, ya lo sabes. Asumí mi rol como reina con dignidad y honor. No olvides que ya he visto morir a tres reyes antes de desposarme con Thil Ganir.
- No lo olvido, yo también les vi morir.
- Pero no puedo ocultar que, tras tantos años y siendo hijo de los primeros reyes, no se te haya propuesto para coronarte.
Célestor se volvió bruscamente. Élennen sabía que nunca demostró interés por ser rey.
- Esos asuntos no me preocupan – respondió de manera hosca el paladín. – Soy un guerrero al servicio de los reyes atelden.
La reina se puso delante de él y le acarició la mejilla y los labios con una mano suave.
- Para mí eres más que eso.
Por un momento, Élennen se olvidó de todo lo demás. De los puertos con su ir y venir de elfos, de la profecía, de la misión diplomática. Se olvidó de todo cuanto la rodeaba. En ese instante, tan solo sentía a Célestor. Se acercó pausadamente a los labios del paladín. Quería besarlo, amarlo como antaño hiciera. Volver a tener aquella aventura y sentirse querida. Pero el elfo apartó la cara, y de los ojos de la reina brotaron lágrimas brillantes, como si de diamantes se tratara. Célestor cogió sus manos entre las suyas y la miró con melancolía y pesar.
- No puede ser, Élennen – dijo con un nudo en la garganta. – Esta vez no. No debemos tentar a la suerte, tenemos un compromiso con nuestro pueblo. Recuerda la guerra que nos dividió. No volverá a suceder. Estamos por encima de los sentimientos. El equilibrio de los atelden depende de nuestros compromisos adquiridos. No debemos dejar que el amor sea la causa de otra secesión.
Élennen no podía ocultar sus lágrimas. En el fondo sabía que Célestor tenía razón. Los reyes atelden eran electos, y se elegían en función de complementar a la pareja reinante, ya fuera elfo o elfa. No era necesario el amor entre ellos, ni siquiera tenían que alumbrar hijos, lo único que se les exigía era complementarse el uno con el otro, estableciendo un equilibrio armonioso en su raza. Pero era obvio que los sentimientos no se podían sepultar y, a veces, salían a la luz. Tal era el caso entre Élennen y Célestor.
- Sabes que tengo razón – añadió el paladín mientras le secaba los ojos. – Lo nuestro es un amor prohibido. No debemos fallar a los nuestros.
- Lo sé – sollozó la reina mientras miraba los ojos de su fiel guerrero. – Pero no puedo dejar de quererte.
Célestor posó sus labios en la frente de ella. Apretó con fuerza, como si quisiera dejar marcado un sello imborrable en su piel.
- Yo tampoco puedo dejar de hacerlo. De todas formas, quizá no volvamos a vernos. No sé qué nos espera al llegar a Páravon. Es posible que no regrese.
- No digas eso. Volverás como siempre, victorioso y cubierto de gloria.
- Y sin conseguir aquello que más quiero, no lo olvides – se dio la vuelta para dirigirse al puerto y embarcar. – Si cayese bajo la espada enemiga, sería el fin a un castigo que durará una eternidad.
Y tras decir aquello, se fue. Élennen se quedó un rato allí, afligida. Recordó la expresión de Thil Ganir cuando se enteró de lo suyo con Célestor. Le dijo: “Lamento que no puedas ser feliz, Élennen“. Ahora, mientras veía las naves élficas zarpar al continente de los hombres, mientras veía alejarse inexorablemente a su único amor, comprendía que aquellas palabras eran ciertas.
**************************
- A estas horas, es posible que nuestras naves y nuestros soldados hayan zarpado rumbo al más desacertado disparate – soltó Elebrian mientras miraba por la ventana de las dependencias del ministro y valido vidente Celdan.
- Mide tus palabras, Primer Espada – dijo Celdan mientras examinaba montones de pergaminos sentado en su escritorio. – Esa es la actitud que te ha llevado a estar hoy aquí, en Nión, en la torre de los videntes, y no zarpando rumbo a aquello que tú llamas disparate.
Desde que partieron de Válindel, una vez acabado el concilio que convocó el rey Thil Ganir, Elebrian no había cambiado de opinión acerca de la supuesta profecía y la decisión de intervenir en los problemas de los hombres. De hecho, se reafirmaba en que era una locura prescindir de tres de los mejores atelden en favor de los mortales.
Si realmente los elfos oscuros decidían golpear Asuryon de nuevo, necesitarían de todos los efectivos posibles. Pero la decisión de Thil Ganir era firme. Partirían rumbo Páravon. Elebrian llegó a pensar que, el misticismo y las supuestas visiones de Élennen, habían llevado al soberano atelden a dejarse influir por ese halo de magia y superstición creado alrededor de lo hablado.
- Si mi actitud ha servido para evitar que me marchara – apuntó Elebrian con cierta ironía, - espero no cambiar nunca.
Celdan levantó la vista de los legajos y miró con seriedad a Elebrian. No notó rencor en la mirada del ministro vidente, ni siquiera que fuera a reprenderlo. Más bien daba la sensación de que Celdan sentía cierta lastima de él.
- Te darás cuenta con el tiempo, Elebrian, de que todo lo que nos rodea no es blanco o negro. A veces aquello que creíamos que no puede ser, sucede. El mundo tiene más colores.
- No hace falta que me sermonees con esto, Celdan. Sé que el mundo tiene más colores. Tengo ojos – contestó el Primer Espada, visiblemente molesto.
- A veces los ojos nos engañan, y muy a menudo aquél que no puede ver es el que mejor apreciación tiene de cuanto le rodea. La vista en ocasiones nos hace ser ciegos.
Los juegos de palabras de Celdan le ponían nervioso. Pese a lo diferentes que eran, solían complementarse muy bien. Celdan había ganado en conocimientos de estrategia militar, que le ayudaban en sus estudios sobre los enemigos. Y Elebrian había ganado a un consejero sabio y un amigo que, a veces, era como un padre para él. Pero todo aquello que tenía que ver con la fe, con creer por creer... Elebrian necesitaba siempre pruebas o indicios.
- Entonces, según tú, debería arrancarme los ojos para poder ver mejor, ¿no es así? – preguntó con sorna al vidente.
Celdan se levantó y se le acercó. Apoyó una mano en su hombro, como dándole apoyo. Elebrian se sintió algo incómodo.
- Hubiese preferido que partieras a Páravon – le dijo con languidez. – Creo que hubiera sido lo mejor para ti.
Elebrian se sorprendió ante tal revelación. ¿El ministro vidente hubiera preferido prescindir de él a tenerlo como ayudante guardián, allí en la Torre de Nión?
- ¿Tan mal estoy cumpliendo mis cometidos aquí? – la indignación le apretaba la garganta.
- No me malinterpretes, Elebrian – dijo Celdan mirando por la ventana. – Tu presencia aquí es más que necesaria, y tus servicios los tengo en la más alta estima.
- ¿Entonces, cuál es el objeto de preferir que partiera?
- Me preocupo por ti, Elebrian – dijo el vidente, con tristeza. – Más de lo que te imaginas. Pero creo que, aquí, el destino te guarda pruebas crueles.
- Llevo entrenando desde hace mucho tiempo a los Primeras Espadas, los he llevado a ser uno de los grupos de soldados más respetados en todo Asuryon. He llegado hasta Nión, con el único aval de mis propios méritos y mi carácter luchador. He derrotado a varelden, a orcos... Creo estar preparado para afrontar mi destino.
Celdan le dirigió una mirada directa, profunda. Sus ojos se habían encontrado y, pese a que Elebrian no creía en predicciones o vaticinios, sentía cierto respeto al ministro vidente cuando le miraba así. Daba la impresión de que estaba estudiando su mente, su alma. Parecía que, tan solo con mirarlo, pudiera cambiar el rumbo de su vida.
- Que así sea pues, Capitán de los Primeras Espadas – sentenció Celdan con solemnidad. – Dile a tus hombres que se preparen para ir al norte.
Elebrian se extrañó del cambio de actitud del vidente. Estaba tan desconcertado que ya no sabía si su presencia era bien recibida o si por el contrario Celdan lo prefería lejos de él.
- ¿Al norte? – preguntó con dudas el Primer Espada.
- Sí, al norte – repitió Celdan sin inmutarse. – Debemos estar preparados ante una más que posible amenaza de invasión varelden. Debemos proteger las costas del norte. Tú estarás al mando.
Aquello ya era otra cosa. El campo donde mejor se movía Elebrian: el de combate. Esbozó una sonrisa, prueba de su satisfacción.
- Dejaré un pequeño retén aquí, como medida de seguridad. Nión y los videntes no deben quedar desprotegidos.
- Lo sé, pero no escatimes en efectivos. Mucho me temo que, si los indicios son ciertos, nos enfrentaremos a una oleada de proporciones catastróficas.
- Volveremos a acabar con ellos, como lo hicimos tiempo ha. No entrarán en Asuryon.
Celdan se fue a la puerta y la abrió, dándole a entender que quería seguir revisando los textos él solo. Mientras Elebrian salía por la puerta dijo:
- No importa tanto el acabar con ellos, sino el no acabar como ellos.