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Pendencias y refriegas.
El hedor que emanaba del campamento era insoportable. Y no era de extrañar. Convivir orcos y ogros como si de una misma raza se tratase conllevaba a una gran acumulación de heces, desperdicios, carroña y despojos. Y unido a la suciedad que acumulaban ambas razas en sus propios cuerpos, creaban un ambiente denso, nauseabundo e insoportable para prácticamente cualquier ser vivo, menos para ellos.
La migración masiva que había marchado desde el Valle de Rumm hacía ya varias semanas había transcurrido sin mayores incidentes. Y era extraño que entre ogros y orcos no hubiera disputas. Desde tiempos inmemorables, ambas razas habían protagonizado reyertas y contiendas por el control del valle. Otras veces solo por la pendenciera naturaleza de estos seres, que les impulsaba a luchar y guerrear con todo aquello que se movía por sí mismo. Ahora llamaba la atención verlos mezclados como si fueran todos de una misma tribu. La razón eran los vientos que traían aroma a guerra. La destrucción, el caos…
Los señores de la guerra de Mezóberran los habían instigado a saciar su sed de sangre indiscriminadamente, podrían arrasar aldeas, pueblos y ciudades enteras. Saciarse con carne humana y quemar bosques. Podrían sembrar todo el pánico y el dolor que quisieran, y cuando llegaran las recompensas se beneficiarían de la generosidad del Gran Sártaron el Inmortal. Sólo debían hacer una única cosa: procurar no entrar en disputas los unos con los otros. Era muy difícil, pero habían conseguido aguantarse sin muchos problemas. Y ahora estaban allí, en la encrucijada donde se dividían en dos el contingente orco y ogro.
La mitad iría al norte, para unirse al grueso del ejército de Sártaron y atacar desde las tierras heladas de Mezóberran, mientras que la otra mitad penetraría por un pequeño paso de montaña, casi inaccesible, que atravesaba toda la cordillera del Ered-Durak. Ese camino les llevaría directamente hasta el reino de Cáladai, donde podrían iniciar la devastación sin necesidad de recurrir a pesados asedios y estrategias militares que tanto les aburría. Los orcos y ogros eran seres de acción, máquinas de matar perfectamente engrasadas y que no respondían ante reflexión alguna. No eran guerreros tácticos, ni mucho menos, pero, cuando entraban en combate, su avalancha de violencia y crueldad no tenía límites. Habían nacido para ello.
El campamento se encontraba justo a la mitad del camino entre el Valle de Rumm y el Ered-Durak, como si de un puesto de mando se tratase. Ahí era donde los caudillos orcos y ogros dividían las huestes en dos, entre los que marchaban a Mezóberran y los que se quedaban para atravesar el paso de montaña. Y Shárkbad era uno de los encargados de supervisar las tropas. Era su deber como caudillo, y podía presumir de que, bajo su mando, no había sucedido altercado alguno. Sus orcos lo respetaban y miraban con temor, y no era para menos… Era un orco enorme, aun siendo un orco bruno, y se decía que era tan violento y sanguinario como gran jefe y caudillo de su manada. Además, tenía de su lado a los orcos brunos y eso siempre era motivo de sumisión por parte de los orcos comunes. Incluso los propios ogros, mucho más grandes en tamaño y con cierta mayor inteligencia, le tenían en alta consideración.
Caminaba entre las filas de sus orcos, escuchando los resoplidos, gruñidos e improperios que tanto los caracterizaba, observando sus mugrientas, oxidadas y gastadas armaduras con sus toscas armas. Daba igual. Para masacrar a los débiles hombres bastaba con sus manos desnudas. Sería sumamente placentero aplastarlos como gusanos. Mientras fantaseaba con esa idea, un orco común se le acercó, con sus típicos andares patizambos.
- Me acaban de informar de que ya no llegarán más destacamentos del Valle de Rumm, Shárkbad - dijo el orco, cuyo tamaño era mayor que el de sus iguales, casi dando la misma talla que un bruno. - Cuando el final de la fila llegue aquí, estaremos todos. Podremos marchar hacia el paso.
Shárkbad le miró de soslayo y le hizo un gesto para que le siguiera.
- Con lo que llegue, seremos suficientes para iniciar nuestro avance, Góthgor - gruñó en caudillo, dirigiéndose a su acompañante. - Mañana mismo podremos iniciar nuestro avance. Tú irás con la mitad que vaya por el paso de montaña, yo continuaré con el grupo que va al norte.
- De acuerdo. Se lo diré al jefe de las tropas ogras. Que se preparen para…
Góthgor no pudo acabar la frase porque una cacofonía de berridos y alaridos se elevó por todo el campamento. Shárkbad giró la cabeza bruscamente, buscando el origen de aquel alboroto. No tardó en localizarlo. Un enorme corrillo de orcos y ogros se arremolinaban en torno a una nube de polvo causada por algo. El caudillo sospechó lo peor: Había sido extraño que no hubiera refriegas hasta ese momento, y más conviviendo dos razas que habían rivalizado por el dominio del valle.
Con paso decidido y apresurado se dirigió al tumulto, y comenzó a abrirse paso a empujones y golpes, seguido de Góthgor, hasta que llegó a las primeras filas. Lo que figuraba… Uno de sus orcos brunos estaba peleándose, entre revolcones e injurias, con un ogro. Y toda aquella chusma los jaleaba para que continuara la pelea y no acabara la diversión.
Con una agilidad propia de un felino, Shárkbad saltó encima del orco y con sus poderosos brazos le atenazó el cuello, dejándolo inmóvil. Cuando su rival observó como el caudillo le había dejado a su merced, no dudó en acercarse para acabar con la vida del orco. Alzó su enorme puño y lo echó para atrás, tomando impulso para asestar un golpe con el que aplastar la cabeza del orco. Pero en ese instante, otro ogro, de mayor tamaño y con la testa llena de cicatrices, le sujetó con firmeza.
- Así no es cómo debes vencer a los rivales, escoria - le dijo, acercando su cara a la del agitador. - Los ogros no necesitamos que nos sujeten a nuestros enemigos.
- ¡Pero Rakg - rezongó el ogro con el puño sujeto aún, - ha empezado el orco!
- ¡Eres excremento de troll! -aulló el que mantenía Shárkbad inmóvil en el suelo. - ¡Fuiste tú quien me robó la carne, sabandija!
- ¡Me da igual quién iniciara la riña, despojos! - gruñó el caudillo orco, mientras soltaba al otro y se incorporaba. - ¡No estamos aquí para pelearnos por un trozo de roñosa carne!
- ¡Empezó él! Debí arrancarle un brazo y habérmelo comido - bufó el ogro liberándose de la presa que mantenía Rakg, su caudillo, en su brazo.
Ambos jefes se miraron un segundo, como tanteándose. No debían permitir que ese tipo de trifulcas alteraran el orden que habían mantenido. Todo se podía ir al traste. Finalmente, Shárkbad se volvió hacia el tumulto y bramó:
- ¿Queréis que continúe la diversión, muchachos?
Los vítores en señal de asentimiento se alzaron como una sola voz oscura y tenebrosa. En el rostro de Rakg se dibujó también una sonrisa.
- Preparad un pozo de lucha - ordenó con cierto sarcasmo.
Ante la orden del jefe ogro, el tumulto comenzó a moverse agitadamente. Se arremolinaron en una pequeña explanada y comenzaron a cavar. El agujero sería de unos diez metros de diámetro, redondo y con una profundidad de unos dos metros. El pozo de lucha estaba preparado.
Solía suceder que, al iniciarse una pelea especialmente violenta donde no existía un claro vencedor, los ogros recurrían a este tipo de juegos de muerte donde ambos contrincantes se introducían en un hoyo cavado en la tierra y donde solo uno saldría con vida. En eso consistía el pozo de lucha, en una lucha a muerte sin posibilidad de escapatoria. Supervivencia en estado puro.
Arropados por los vítores e injurias del sádico público, el orco y el ogro se introdujeron en el pozo lanzándose fieras miradas y gruñidos, tanteándose. Lo cierto es que Shárkbad estaba disfrutando con ese violento espectáculo. Todos se apretaban para acercarse al borde del agujero y no perder detalle de la sangría que iba a dar comienzo. Ver a esas dos bestias matarse con las manos desnudas sería divertido.
La voz cavernosa y profunda de Rakg dio por iniciada la contienda, y la emoción no se hizo esperar. El orco bruno se lanzó de un salto al casi inexistente cuello del ogro, el cual intentaba desembarazarse de su oponente con ciegos golpes al aire y bruscos movimientos.
El orco intentó morder el cuello de su oponente pero, al ver que la piel del ogro era muy dura, desistió y comenzó a golpearle la gran testa con un poderoso puño. El enorme ogro lanzaba alaridos de dolor e impotencia, pues el escurridizo bruno se movía alrededor de su cuerpo como una lagartija. Al fin, la sangre oscura comenzó a brotar de la ceja de aquel mastodonte de casi tres metros de altura. Pero el combate no estaba decidido.
El ogro consiguió agarrar una de las poderosas patas del orco, y con un poderoso movimiento consiguió quitárselo de encima, lanzándolo por encima de su cabeza contra una las paredes de tierra del pozo, quedándose éste durante unos segundos encogido por el impacto. Era el turno de ogro. La ventaja que le proporcionaba el aturdimiento de su contrincante le permitió coger del cuello al orco con una mano enorme, mientras éste intentaba impedir que le ahogara desesperadamente. Pero no era ésa la intención de la mole. Con amabas manos sujetó el cuerpo del orco en vilo, cogiéndole por la zona del tronco, y comenzó a ejercer presión a ambos lados. Como si de una rama seca se tratase, el cuerpo del orco cedió y quedó desmembrado en dos partes, salpicando la negra sangre a aquellos que permanecían más cerca del pozo. El ogro lanzó al suelo el mutilado cuerpo del orco y bramó victorioso, dirigiéndose a sus parientes ante el estupor y desconcierto de los orcos.
Pero el espectáculo no había terminado. Mientras el ogro se regodeaba en su hazaña, Shárkbad saltó al pozo y se encaminó al desprevenido ganador. Desenfundó una gran espada y atizó a cortarle un brazo justo cuando se daba la vuelta. Nadie hizo el más mínimo ruido. Mientras el desgraciado ogro caía sobre sus rodillas aullando de dolor mientras se sujetaba el brazo amputado, Shárkbad insertó la punta de la espada en el lado izquierdo del pecho del ogro e hizo un pequeño círculo del que empezó a brotar sangre con rapidez. El caudillo soltó la espada y con la mano derecha lanzó un certero golpe al pecho del pobre desgraciado, justo donde había hecho la incisión. El brazo penetró hasta la mitad del antebrazo, y al sacarlo bruscamente, Shárkbad mostró al impresionado público el corazón del ogro todavía palpitante. El enorme cuerpo calló pesadamente al lado de los restos del orco. Rakg no dejaba de reír, mientras su chusma miraba atónita al caudillo bruno.
- La próxima vez que se inicie una pelea dará igual la raza, el motivo y el culpable. Ambos serán castigados con la muerte más cruel y tormentosa que jamás haya existido. ¿Ha quedado claro? - gruñó Shárkbad. Nadie se atrevió a protestar.
Rakg tendió la enorme mano al caudillo para ayudarlo a salir del pozo. Era una muestra de diplomacia por parte de los líderes de ambas razas. Algo cruel, sí… Pero diplomacia al fin y al cabo.
Una vez salió del agujero escuchó un vocerío que venía acercándose. Apartó a cuantos le rodeaban y vio que un orco común venía apresuradamente hacia él. Se paró cuando estuvo cerca e intentó recuperar el aliento.
- ¿A qué viene tanta prisa y tanto escándalo? - preguntó contrariado Shárkbad.
- Señor… Las montañas… El paso… - el orco no atinaba a decir más, visiblemente fatigado.
Rakg se acercó para ver que sucedía. Ambos caudillos miraron hacia el Ered-Durak, escudriñando la montaña. El viento trajo un sonido grave, insondable que provenía de allí, del paso. Era el sonido de cuernos que se elevaba como un salmo de guerra. Al fin consiguieron distinguir movimiento entre las rocas. Shárkbad lanzó una carcajada envenenada al aire.
- Que las tropas que vayan al paso de montaña se preparen para la lucha. Hoy saciarán su sed de sangre.
Rakg le miró incrédulo, como preguntándose qué era aquello que los amenazaba bajo la sombra de la montaña.
- ¿Qué es lo que ves? - preguntó el ogro que no alcanzaba a distinguir lo que el orco intuía.
- Enanos.