20
La hora oscura de Velthen.

 

 

  Nadie le iba a hacer caso. Esa era la dramática conclusión que Velthen había sacado. Nadie iba a abandonar Thondon, y mucho menos sin tener motivos claros. Ni la presencia del montaraz Ectherien, ni las explicaciones a medias a Dálfvar, ni la presencia inquietante del lobo blanco que seguía al joven hijo del herrero a todas partes, bastaron para convencerlos. Si Thondon debía ser evacuada, ¿por qué no venían los propios soldados del regente a avisarlos? ¿Debían creer a un viejo trotamundos y a un montaraz? Las gentes de la aldea no eran muy amigas de los foráneos, y mucho menos de sus místicos e inquietantes rumores. Eso sí, la historia del joven que salvó al huargo blanco de la muerte se propagó tan rápido como el polen en primavera. Y fue tanta la repercusión, que se hablaba de que dicha historia se conocía ya mucho más allá de los límites de Thondon, cosa que a Velthen le incomodaba.

   Había días que se sentía como un bicho raro. Observado y estudiado por decenas de miradas que le escrutaban el rostro y vigilaban al huargo con desconfianza. Fue por eso que decidieron mantener al animal alejado de los límites de la aldea. Al principio, no se dejaba atar ni separar del joven herrero, pero al poco parecía comprender la necesidad de permanecer oculto de las miradas inquietas de los aldeanos. Desaparecía cuando la aldea estaba activa y aparecía cuando ésta dormía. Parecía tener una inteligencia impropia de una bestia, dejando a Velthen boquiabierto en muchas ocasiones.

   Pero nada de eso serviría para que los aldeanos se largaran de Thondon. ¿A dónde irían? ¿A Athaniel? ¿A Griäl? La ciudad no estaba hecha para ellos, tan acostumbrados a la tranquilidad y familiaridad de la aldea. No, no se irían de allí.

   Su padre, Velteon el herrero, estaba muy disgustado desde que se presentó en casa con el montaraz y Dálfvar. Cuando los tres expusieron la idea de marcharse de Thondon, casi los echa a patadas de la casa, acusándolos de manipuladores, de insurrectos al regente, de fantasiosos y de perturbadores de la tranquilidad de su hogar. Su madre sollozaba y no decía ni palabra. Tras ese recibimiento, el montaraz y el viejo decidieron no acercarse más a la aldea, pero sin dejar a Velthen solo ante toda aquella avalancha de acontecimientos. De modo que pidieron permiso para pernoctar en la taberna del Lobo Errante, hasta que se decidiera qué siguiente paso habrían de dar.

   Dada esa situación, Velteon obligaba a su hijo a trabajar con él casi sin descanso en la forja, y cuando las tareas eran escasas para los dos, le mandaba hacer inventarios de cosas inútiles, limpiar la herrería de cabo a rabo… Cualquier cosa con tal de dejar agotado a Velthen y que no le quedaran ganas de bajar a la taberna a ver a sus amigos o a ese terrible lobo. Su padre pensaba que el verdadero peligro eran las absurdas ideas de Ectherien y de Dálfvar y la proximidad de una bestia salvaje como era el huargo. Y hacía todo lo posible para alejarlo de ellos.

   Una tarde, cuando todo parecía más calmado, Velthen aprovechó un despiste de su padre y logró que le diera permiso para tomarse lo que restaba de día libre.

   - Llevo varios días trabajando sin descanso y me gustaría relajarme un poco, padre - se lanzó a decir Velthen, mientras dejaba a un lado sus herramientas. - Me gustaría poder dar un paseo.

   - ¿Un paseo? - preguntó suspicaz su padre.

   - Sí… Bueno, había pensado pedirle a Roswin, la hija de Móleus, que me acompañara…

   El herrero cambió de cara casi al instante, complacido al ver cómo su hijo comenzaba a interesarse por lo que realmente tenía importancia: Buscarse una muchacha a la que cortejar.

   - ¡Oh! - soltó Velteon sorprendido por la revelación de su hijo. - No quería ser indiscreto, hijo mío.

   - Tranquilo, no lo eres. Solo quería asegurarme de que no te molestaba el hecho de querer salir un poco antes. Sabes que Móleus no dejará que su hija esté fuera de su casa cuando la noche empiece a caer, y me gustaría poder disponer de algo de tiempo para charlar despacio con ella. Conocernos y demás.

   - ¡Sí, sí! - su padre, a juzgar por el entusiasmo que mostraba, había picado el anzuelo. - No quiero que Móleus piense que mi hijo quiere aprovechar la noche para hacerle a su hija… Bueno… Creo que nos entendemos, ¿no?

   - Es lo mismo que estaba pensando, padre.

   - Entonces puedes irte ya. No te preocupes, ya recojo yo todo. Y ya que vas a ver a Móleus, dile que tiene acabados los cuchillos que me pidió.

   - Se lo diré, padre - dijo Velthen, intentando disimular el entusiasmo que le provocaba el saber que volvería a ver al montaraz y a su viejo amigo viajero. - Procura ser discreto al comentarlo, tanto con madre como con algún vecino. No me gustaría que se crearan más rumores en torno a mi persona.

   - Tranquilo, hijo. Solo tu madre sabrá dónde y con quién estás.

   Cuando salió de la herrería, Velthen se desvió del camino que le llevaba directamente al Lobo Errante, dirigiéndose hacia la granja de Móleus y su familia, disimulando por si algún aldeano le veía y corría con el cuento a su padre, y mucho más ahora que su figura causaba tanto interés. El chico y el lobo… ¿Hasta qué oídos habría llegado su historia?

   Una vez llegó a la granja, dio un rodeo y ya tomó rumbo a la taberna. Nadie le había visto, de modo que se había asegurado la baza de no tener testigos que pudieran acreditar cuál era su verdadero destino aquella tarde.

   Apretó el paso para llegar a la taberna lo antes posible, y no exponerse demasiado a miradas ajenas, de modo que no tardó mucho en llegar pese al obligado rodeo. Una vez allí, Velthen abrió con cautela la puerta, y miró tras el hueco que dejaba. No había peligro de encontrarse a nadie conocido, de modo que entró.

   Enseguida divisó, sentados en una mesa apartada en un rincón de la taberna, a Ectherien y a Dálfvar. Al verlo, se levantaron con sendas sonrisas en sus rostros, pero Velthen no se atrevió a jurar si de alegría o de nerviosismo.

   - De modo que el joven herrero se digna a regalarnos su presencia - bromeó Dálfvar, mientras invitaba a Velthen a sentarse.

   - Me habéis traído muchas complicaciones - dijo Velthen sentándose y sirviéndose una cerveza del barril que tenían sus amigos. - Mi padre quiere que me mantenga alejado de vosotros a cualquier precio. No ha sido fácil encontrar la forma de engañarlo para venir a veros.

   - ¿Qué excusa le pusiste? - preguntó el viejo trotamundos con una sonrisa tras su espesa y larga barba.

   - Que iría a dar un paseo con la hija del granjero.

   Ectherien y Dálfvar rompieron a reír. Sin duda aquel pretexto era el idóneo para distraer la atención de cualquier aldeano.

   - Ni que decir tiene que estarías mucho mejor entre los brazos y muslos de una joven doncella que aquí, acompañado de un viejo y un montaraz y bebiendo cerveza - apuntó irónico Dálfvar.

   - Tenía que hacerlo - explicó Velthen. - No me gusta tener que mentir, y menos a mi padre. Pero tenía que veros.

   A Ectherien se le ensombreció el rostro.

   - ¿No ha habido suerte en lo de evacuar la aldea?

   Velthen negó con la cabeza.

   - La gente de la aldea no suele salir más allá de los límites de ésta a no ser que sea indispensable - dijo Velthen. - Y mucho menos tienden a hacer caso a rumores que no sean los que ellos mismos crean. Los forasteros nunca fueron muy bien recibidos.

   - No hace falta que lo jures, muchacho.

   - No les podemos culpar de actuar así - apuntó Dálfvar que estaba encendiendo su pipa. - Al fin y al cabo, hemos irrumpido en su monotonía y tranquilidad sin aportar explicaciones ni indicios.

   El montaraz se volvió bruscamente para mirar al viejo, que aspiraba el aromático tabaco.

   - Tú sabes de sobra que hay indicios.

   - Sí, todo parece apuntar que los hay.

   - Entonces debemos irnos de aquí, Dálfvar - la voz del montaraz era casi un susurro. - Hemos intentado convencer a estas gentes de que se vayan, los hemos puesto en sobre aviso y hacen oídos sordos. No podemos permitirnos el lujo de perder más tiempo.

   - No creo que intentar convencer a unos pobres aldeanos de que corran para salvar la vida sea perder el tiempo - apuntó despreocupado el viejo.

   - Ya sabes a lo que me refiero - dijo molesto Ectherien. - No trates de utilizar tu retórica conmigo. Debemos irnos ya. Vayamos a Lagoscuro ahora que Velthen está aquí. Podremos escabullirnos en la noche discretamente.

   El joven se sorprendió al ver que el montaraz contaba con sacarlo de Thondon sin ni siquiera preguntarle acerca de cuál era su voluntad.

   - Disculpa - intervino Velthen dirigiéndose a Ectherien con cierta prudencia. - Pero creo que te olvidas de mi familia. Y sin ellos no iré a ninguna parte. Pensé que había quedado claro.

   Ectherien se inclinó hacia delante, acercando su rostro al de Velthen en una actitud algo intimidatoria. El joven herrero se sintió incómodo.

   - ¿Tu familia? - susurró el montaraz. - ¿Qué sabes tú de tu familia?

   Dálfvar, al escuchar estas palabras, se levantó como un resorte de su asiento y asió de la pechera a Ectherien volviéndolo hacia sí, con una fuerza sorprendente para tratarse de un hombre de edad tan avanzada.

   - Basta ya, Ectherien - le advirtió el viejo, recriminándole sus palabras con una mirada inquisitoria. - El chico ha decidido quedarse con su familia. Si lo deseas, puedes partir de inmediato tú solo.

   Se mantuvieron así durante unos instantes, con los ojos clavados el uno en el otro ante el asombro de Velthen que no comprendía nada.

   - Esto es un error - espetó Ectherien que volvió a sentarse con aire taciturno.

   - ¿Por qué hablas así de mi familia? - soltó Velthen que no pudo aguantar más. - Hablas como si les conocieras de mucho tiempo atrás, y te puedo asegurar que yo nunca te había visto hasta el día en que me encontré con el huargo. Y luego la reacción de mi padre al verte. Nunca antes se había comportado así con ningún forastero. De modo que si crees que hay algo que debería saber, dilo sin tapujos.

   El montaraz ni le miró. Parecía perdido en su propia frustración, mientras apuraba su jarra de cerveza.

   - Son solo formas de hablar, Velthen - intervino conciliador Dálfvar. - Simplemente es la tensión del momento. Todos estamos preocupados por lo que se mueve allá en los desiertos del norte. Deberíamos ir todos a casa de tus padres y tratar de convencerles una vez más.

   - No creo que sirva de mucho - dijo Velthen que seguía mirando a Ectherien.

   - El primer paso es el más importante para iniciar el camino. Mas si no continuamos dando pasos, jamás llegaremos a nuestra meta - Dálfvar siempre utilizaba aquella jerga cuando de dar consejos se trataba.

   - ¿Qué opinas tú? - preguntó Velthen al pensativo montaraz.

   - Que tu padre volverá a sacarnos a puntapiés como perros sarnosos, pero si insistiendo conseguimos que por fin…

   No pudo acabar la frase. Ectherien se levantó y olfateó el ambiente. Observó a su alrededor, como buscando algo. Parecía muy alterado. Dálfvar también se agitó y corrió hacia la ventana de la taberna, descorriendo apresuradamente las sucias y raídas cortinas.

   - ¿Tienes encendida alguna chimenea? - preguntó atropelladamente Ectherien al tabernero.

   - Aún es pronto para encender un fuego - soltó sin inmutarse, desde el otro lado de la barra. - Si tienes frío, te pones más ropa.

   - ¡Fuego! - gritó Dálfvar que se apresuraba a salir por la puerta. - ¡Fuego en la colina!

   Un aullido que venía de fuera, acompañó la voz de alarma del viejo. Velthen se quedó petrificado, helado por un terror que se abría paso sin permiso en su ser. No se atrevía ni a volver la cabeza para confirmar sus sospechas, pero Ectherien le hizo volver en sí.

   - ¡Vamos, a fuera! - le gritó cogiéndole del brazo y sacándolo casi a rastras de la taberna.

   A fuera, y como aparecido de la nada, estaba el enorme huargo blanco que aullaba desesperadamente, con su cabeza erguida y el cuerpo en completa tensión, como señalando una dirección. Velthen siguió con nerviosismo la mirada del lobo, entre los gritos de la gente que ya salía de la taberna, y observó con horror lo que temía y se negaba a aceptar. Thondon, su aldea y hogar, estaba en llamas.

   Toda la gente que, apenas hacía unos momentos, estaba tranquila y sosegadamente tomando un trago y charlando, ahora gritaban alertando sobre el incendio y se precipitaban a la carrera colina arriba para tratar de socorrer a la aldea. Velthen también corría, con el huargo tras él que no paraba de gruñir alterado. Ectherien los seguía, mientras la anciana figura de Dálfvar quedaba bastante más atrás. Estaba claro que el viejo trotamundos no podía seguir su ritmo de carrera, pensó Velthen.

   Las lágrimas recorrían su rostro, mas no sabía si eran por el escozor que producía el humo proveniente del incendio o de la desesperación por ver su hogar arder. Solo un último esfuerzo y ya habría llegado. Debía ayudar a su gente, debía saber si sus padres estaban a salvo.

   Cuando ya estaba lo suficientemente cerca de la aldea, comenzó a escuchar los gritos de horror de las gentes de Thondon. Llantos, alaridos, chillidos y voces histéricas. Algunos corrían colina abajo, con rostros espantados. Velthen no entendió ese comportamiento. ¿Huir? Su aldea se consumía en el fuego y ellos… ¿se marchaban aterrados?

   - ¡¿Qué hacéis?! - les gritaba Velthen presa del nerviosismo y la indignación cuando se cruzaba con alguien. - ¡Hay que apagar el incendio!

   Pero la gente no parecía escucharlo. Parecían poseídos por un miedo a algo mucho más devastador que un simple incendio. Al fin, cuando las primeras casas estaban a escasos veinte metros, un joven gritó:

   - ¡Han venido! ¡Estamos perdidos! ¡Es el fin!

   Velthen se volvió incrédulo hacia el chico, que se alejaba atropelladamente de la aldea. ¿Qué quería decir? ¿Alguien había provocado el incendio? La respuesta Velthen la encontró muy pronto. Con un “¡Al suelo!”, gritado por Ectherien que le tiró al suelo con un rápido empujón, una flecha negra pasó silbando por la cabeza del joven herrero. La saeta golpeó contra el muro de una casa y cayó al suelo. Velthen miró en la dirección de donde procedía la flecha y observó, mientras su corazón se aceleraba por momentos, cómo un enorme orco de piel oscura aparecía tras  la negra humareda. Y cuando vio a Velthen, un gruñido ronco y gutural salió de su garganta. El terror tenía paralizado al joven, que no daba crédito. Pero Ectherien fue mucho más rápido en reaccionar, y desenfundado su espada se lanzó hacia el orco que ya se aproximaba a Velthen. Aquel inmundo ser no debió de percatarse de la presencia del montaraz, o tal vez quería que su víctima fuera alguien desarmado, y lo pagó recibiendo un sendo tajo en el cuello que le hizo desangrarse lentamente bajo la desorbitada mirada de Velthen. Su negra sangre manaba como si de un sucio caudal de aguas turbias se tratara.

   - ¡Vamos, maldita sea! - le gritó Ectherien mientras le zarandeaba con violencia. - ¡Reacciona, muchacho!

   Aquello hizo que Velthen volviera en sí y tomara consciencia de la realidad. Estaba allí, en su aldea, viendo como ardía y se desplomaba a sus pies todo lo que un día amaba. Donde había crecido. Algunas de las gentes que Velthen conocía, ahora huían… o estaban muertos… ¡Muertos! ¡Sus padres! ¡Debía ir a la herrería y a su casa! Si no estaban ya a salvo, debía acudir en su ayuda.

   Se levantó torpemente y se restregó los ojos, que le ardían en las cuencas. Se volvió hacia el horror que tenía delante y se dispuso a correr para prestar la ayuda necesaria, pero Ectherien le agarró con fuerza del brazo y le atrajo para sí mismo.

   - ¡Muchacho, no hagas locuras! - dijo desesperado el montaraz. - ¡Los orcos han arrasado Thondon, debemos marcharnos! ¡No podemos hacer nada!

   - ¡Déjame! - le gritó Velthen soltándose del brazo de Ectherien violentamente.

   - ¿Tan poco aprecias tu vida? No la malgastes en vano.

   Pero Velthen no le escuchaba. Su mente solo giraba en torno a una idea: Buscar a sus padres. Salió corriendo en dirección a la herrería, mientras Ectherien le seguía, implorando que se largaran rápidamente de allí.

   De camino, consiguió un martillo enorme, que Tunk el carpintero aún tenía asido en su mano muerta. El carpintero había muerto… el destino había sido cruel con él y con todos los que yacían.

   Otro orco apareció por la derecha, justo de detrás de una casa que comenzaba a arder. Velthen, no supo cómo, golpeó rápida y violentamente con el martillo la cabeza del enemigo, aplastándola por la parte donde había impactado. La rabia y el odio hacia esos seres le empujaban a no tener miedo a nada. Si ese era su fin, se llevaría con él a un buen número de sucias y apestosas alimañas.

   Un tercer orco surgió justo delante de él, uno de esos enormes y oscuros. Tampoco se esperaba éste tener a Velthen delante, porque de ser así le habría rajado con su gran espada. Al toparse con el joven, la reacción del orco fue asestarle un duro golpe en forma de gancho con el puño. El impacto fue capaz de elevarle unos centímetros del suelo y lanzarle hacia atrás. Cayó de espaldas al suelo y se sintió un poco mareado. Pero la cólera que le dominaba ni siquiera le hizo sentir el dolor del fuerte puñetazo. Ahora el orco sí tenía preparado el acero para rematar la faena.

   Como un rayo, Ectherien se interpuso entre el joven herrero y su oponente, lanzando un mandoble que hizo que el orco tuviera que aplicarse con toda su voluntad, pese a su envergadura, para detenerlo. Pero Ectherien seguía arremetiendo con fuerza, obligando al enemigo a ceder unos metros, aunque no parecía dispuesto a rendirse. Velthen se incorporó un poco del suelo, hincando una rodilla en el mismo, recogió el martillo y, sin darse un segundo para pensar lo que hacía, lo lanzó con virulencia contra el orco. El proyectil impactó en sus costillas, obligando al enemigo a encogerse debido al dolor, cosa que Ectherien aprovechó para atravesarle con la espada sin vacilar. Se volvió a Velthen jadeante.

   - ¡Orcos brunos! - le dijo. - Mucho más grandes y fuertes que los orcos normales. No tendremos muchas más oportunidades.

   Velthen escuchaba los gritos de sus conciudadanos, las risas y voces ignominiosas de los orcos. No podía abandonarlos…

   - ¡Mis padres! - le dijo a Ectherien con un nudo en la garganta. - ¡Tengo que encontrar a mis padres!

   Y volvió a salir corriendo en dirección a la herrería, que ya la tenía muy cerca.

Cuando al fin la alcanzó, el mundo se le vino encima. La Forja de Velteon, el negocio más próspero y reputado de todo Thondon, ardía y se hundía bajo sus cimientos como el resto de la aldea. Pero a Velthen no le dio tiempo a asumir la terrible pérdida, porque un total de cinco orcos, tres comunes y dos brunos, se disponían a acometer contra él y el montaraz. Ahora si que parecía que estaban perdidos. Eran dos y, por muy buen guerrero que fuera Ectherien, la superioridad numérica era aplastante.

   De repente, y como si de un espectro se tratase, apareció el viejo Dálfvar con su vara sujeta con amabas manos, la mirada desafiante y clavada en los enemigos, que lo observaban con desconfianza. Sin mediar palabra, y con una rapidez impropia para un hombre se su edad, el viejo se lanzó contra los orcos golpeando a un común con la parte baja de la vara en el cuello. El violento golpe debió acertar a romperle el cuello, pues cayó fulminado al suelo. Con otro movimiento, se zafó de una estocada que uno de los orcos brunos le había lanzado, retorciendo con la vara la garra del orco y rompiéndosela, dejándole desarmado. Dálfvar volvió a golpear, con una media vuelta, en el cuello del jadeante enemigo, y, aprovechado el impulso que este movimiento le otorgaba, también impacto en el pecho del otro enorme orco, que se retiró profiriendo un gruñido cargado de dolor y rabia.

   Ectherien ya acompañaba a Dálfvar en la acometida, y entre los dos, consiguieron segar la vida de los dos oponentes que les restaban. Velthen, pese a la sorpresa de ver a Dálfvar convertido en un terrible paladín, no dejaba de mirar cómo la herrería se desplomaba, pasto de las implacables llamas.

   Dálfvar corrió hacia él y le obligó a mirarlo cogiéndole la cara con una mano.

   - ¡Velthen! La aldea está perdida. Los orcos la han arrasado.

   El joven lloraba amargamente, toda su vida se estaba viniendo abajo.

   - ¡La herrería! - sollozó. - ¡Mis padres!

   Dálfvar se levantó y, con un movimiento seco y directo, señaló con la vara hacia la herrería y cerró los ojos. Una especie de viento que se arremolinaba desde el cielo, comenzó a descender hacia lo poco que quedaba de la forja en pie, sofocando los focos que causaban el incendio de la misma. Velthen no daba crédito ante lo que había visto. Dálfvar era… ¡un mago!

   - ¿Cómo has podido…? - consiguió articular el muchacho.

   - No hay tiempo para eso - le interrumpió Dálfvar. - Mira los restos de la forja. Tus padres no están aquí.

   Y eso solo podía significar una cosa… O habían escapado o estaban en la casa. Debía comprobarlo. Se volvió, un tanto desorientado por todo lo que estaba viviendo, y continuó subiendo la empinada calle que le llevaba a su hogar. Pero no era tan sencillo como él hubiera esperado o querido. Los orcos volvían a salirles al paso. Ahora solo eran dos, de modo que sería fácil librarse de ellos. Aunque no les dio tiempo a atacarlos, porque el enorme huargo blanco, que se había separado del resto atraído por el olor de la sangre, se lanzó contra ellos con las mandíbulas abiertas de par en par, buscando las yugulares de sus víctimas. Ni que decir tiene que la portentosa bestia se tomó su particular venganza por aquel fatídico día en el bosque, y los liquidó de forma rápida y eficaz, como el feroz depredador que era.

   Continuaron ascendiendo y matando a cuantos orcos se cruzaban con ellos, hasta que por fin divisaron la casa de Velthen. Pero la imagen que se toparon fue la más cruel, espeluznante y traumática que jamás Velthen hubiera visto. La casa era una informe bola de fuego que se agitaba desafiante y consumía todo lo que un día significó algo para el joven. Aunque, lo peor no estaba en la devastación de las llamas… Tirados, como si de peleles de trapo se tratasen, y ahogados en un charco de sangre, Velthen se enfrentó a la cruda y dura realidad de reconocer a sus padres mientras una veintena de orcos ascendían por las empinadas cuestas de la colina.

   - ¡Noooooooooo! - el grito de Velthen fue tan desgarrador que hasta el huargo aulló compartiendo el dolor del muchacho. - ¡No es verdad! ¡No está pasando!

   Rápidamente, Dálfvar, que también se conmocionó al ver aquel dantesco espectáculo, reaccionó girando al muchacho en otra dirección.

   - No te hagas esto, Velthen - dijo el viejo, intentando controlar el ataque de histeria que tenía el joven. - No te castigues por ello.

   - ¡Dálfvar! ¡Mira! - Ectherien señalaba abajo, hacia el camino que llevaba al bosque y a las montañas del Ered Durak.

   La sorpresa fue mayúscula al ver cómo una fila casi interminable de orcos se desplazaba en dirección a Thondon. Una hilera negra e interminable de enemigos que surgían desde más allá de donde la vista alcanzaba. Y lo más terrible es que había ogros, esas enormes moles de casi tres metros, que marchaban con ellos. Los primeros ya habían llegado a la altura de lo que era la casa de Velthen, derribando algún muro de piedra de las casas con sus propias manos. Aquello era terrible, devastador… Velthen continuaba en estado de shock, pero afortunadamente sus compañeros reaccionaban ante todo aquello.

   Ectherien descubrió dos muros semiderruidos que hacían esquina, e indicó a Dálfvar que se escondieran allí. El viejo tiró con fuerza de Velthen, obligándolo a moverse. Los tres permanecieron unos tensos instantes agazapados hasta que el montaraz rompió el silencio.

   - Ha sido una imprudencia venir aquí, Dálfvar - dijo meneando la cabeza. - Ahora ya no hay nada que nos retenga. Debemos irnos ya.

   Velthen estaba destrozado por el dolor, no tenía fuerzas ni para discutir.

   - Mis padres… - balbuceó presa de la congoja. - Tengo… Debo ir con mis padres…

   Dálfvar le cogió de los hombros y le miró compasivamente. El golpe había sido demasiado duro.

   - No hagas de su muerte un acto inútil, Velthen - dijo suavemente el anciano. - Y honra su memoria permaneciendo vivo. Tendrás tiempo de ajusticiar esta barbarie, pero ahora debemos huir.