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Nadie osa desafiar a un rey
Cuando salieron por la puerta del Palacio de Hielo, Iyurin no pudo hacer otra cosa que mirar atrás. Ya habían pasado más de nueve días desde que su señor padre, el rey Haoyu, mandó a tres emisarios a parlamentar con el señor de la guerra arjón llamado Lédesnald y no habían vuelto. Todos temieron lo peor. Por eso decidieron partir en su busca.
Iyurin recomendó a su padre que no fuera él en persona, que mandara un destacamento con alguno de sus capitanes, o incluso que lo mandara a él mismo. Pero el recio y fuerte carácter de rey de Onun le impedía quedarse sentado en el trono, consumiéndose bajo a incertidumbre. Además, ya habían desaparecido tres de sus hombres. No quería arriesgarse perder más. Iría él personalmente, nadie osaba atacar a un rey abiertamente. Pero tanto Iyurin como su hermana pequeña, la princesa Iyúnel, desconfiaban de la buena voluntad que aparentaban los norteños. Demasiadas buenas palabras, demasiadas promesas casi imposibles de cumplir. Su padre despachó a la delegación de arjones casi a puntapiés, y les gritó que ya enviaría emisarios para darles la opinión de aquello que solicitaban: que el reino de Onun dejara pasar a las tropas del Gran Sártaron hacia Cáladai sin oponer resistencia. A cambio, prometían no emprender la guerra contra los ónunim, dejar que Haoyu siguiera regentando su reino, y conservar sus posiciones sociales, solo Sártaron estaría por encima de ellos. Haoyu sabía que toda esa palabrería nada creíble era una trampa para someter a Onun sin oponer resistencia, y no iba regalar su reino a una panda de bárbaros norteños. Mandó a tres hombres al puesto de mando de Lédesnald con dos mensajes: no habría pacto con ellos y tendrían que abandonar las proximidades del Paso de la Garganta Negra o, de lo contrario, el peso del poder ónunim caería sobre ellos. Los tres hombres no volvieron. La paciencia se le había agotado a Haoyu.
Habían pasado dos días desde que partieron con la esperanza de encontrarlos en aquel angosto desfiladero, desde que su hermana Iyúnel le abrazara antes de despedir a la expedición y de rogarle que se cuidara y que cuidara de su padre. Vio el temor reflejado en sus ojos azules y tristes. Volvería, aunque solo fuera por volver a ver aquella mirada. Era su hermana pequeña, siempre lo sería.
Estaba sumergido en estos pensamientos, cuando uno de los veinte hombres que los acompañaban puso su caballo al lado del suyo y le dijo:
- Mi señor Iyurin, el rey vuestro padre requiere de vuestra presencia al frente de la formación.
Alzó la cabeza hacia el soldado y se dio cuenta de que la Garganta Negra discurría ante él. El paso que formaban las Cumbres Infinitas y las Cumbres Heladas era estrecho, un lugar ideal para establecer una defensa. Era imposible ascender por las montañas y el único paso existente era ese. En primera instancia, no le pareció que los norteños les hubieran preparado una emboscada.
- Ocupa mi lugar – le dijo al soldado. – Que los hombres hagan una fila de a dos para entrar por el paso.
Trotó a paso rápido con su caballo hasta situarse en la vanguardia del grupo. Ahí estaba su padre, Haoyu hijo de Haongel, Señor y Rey de Onun, subido en el oso cavernario blanco que le servía de montura. Su padre tenía un porte orgulloso, más que ningún ónunim, y eso ya era decir mucho. La melena blanca ya raleaba y le caía lisa por debajo de los hombros. Tenía dos trenzas en la larga barba, propia de los ónunim, y los mismos ojos tristes y azules que Iyúnel y que él. Vestía su armadura de combate adornada en oro y bronce, el manto de cuadros rojo y negro (propio de la casa real), su piel de oso blanco y su diadema real. Llevaba la espada enfundada en una preciosa y ornamentada vaina de cuero a la diestra. Le hizo un gesto con la mano para que se acercara.
- ¿Me mandaste llamar, padre? – pregunto seriamente Iyurin.
- El puesto del hijo del rey está aquí, a la cabeza de la formación – protestó su padre. – No entiendo qué hacías atrás.
- Lo siento padre. Me distraje con mis propios pensamientos.
- No quiero que vuelva a pasar – reprendió Haoyu a su hijo. – Algún día tú dirigirás a estos hombres, no debes dejarte en evidencia o ninguno te seguirá a la batalla. Eres un líder, no un simple soldado.
- Lo entiendo, padre. Te pido perdón por mi descuido.
El pequeño contingente formó en una hilera de a dos y comenzaron a adentrarse en la Garganta Negra. Todos iban en un prudente silencio, que rompían de cuando en cuando los resoplidos y relinchos de algún caballo. Haoyu levantó la vista hacia las cumbres de las montañas que los rodeaban, algunas de ellas ocultas tras las propias nubes.
- ¿Temes una emboscada, padre? – preguntó Iyurin, mientras sujetaba con fuerza a su caballo, visiblemente nervioso ante la cercanía del oso de combate del rey.
- No, aquí es imposible – contestó su padre. – No pueden pasar sobre las montañas, y no existe la posibilidad de que nos esperasen arqueros escondidos por encima de nuestras cabezas. Tenemos a ambos lados dos paredes lisas de roca viva. Si nos atacan será de frente, y no creo que sean tan imprudentes de medirse a nosotros en un terreno que conocemos a la perfección.
- ¿Qué esperas encontrar? – volvió a preguntar a su padre. Haoyu se volvió para mirarlo con sobriedad.
- Nada, realmente. Tal vez la confirmación de que debemos prepararnos para la guerra.
- ¿Y de los tres hombres que mandaste?
En el rostro de Haoyu se dibujó un atisbo de sonrisa.
- Los tendrán prisioneros. Esto es un cebo para sacarme de mi castillo y obligarme a parlamentar con los arjones. Los exhibirán encadenados, quizá con magulladuras, no descarto que los hayan azotado. Intentarán negociar con sus vidas, hacer que hinque rodilla en tierra. Pero no los matarán.
- ¿Por qué estas tan seguro de ello? – Iyurin aquellos argumentos los veía un poco débiles.
- Porque nadie osa desafiar a un rey, y menos en sus tierras. La muerte de cualquiera de mis hombres sería una declaración de guerra en toda regla. Unos bárbaros con pieles de oso y huargo no serán capaces de subestimar el poder de un reino libre y civilizado.
Las palabras de su padre le crearon un cierto consuelo. Era un dato histórico: Jamás borses o arjones habían penetrado en el reino de Onun. Se habían estrellado con los genios militares ónunim, superiores en combate y en el conocimiento del terreno. La Garganta Negra era lo último que veían aquellos que osaban dirigir una incursión contra el reino del invierno.
Después de un par de horas de marcha lenta a través del paso, el oso de combate del rey se paró en seco, olisqueando el aire que venía de cara. Un profundo gruñido retumbó en su garganta, haciendo que los caballos cercanos se agitaran y pusieran nerviosos. La formación se detuvo en seco. Haoyu escrutó la neblina que se había creado, pues ya empezaban a lindar con Mezóberran.
- Las bestias intuyen algo, mi señor – dijo el portaestandarte del rey, un hombre pelirrojo con dos trenzas en la melena, barba dura de varios días y largo mostacho.
- Algo veo un poco más al fondo, Yéngel – le contestó Haoyu.
- Quizá sean sombras producto de la neblina – alegó Iyurin.
- No, es demasiado grande – contradijo su padre. – Parece un montículo. Y sobre él hay una forma que no acabo de distinguir.
- ¿Avanzamos, mi señor? ¿O preferís que envíe a alguien para cerciorarnos...?
- No – Haoyu ni siquiera dejó acabar a Yéngel. – No he venido personalmente para mandar más intermediarios. Iremos todos.
Con un poderoso gestó, Haoyu tiró de las riendas para encauzar a su oso. La bestia no opuso mucha resistencia y se sometió a los deseos de su jinete.
Avanzaron más lentamente de como lo venían haciendo, no por temor, sino por utilizar el factor sorpresa ante un posible combate. Iyurin se dio cuenta de que su padre tenía razón: si los intentaban atacar, sería de frente. Eso les daba cierta ventaja, pues eran conocedores de las técnicas necesarias para crear una defensa en la garganta e impedir que entraran. Los hombres se situarían de tal forma que ocupasen la parte más estrecha del pasillo, con sus escudos al frente, estableciendo una muralla de metal y cuero prácticamente inexpugnable. Desde las segundas filas, las lanzas harían el resto. Como un erizo en posición de defensa, los enemigos quedarían empalados. Pero todo estaba muy en calma como para intuir un ataque por parte de los norteños.
Cuando hubieron avanzado lo suficiente como para distinguir qué era aquel montículo en mitad del pasillo, Iyurin no dio crédito a lo que tenían ante ellos.
Un altar de madera y piedra de elevaba dos metros por encima de sus cabezas. No era muy grande de extensión, lo justo como para alojar una especie de trono, toscamente labrado, con bordes que acababan en puntas metálicas, retorcidas. Una fusión de piedra y metal que conformaban un sitial, al que se podía acceder desde el suelo por unos peldaños que tenía delante, en forma de escalinata. Detrás del altar, y aquello no le gusto nada a Iyurin, había un centenar de borses, armados y mugrientos. Sintió algo de miedo al verlos, silenciosos, con sus melenas y barbas desgreñadas y oscuras como los cuervos. Levantó la vista y observó, no sin cierto asombro, que, sentado en lo que se suponía que era el trono, había un hombre. Llevaba una armadura que brillaba como el oro y que hacía juego con sus dorados y sedosos cabellos. Tenía una capa nívea y no llevaba el yelmo puesto. Sujetaba con la mano izquierda una larga espada, cuyo filo estaba apoyado en el suelo del altar. Parecía que quería mostrarles a los presentes lo maravillosa que era su arma. Su rostro era juvenil, con una media sonrisa que no denotaba nada bueno. Su porte era arrogante, desdeñoso.
El séquito de Haoyu se detuvo a unos cien metros del altar. Nadie desenvainó una espada, ni desmotaron de los caballos. Ambos contingentes se quedaron ahí, frente a frente, esperando una señal para comenzar la carnicería. Iyurin observó que su padre mantenía el rostro imperturbable, con los ojos clavados en el extraño guerrero que estaba sentado en el trono.
- Os esperaba mucho antes, rey Haoyu – dijo con voz cantarina el de la armadura dorada. – Se dice que veláis por la seguridad de todos vuestros súbditos, pero habéis tardado en venir nueve días. No veo yo vuestra preocupación por los pobres ónunim desaparecidos.
- ¿Podríais decirme quién sois? – preguntó Haoyu sin dejar de mirar al guerrero.
- Veo que demostráis el mismo interés por todo... – soltó impertinentemente el hombre, levantándose de su asiento y comenzando a bajar despacio los escalones del altar. – Vuestros hombres se tenían que entrevistar conmigo para pulir algunos aspectos de nuestro pequeño pacto.
- De modo que eres Lédesnald, uno de los señores de la guerra de los arjones – contestó Haoyu, siguiendo cada paso de su interlocutor. – Esperaba un guerrero mucho más rudo y duro, no una imitación de príncipe élfico.
Los soldados de Haoyu rieron con sorna ante el comentario de su rey. Cuando Lédesnald hubo bajado los peldaños del altar, se situó frente al soberano de Onun. El oso de combate gruñó.
- Príncipe élfico... – repitió para sí el arjón. – No se puede negar que tenéis sentido del humor dadas las circunstancias.
- ¿Y cuáles son esas circunstancias? – preguntó con burla Haoyu, desde la altura que le daba su montura.
- Vamos, vamos, Rey del Invierno – Lédesnald le devolvió el tono sarcástico. – No nos andemos por las ramas. Habéis venido en busca de vuestros hombres. Vuestra opinión sobre el acuerdo que queríamos tener con vosotros, que nos dejarais pasar por vuestro reino para dirigirnos a Cáladai, ya la conozco.
- Entonces, ¿dónde están mis hombres? – ya no había sarcasmo en las palabras de Haoyu, había rabia.
- Cada cosa a su tiempo. He tenido que disponer de ellos para forzar esta situación. No me es agradable estar aquí, te lo prometo, Haoyu. Este paso me agobia, me asfixia. Prefiero un lugar abierto. Es más confortable. Y si lo podemos acompañar de una buena jarra de hidromiel, muchísimo mejor.
- Un arjón bebiendo hidromiel, esto es inaudito – Iyurin miró de reojo a su padre, que volvía a ponerse socarrón. – Han debido de cambiar las cosas mucho por los desiertos del norte cuando un bárbaro bebe hidromiel como un gran señor del sur.
- Mis padres arjones viajaron por los reinos del sur al ser rechazados por su clan. Salimos de Mezóberran siendo yo un bebé, tan solo por salvar la vida. Me crié en otros ambientes menos... embrutecidos, si queréis verlo así.
- Enternecedor relato – soltó Haoyu.
Lédesnald sonrió de forma siniestra, mientras observaba con atención al oso del rey, el cual gruñía ante la proximidad del señor de la guerra.
- No tanto. Cuando hube alcanzado una cierta edad y mis condiciones físicas eran las idóneas, maté a mi padre como castigo por su cobardía. Nunca debió salir de su tierra, y nunca debió huir de su destino. Si el clan lo rechazó, tenía que haberse quitado la vida, y a nosotros con él. A mi madre la violé, y cuando me sentí saciado por completo, le rajé la garganta. Luego regresé para someter al clan, con las técnicas que aprendí del sur. Como veis, no estáis hablando con un bárbaro.
- Con un bárbaro, no – dijo Haoyu, lívido tras escuchar el relato de Lédesnald. – Estoy hablando con algo peor.
- No he hecho once noches en este pasillo para que vengáis hasta aquí y nos dediquemos a intercambiar insultos. Mi tiempo es muy valioso, e imagino que, después de este encuentro, el vuestro también lo será.
- Entonces habla.
- Veo que ahora os entran las prisas – rió Lédesnald. – Bien, me gusta esa actitud, así nos ahorraremos charla y saliva. Mi señor Sártaron quiere que le dejéis pasar hacia al sur.
- Eso ya lo sabía y ya di mi respuesta.
- Veo que no lo acabáis de entender – dijo el arjón meneando ligeramente la cabeza. – Esto ya no es una petición. Es un hecho. No estamos solicitando vuestro premiso, rey. Vamos a marchar al sur por vuestro reino, queráis o no. Si os interponéis en nuestro camino, la tierra de Onun no será capaz de tragar la sangre que derramaremos. La decisión de que tu pueblo siga con vida es tuya.
Iyurin sintió brotar en él una cólera inhumana. Tenía Lédesnald al alcance de su espada. Con un movimiento lo suficientemente rápido, podría cortarle la cabeza sin que pudiera defenderse. Pero entonces caerían sobre ellos aquella horda borses que aguardaba detrás de su señor y que eran tres veces más que ellos. Su padre estaba rojo de ira también, pero se limitaba a aguardar.
- ¿Estás desafiando al rey, arjón? – bramó Yéngel, el portaestandarte.
- El rey ónunim tiene boca para contestar, creo yo. ¿O tal vez necesita de otra lengua que tome las decisiones por él? – soltó Lédesnald.
- ¡Bastardo salvaje, te empalaré por tu osadía! – gritó de nuevo Yéngel, clavando el estandarte real en el suelo y desenvainando la espada.
Como un resorte, la horda de Lédesnald desenfundaron las armas. Se escuchó un eco metálico casi al unísono, ruido de aceros, de cotas de malla. Iba a ser una masacre, pensó Iyurin.
Haoyu levantó la mano y se volvió para mirar a Yéngel, dándole a entender que no debían atacar ahora, o sería su perdición.
- No es más que un perro con collar de ése al que llama Sártaron – dijo Haoyu. – Este arjón que se cree un gran señor de la guerra, no es más que el mensajero de un cobarde que no ha tenido la hombría de entrevistarse conmigo.
- Quizá mi señor Sártaron piense que no sois digno de su presencia – Lédesnald estaba disfrutando con aquella pantomima.
- ¿Yo? – a Haoyu se le estaba agotando la paciencia. - ¿Indigno yo de entrevistarme con un bárbaro norteño? No sois más que los hijos de un pueblo salvaje, incapaz de haberse civilizado y prosperado como los demás reinos. Condenados a arrastrarse y vagar por los desiertos helados como bestias. ¿Y yo soy el indigno? – escupió en el suelo.
- Elige bien tus palabras, Haoyu, pues puede que ellas decidan el futuro de tu gente.
- Creo que he elegido las correctas, y quizá me hayan faltado algunas más. Corre y dile a tu amo que mientras quede orgullo y honor en Onun, jamás pasará por mis tierras. Cometed el error de volver a desafiarme y regaremos esta misma tierra que ahora pisas con vuestra sangre.
- Te creía más razonable, Rey del Invierno. Acabas de dictar una sentencia de muerte para tu pueblo – Lédesnald se dio la vuelta y se volvió a su horda. – Ya no habrá más oportunidades cuando nos marchemos y demos la noticia a Sártaron.
Iyurin sintió una angustia que no sabía explicar mientras veía a los borses darse la vuelta tranquilamente y abandonar el lugar. Algo le decía en su interior que, cuando llegaran a entrar en combate, no serían solo un centenar de bárbaros armados los que se pondrían en frente. Sería algo más, y no sabía si estaban preparados, pese a la seguridad de su señor padre.
- Por cierto – dijo el señor de la guerra arjón, mientras se agachaba y cogía algo de la base del altar, - creo que veníais buscando esto.
La mano diestra de Lédesnald sostenía, en una imagen que Iyurin jamás olvidaría, las cabezas de los tres emisarios que su padre mandó días atrás. La carne de las mismas parecía que se derretía, señal de su estado de putrefacción. Con un desdeñoso movimiento, Lédesnald le arrojó las cabezas al rey, las cuales rebotaron contra el suelo y fueron a parar a los pies del oso de combate, el cual se agitó nervioso.
Ningún ónunim se movió. Permanecieron quietos, impactados por la macabra imagen, esperando alguna señal de su rey. Haoyu miraba con estupor las cabezas de los que una vez fueron sus hombres.
- Has cometido un grave error, arjón – dijo con tono neutro el rey al señor de la guerra.
- El error ha sido tuyo, al pensar que nadie osa desafiar a un rey. Esta lección ya no la olvidarás jamás.
Antes de desaparecer, Lédesnald tuvo la desfachatez de volver a mirarlos una vez más, con esa sonrisa siniestra de la que nunca se separaba.
- ¡Mírame bien, arjón! – le gritó Haoyu desde la distancia. – Y recuerda mi rostro, pues es lo último que verás cuando llegue la batalla.
Una gélida carcajada hizo eco en la Garganta Negra. Lédesnald se había divertido con aquello mucho.
- Después de la batalla, estarás ahogado en un charco de sangre, y yo llevaré sobre mis hombros la piel de ese oso blanco al que montas.
Y tras decir eso despareció junto con sus hombres. Iyurin cerró los ojos en un intento de asimilar los acontecimientos que se preveían. Al abrirlos, sintió una opresión enorme en el pecho. Pensó en su pueblo, pensó en su padre, en su hermana... Iyúnel... La guerra había estallado.