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Presagios y augurios
Válindel se había convertido en un hervidero. Desde que Thil Ganir, Rey Inmortal y Señor de los Altos Elfos, convocó para ese día una asamblea donde se reunirían todos los grandes señores de Asuryon, la bella capital élfica había sido un ir y venir de viajeros.
Desde Quil Asur hasta Ilethriel, habían llegado personalidades de todos los rincones del reino de los atelden. Sabios, videntes, paladines y guerreros no querían faltar a la llamada de su señor. Para Elebrian aquello era un acontecimiento único.
Como maestro de Las Primeras Espadas Inmortales, iba en calidad de acompañante del Ministro y Valido de los Videntes Celdan, señor de la Torre de Sabiduría de Nión. Aunque sospechaba que también cumplía el papel de escolta, pues desde que los videntes interpretaron las señales, toda la isla de Asuryon se mantenía en una inusual alerta que solo se repetía cuando se intuía una incursión marítima de sus reflejos opuestos: Los varelden o elfos oscuros. Pero aquello superaba con creces cualquier plan para rechazar naves enemigas o dar caza a supuestos invasores. Daba la impresión de que se iba a acabar el mundo, y tras ver el extraño comportamiento de su señor Celdan, más silencioso y atribulado que de costumbre, una incipiente preocupación crecía en él.
Mientras caminaba por la bella Válindel, capital de Asuryon y morada de los Reyes Elfos, se intentaba autoconvencer de que aquello no tendría las trágicas consecuencias que las habladurías dejaban entrever. Él ya había vivido experiencias catastróficas, situaciones que hubieran superado a los débiles y corruptibles hombres mortales, y salió airoso de ellas. Había combatido a varelden, a orcos y trasgos, incluso se jactaba de haberle cortado la cabeza a un ogro. Aquel revuelo solo traería escuchar las mismas decisiones y planes en caso de ataque. Sí, los videntes y sabios de Nión solían preocuparse en demasía. ¿O tal vez esta vez era distinto?
Le gustaba pasear por Válindel. Solía ir muy pocas veces al año, pues siempre se quedaba en Nión para ocuparse del entrenamiento de los Primeras Espadas, y Celdan partía con una escolta de sus mejores espadachines. Por eso caminaba sin prisa hacia el Salón del Fénix, que era donde se celebraría la asamblea. Se deleitaba con el magnífico paisaje que se situaba frente sus ojos: La ciudad escondida entre las Montañas Colmillo de Dragón, surcada por el nacimiento del río Rívenor, el cual serpenteaba y saltaba dividiendo la ciudad en dos que unían varios puentes de mármol color blanco y turquesa. Toda la ciudad era de ese color, contrastando con las aguas de su río y la piedra de sus montañas. Tejados a dos aguas, torres nacaradas, bóvedas de intrincado diseño y miradores... muchos miradores para poder contemplar el esplendor de la joya élfica que era Válindel. Los árboles crecían altos. Abetos, pinos, abedules. Se intuía el bosque que quedaba más abajo de la ciudad, a la sombra de las montañas. Atravesarlo era obligatorio para acceder a la senda que discurría Diente de Dragón arriba. Elebrian celebraba el don de la visión para poder disfrutar de aquello.
Pasear por Válindel era tan placentero, que cuando se quiso dar cuenta ya había llegado al Salón del Fénix, una cámara circular abovedada soportada por pilares de armonioso labrado, con bancos de piedra y madera dispuestos en un semicírculo que se dividía en la mitad por unas escaleras que llevaban a los dos tronos de los reyes. Ambas sillas simulaban el tronco y copa de un árbol. Allí vio al Valido de los Videntes, que se apresuró a hacerle un gesto para que se sentara a su lado. Elebrian asintió con la cabeza y se aproximó.
- Aún no han llegado los reyes, por lo que veo – dijo el Primer Espada a Celdan cuando se sentó a su diestra.
- Dejan un tiempo de cortesía para que los convocados no falten a la asamblea – respondió el vidente. – Tú por ejemplo, te has demorado.
- Sí, me entretuve caminando por la ciudad – dijo Elebrian como quitándole importancia a su falta de puntualidad. Sabía que hubiera sido mejor llegar con Celdan que él solo, exponiéndose a las miradas de los asistentes. – Veo que están todos, no ha faltado ninguno de los señores atelden.
- Hoy no existe la excusa para no acudir a la llamada de nuestros soberanos.
- Si me permites la pregunta, Celdan, ¿por qué tanto misticismo? Ya hemos vivido situaciones trágicas que el cruel destino dispuso contra nosotros, y las superamos.
- Quizás el destino ha creído oportuno ponernos a prueba una vez más. Aun así, esta vez todo es distinto.
- ¿Distinto de otros vaticinios? Perdona mi franqueza, pero no veo la...
Elebrian tuvo que guardar silencio, pues la voz de uno de los heraldos de los reyes elfos los presentó a los asistentes. Todos y cada uno de los atelden presentes se levantaron con solemnidad, y miraron al pasillo que, tras un telón turquesa con bordados en hilo de oro y plata, se ocultaba detrás de los dos tronos.
Con paso lento, firme y elegante, aparecieron los soberanos de los altos elfos: Thil Ganir, Rey Inmortal, y Élennen, Reina Imperecedera.
A los ojos de Elebrian nada se podía comparar con la majestuosidad de sus monarcas. Thil Ganir era un elfo de pelo oscuro y ojos miel, cuyo rostro, digno y refinado, reflejaba la sabiduría que los siglos le habían regalado. Pero la mención especial la tenía Élennen. La reina de los atelden era la belleza más pura, más intangible y sutil que jamás había visto. Una larga melena dorada le caía en cascada más allá de la espalda y enmarcaba un rostro delicado, pálido como luz invernal, con unos labios que hasta las fresas maduras se sonrojarían. Sus ojos, de un azul turquesa como el mismo río que cruzaba Asuryon, eran vivos, parecían escrutar a todo el mundo, pero también eran tristes, y parecían soportar grandes pesares que los siglos solo podían acentuar. Era una diosa inmortal, perenne como las coníferas de los bosques. Elebrian solo había visto a sus reyes dos veces, y en las dos ocasiones tuvo el mismo sentimiento de admiración e impresión. Tras ellos, caminaba escoltándolos el paladín de los reyes: Célestor el Invicto, ataviado con su dorada armadura y la capa roja con adornos en plata propia de su posición, sin yelmo, con su castaña clara melena suelta cayéndole por los hombros. Se situó a la diestra de su señor.
A un gesto de mano de Thil Ganir, los atelden convocados al concilio, volvieron a sentarse, esperando que sus señores se acomodaran en sus tronos, tras lo cual, el rey elfo dijo con voz suave pero segura a su vez:
- Nuestro agradecimiento a todos los presentes por partida doble. Primero, por asistir a esta asamblea excepcional y de carácter urgente que hemos convocado, pues me consta que todos habéis dejado de lado otros asuntos importantes que os requerían. Y lo segundo, por demostrar con vuestra presencia que, entre todos, podremos encontrar una salida a este mal designio, a esta maldición.
Mientras el rey hablaba, de pie y con gesto señorial, la reina Élennen recorría con su mirada los ojos de los presentes, como si buscara algún atisbo de duda, algún titubeo. Cuando Elebrian se cruzó con aquellos luceros turquesa, no pudo, cuanto menos, que bajar la mirada intimidado.
- Cedo la palabra al Ministro y Valido de los Videntes Celdan, Guardián de los Secretos y Sabio de la Torre de Nión – dijo Thil Ganir, indicando al mencionado que era su turno de palabra.
- Sus Majestades, grandes señores de los atelden, hermanos míos. Largo tiempo ha pasado desde que las viejas profecías fueron escritas. Tanto que algunos incluso se olvidaron de su existencia – dijo Celdan, erguido y solemne. – Pero las señales son claras, y muchos las hemos interpretado. Doscientas lunas han pasado ya desde que el cielo se alzó rojo, señal del derramamiento de sangre, desde que la lluvia y la nieve cayeron a la vez. Malos presagios, sin duda. Es el advenimiento de la tormenta. La llegada del fin.
Hubo un murmullo generalizado en la cámara ante la manifestación del vidente. A Elebrian no le sorprendía, pues había escuchado aquello, en los últimos meses, más de una vez.
- El sabio vidente Celdan está en lo cierto – intervino un elfo de pelo castaño y rostro juvenil. – No es ningún secreto para nosotros que, allá en el Continente Naciente, los clanes de los hombres del norte se hayan unido bajo un mismo estandarte. Ya tienen un adalid al que seguir, un líder: El mil veces maldito conocido con el nombre de Sártaron.
La sala se agitó al escuchar el nombre del caudillo arjón en boca del elfo, cuyo nombre era Glórophim, como si les hubiera echado un maleficio. El Rey Thil Ganir hizo una llamada al orden.
- Procuremos mantener la calma – dijo con voz serena, - y escuchemos todo aquello que todavía tenemos que decir antes de actuar.
- No tiene sentido la paciencia, mi señor – dijo Vior, el señor de Quil Asur y capitán de la flota de barcos élficos, - si, como ha dicho Celdan, se avecina el fin. El mundo que conocemos va a cambiar y será inevitable.
Nuevo revuelo y nuevos murmullos nerviosos. A Elebrian aquello empezaba ha entretenerle. La superstición y las creencias en las viejas profecías iban a imponerse a la destreza en combate que tenían los atelden, sin parangón alguno. Aquello era de locos.
- ¿Son claras las señales, Celdan? – preguntó el rey elfo - ¿No dejan lugar a duda?
- No solo se han manifestado los signos que he mencionado, mi señor – contestó el vidente. – Todos hemos sido testigos de los cambios que anuncian el desorden. Las aguas del Mar del Ocaso rompen con violencia extrema en los acantilados de Quil Asur, el humo se alza de nuevo en el Monte de Fuego en Ilethriel, morada del dragón Thariour, y aquí, en las Montañas Colmillo de Dragón, los feliones se han vuelto más peligrosos y agresivos que nunca.
Thil Ganir volvió la mirada a otro elfo que llevaba una capa blanca de piel de felión, el pelo adornado con varias trenzas y ojos de felino. Le surcaba una cicatriz en a parte derecha del rostro, desde la ceja hasta un poco más abajo del pómulo. Era un milagro que hubiera conservado el ojo.
- ¿Los cazadores de las montañas también habéis notado los signos que menciona el ministro vidente, Éldor? – preguntó el rey al elfo de la capa de felión. Éste se levantó, dejando ver que era más alto y corpulento que el resto de los atelden.
- Bien sabéis, mi señor – inició Éldor el Cazador, - que procuro mantenerme al margen de augurios y vaticinios. Me considero un guerrero y un cazador, igual que los míos allá en las montañas. Pero debo admitir que el vidente Celdan tiene razón. He tenido que intensificar las batidas de caza pues los feliones son muchísimo más salvajes de lo que nos tienen acostumbrados. Cuando hemos capturado alguno, yo mismo he intentado adiestrarlos, pero sin éxito. Su agresividad y fiereza no los hacía aptos para el indulto. Hemos segado la vida de muchos y me temo que no serán los últimos. De modo, que coincido con el vidente en que los feliones barruntan algún tipo de mal.
- El mar hace gala de su furia en Quil Asur, mi señor – intervino Vior. – Los acantilados tiemblan ante las acometidas del bravo oleaje. Las señales son claras. Es la condenación.
Thil Ganir parecía apesadumbrado, sentado y abatido en el trono. A Elebrian le dio la sensación de que su monarca había perdido una guerra sin haberla luchado. Sintió ganas de gritar y llamar a la cordura. ¡Eran elfos, por el cielo infinito! Eran los atelden, hijos de Ayrion, el primer rey élfico. Los elegidos por la luz, aquellos que expulsaron a los varelden de sus tierras y los enviaron exiliados a Undraeth. Habían librado infinidad de batallas y de todas salieron victoriosos. ¿Cómo unas palabras pronunciadas por algún loco vidente tiempo atrás podían intimidarlos? No daba crédito.
Estaba en estas cavilaciones cuando la reina Élennen, que se había mantenido en silencio mientras todos exponían sus argumentos y opiniones, se levantó de su trono y alzó con gracia una esbelta mano. Todos guardaron silencio a la espera de sus palabras. Elebrian observó como el imperturbable paladín de los reyes, Célestor, posaba su mirada en la soberana. Su voz era pausada, tranquila, como las aguas de un lago.
- Ciertamente hay indicios de que algo se avecina – dijo Élennen. – Un mal latente ha tomado forma en Mezóberran y, como si de un puño de acero se tratase, nos golpeará a todos. Lo he presentido. Celdan está en lo cierto y no podemos evitar lo que el destino quiere que acontezca. Los varelden volverán para arrojarnos de Asuryon y consumar su sed de venganza, los hombres caerán ante un nuevo conquistador. Los orcos, los ogros y demás bestias devastaran las tierras y devorarán la carne de sus enemigos. Contra el mal que se propaga por el Continente Naciente nada pueden los atelden hacer.
Las palabras de la reina Élennen recorrieron la cámara como un viento gélido e invernal, dejando a los presentes congelados ante sus oscuros argumentos. Incuso Elebrian sintió un estremecimiento que le sacudió por la espina dorsal.
- Sin embargo – añadió Élennen, - no todo está perdido. La profecía no solo anuncia el advenimiento de un mal que asolará el mundo conocido. También arroja luz y esperanza.
Aquello si que fue toda una revelación. Los elfos presentes comenzaron de nuevo con los murmullos y el barullo. Todo había dado un giro inesperado. Elebrian parecía fascinado con Élennen, pues se había mantenido en silencio discretamente y ahora, con su discurso, agitaba la asamblea. Digno de una auténtica reina.
- ¿A qué os referís, mi señora? – preguntó incrédulo Glórophim.
Élennen miró a los ojos de Celdan largo rato, unos segundos donde reina y vidente compartieron una complicidad casi mística. Fue Celdan quien rompió el silencio.
- Creo que Su Majestad se refiere a la antigua profecía que pronosticaron los antiguos videntes y oráculos cuando marchamos del Continente Naciente, cuando se lo dejamos a los hombres como penitencia por nuestra bárbara guerra de secesión.
- ¿Te refieres a que esa profecía fue hecha cuando estalló la guerra entre nosotros y los seguidores del traidor Mathrenduil? – Elebrian ya no pudo aguantar más sin decir palabra.
- Yo conozco esa profecía bien – dijo otro elfo que, hasta el momento, había permanecido en silencio.
Todos se volvieron a él. Tenía un rostro sombrío y pálido. Su pelo era del color de la plata y sus ojos, que no se apartaban de los de la reina, eran oscuros y profundos, y en su interior albergaban una extraña sabiduría que resultaba inquietante. Su nombre era Faobereth, Señor del Bosque Perenne.
- Yo estuve allí el día que los videntes y oráculos de Nión auguraron la oscura hora que pronto acaecerá – prosiguió Faobereth. – Es la maldición de los hombres por su codicia, por sus ansias de poder. Y es nuestra maldición, por dividir nuestro pueblo.
- Me resulta irónico que, precisamente tú, Faobereth, que luchaste en la Guerra Élfica, nos culpes de separar a nuestro pueblo – soltó indignado Glórophim. – Bien sabes que fueron Mathrenduil y su madre la manipuladora quien nos dividió. Y si no me equivoco, el Traidor y sus seguidores arrastran ya los estigmas una maldición. No entiendo por qué el destino nos hace responsables de aquellos sucesos, y menos aún de la corrupta naturaleza de los hombres. No tiene ningún sentido.
- Sí tiene sentido, Glórophim – respondió Élennen, volviendo a reinar el silencio. – Los hombres son de voluntad débil y fáciles de seducir, pero nosotros hemos pecado de arrogantes y soberbios, creyéndonos sabedores de lo que es bueno o malo, subestimando a otras razas y pueblos.
- Existen fronteras que no conocemos entre el bien y el mal – apuntó Faobereth.
- Pero, ¿por qué pagar un precio tan alto por culpa de los hombres? – insistió Glórophim.
- No es culpa de nadie, señor de Ilethriel – intervino Celdan severamente. – Es el destino que así lo ha dispuesto.
- Pero hay una esperanza – añadió con voz suave la reina.
Todos volvieron a sentir esa llama en mitad del frío cuando Élennen habló. Elebrian ya no sabía qué pensar. Aquella historia de profecías, maldiciones, castigos y esperanza le era familiar, pero nunca antes había dado crédito de ella. Ahora se hallaba sentado a la derecha de Ministro de lo Videntes, frente a los Reyes Inmortales, debatiendo sobre un auspicio que no sabía si era bueno o malo. Escapaba a su lógica.
- ¿Esperanza? – preguntó sobrecogido el rey Thil Ganir.
Élennen dio un paso adelante, luego otro y otro más, alejándose del trono y aproximándose al centro de la cámara. Celdan y ella se miraban fijamente, sin pestañear. De pronto se encontró cerca del vidente y ambos, con voces claras pero sombrías recitaron:
- “Y en la hora sombría / que marcaron Inmortales, / sangre que dividía / lo bello en dos mitades. / Mancillada la tierra / y dejada a su suerte / que con odio maldijera, / con dolor y con muerte. / El viento de Septentrión / asolará cual tormenta / el corrupto corazón / que lo mortal alimenta. / Mas un rayo de luz / atravesar sombras quiere / y teñir el cielo azul / y que la esperanza volviere. / Exiliado en silencio, / ocultada verdad, / vendrá con paso lento / y con sus lobos detrás. / Estas son las palabras, / luz en la oscuridad, / que a todos unificaran. / El destronado reinará. “
En la cámara se produjo un profundo silencio de nuevo. Era casi ensordecedor, como un vacío. La profecía... la esperanza... la muerte... Nadie se atrevió a decir nada, solo hubo un intercambio masivo de nerviosas miradas que buscaban un signo que los ayudara a interpretar todo aquello. Elebrian, que se había mantenido escéptico en todo momento, parecía dudar de todo. Bien en el mal... Esperanza en la desolación... Unidad dentro del caos... Y la reina y el vidente se miraban con solemnidad, ignorando el desconcierto que se presentía en las voluntades de los elfos. Por fin Thil Ganir, levantándose del trono de forma pausada, dijo:
-Mi señora, ¿cómo podemos interpretar lo que dicta la profecía? – la reina no parecía escucharle, perdida en la mirada de Celdan. El rey Thil Ganir le puso con ternura una mano en el hombro. – Élennen.
Al contacto de la mano de su esposo, la reina reaccionó. Miró al rey a los ojos, triste, conmocionada con las palabras que ella misma había pronunciado. Fue Celdan quien habló.
- Mi señor, la profecía nos anuncia la llegada de la gran guerra que nos azotará. Eso es inevitable, es una expiación por los pecados de hombres, elfos y demás pueblos libres. Pero también anuncia la llegada de un salvador, un redentor que ha permanecido oculto en las sombras, alguien que llevará la bandera que nos unirá a todos. Se enfrentará al mismo mal y lo derrotará.
Elebrian sintió un vértigo extraño, la sensación de vivir en un sueño del que no podía despertar. ¿Un elegido? ¿Un salvador? Empezaba a sentir vergüenza ajena.
- La interpretación que le das a la profecía tiene mucho sentido, Celdan – dijo Vior, - pero encontrar un elegido, un favorito del destino que nos salve a todos de la catástrofe puede ser una utopía. Cualquiera puede ser dicha persona. Lo puede ser un enano, un hombre o nosotros mismos, los elfos.
- El elegido será un mortal – sentenció Élennen.
Lo que nadie esperaba. Un mortal. Un hombre. De todos los seres que habitaban la Tierra Antigua iba a ser un débil mortal, faltos de voluntad, demasiado imperfectos como para asumir esa tarea. Elebrian no pudo disimular una sonrisa, mientras meneaba la cabeza incrédulo.
- ¿Podrías explicar a la cámara qué te resulta tan gracioso, Primer Espada? – lo reprendió Celdan, fulminándolo con la mirada. Elebrian se sintió algo avergonzado.
- No es gracia, Celdan, es incredulidad – respondió Elebrian. – Veo en los mortales demasiadas taras como para asumir una tarea tan complicada y dura, si bien es cierta la profecía.
- ¿Te consideras tú tan superior a los hombres como para empuñar tu espada y cumplir con lo que dicta este vaticinio? – volvió a preguntarle el valido de los videntes.
- No, desde luego. Yo no me considero tan arrogante como para creer que soy un elegido, un individuo con poder suficiente como para liderar un ejército donde tomen cabida todos los pueblos de la Tierra Antigua. El error del hombre radica ahí: en que ellos son tan presuntuosos como para llegar a creerse que son los salvadores del mundo. Me imagino a los reyes y regentes de los reinos del Continente Naciente reclamando para sí el honor de ser el favorito del destino, el salvador que nos libere de la tiranía y el mal. Yo no soy así, y ningún atelden es así.
Élennen le miró con tristeza, como si le apenara la forma de pensar de Elebrian. Le hizo sentirse incómodo.
- Muchos serán los que crean que ellos son los llamados a cambiar el rumbo de la historia – dijo la reina. – Pero solo uno tendrá ese poder. No será un rey, ni un gran señor. No será un paladín. Quizá él ni siquiera sabe que le toca jugar a un juego del que desconoce las reglas. Un destronado, oculto en las sombras. Una verdad oculta. Ese será nuestro elegido.
- ¿Alguien ajeno a su propio destino? – preguntó algo reticente Glórophim.
- Todos somos ajenos nuestro destino. ¿O acaso tú sabes qué es lo que te depara, Glórophim? – intervino Éldor.
- Yo creo que buscar un elegido entre todos los hombres es una quimera – protestó Elebrian, que ya había perdido todo el pudor a hablar claramente. – La unidad entre ellos radicará en el buen entendimiento de sus señores, no en la esperanza de la llegada de un nuevo líder.
- ¿Entendimiento entre los hombres? – dijo incrédulo Vior – Eso si que es una quimera. Debemos asumir nosotros el papel de liderazgo hasta que ese elegido se dé a conocer.
- Lo que debemos hacer es velar por Asuryon y por nuestro pueblo – Elebrian notaba como la indignación se apoderaba de él. – Los hombres y enanos son los herederos del Continente Naciente. Que sean ellos los que luchen por lo suyo y nosotros por lo nuestro.
- ¿No has escuchado lo que Celdan y nuestra reina han dicho? – bramó Vior. – Debemos buscar una alianza con los hombres y enanos, y cuando llegue el elegido...
- ¡Pero es que quizá no llegue ese elegido! – exclamó Glórophim.
- ¡Silencio! – la voz de Célestor, el Paladín Real, retumbó en la cámara. – Estamos en una asamblea real, en estancias reales. No permitiré desacato alguno a nuestros soberanos. Que sean ellos los que decidan y acatemos sus órdenes.
Los presentes se sintieron abochornados. Era un espectáculo lamentable el sucedido. No debían discutir, debían actuar y pronto. No era momento de pensar en profecías, ni en elegidos, ni en líderes. Era la hora de luchar por no perecer.
- Mi señor – dijo Célestor, - ¿qué deberemos hacer?
Thil Ganir meditó unos instantes, como esperando que una panacea para aquellos problemas apareciese. Luego miró a Élennen, largo rato, como sumergiéndose en sus pensamientos. Por fin habló:
- Tiempos aciagos nos tocan vivir – comenzó el rey atelden. – Y difícil se presentan las cosas ante un futuro tan inmediato y cruel. No debemos olvidar que este es nuestro hogar, y que los varelden intentarán usurpárnoslo como tiempo atrás. Solo que esta vez no vendrán solos. Los borses y arjones, cuyo pacto con ellos parece sellado, les prestarán ayuda como pago por su lealtad ante la conquista de los demás pueblos de la Tierra Antigua. Por eso los reinos libres no deben caer. Ayudaremos a los hombres y enanos en la guerra que se avecina, sin olvidar de procurarnos nuestra propia seguridad aquí, en Asuryon. Mandaremos un destacamento para sondear a los grandes señores de hombres y enanos, llevaremos un mensaje de unidad, pero no asumiremos liderazgo alguno, y nuestras tropas marcharan con ellos a la guerra si así se dispone. En cuanto a la profecía y a ese elegido... – hizo una pausa. Elebrian se regocijó pensando que su rey hubiera aportado cordura ante tales despropósitos. – La reina Élennen y yo estudiaremos con los videntes la forma de buscarlo, encontrarlo y protegerlo hasta que asuma su responsabilidad y parte en esta historia. Estas son mis palabras, y así han de verse cumplidas.
Ahora si que no daba crédito a lo sucedido. Una búsqueda sin fundamento ninguno... Elebrian sintió cómo su mundo de cordura y sensatez había caído ante palabrería vieja. Su pueblo iba a sucumbir en la sombra y ellos se lanzarían tras los pasos de un desconocido mortal llamado a ser su líder. ¡Qué irónico era el destino a veces!
- Elebrian – Celdan le sacó de sus propias cavilaciones. – Cuando los reyes se hayan entrevistado conmigo y hayamos decidido la manera de proceder, disponlo todo para nuestro regreso a Nión.
- Así será, Celdan – dijo mientras
se retiraba incrédulo