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Lagoscuro.
Después de todo lo sucedido en Thondon, y tras las increíbles declaraciones que le habían confiado Dálfvar y Ectherien, a Velthen le resultaban extrañas aquellas tranquilas jornadas de viaje. Desde que abandonaron el Bosque de Thondon y sus proximidades no habían observado ni rastro de los orcos y ogros, ni nada que les hiciera sospechar que los estaban siguiendo. Resultaba inquietante, casi intranquilizador, como una colorida flor en mitad de un paisaje yermo y abrupto. No era natural.
Tampoco consiguió sonsacar más información al mago ni al montaraz, excepto que Lagoscuro, que era allí donde se dirigían, era la misteriosa ciudad de los montaraces oculta en el Bosque de Arnor, y que nadie ajeno a ellos había sido capaz de descubrir. El linaje perdido de los antiguos reyes de Cáladai había sido objeto de numerosas persecuciones desde su caída, convirtiéndose en una auténtica amenaza para muchos señores regentes, que veían peligrar su poder. De ahí la necesidad de mantenerse ocultos de las miradas desconfiadas.
El camino se prolongó durante tres jornadas, en las que transitaron bajo la sombra del Ered-Durak, dirección sur. Seguían la estela de las montañas por dos razones: La primera era porque era el camino más sencillo para llegar hasta el Bosque de Arnor, y la segunda porque, en caso de sufrir un ataque, tendrían más posibilidades de refugio y de escapatoria en las rocas que en terreno llano.
- Al menos - comentaba Ectherien mientras caminaban - aquí encontraremos cobijo y protección cuando caiga la noche. Permaneceremos ocultos a los ojos ajenos.
- Sí - sonrió Velthen, que observaba al huargo cómo avanzaba olisqueando el aire. - Y si nos vemos en dificultades, siempre podremos confiar en que los enanos que habitan estas montañas acudan en nuestra ayuda.
Dálfvar se rió ante aquel comentario, pero Velthen no le veía la gracia en ningún sentido.
- Eres un joven de mente despierta, Velthen, de eso no hay duda - dijo amablemente el viejo mago. - Pero mucho me temo que los enanos tienen sus propios problemas como para preocuparse de garantizar la seguridad de tres simples caminantes.
- Además - añadió socarronamente Ectherien, - los enanos viven bajo las montañas, no sobre ellas.
Velthen agachó la cabeza, ciertamente avergonzado ante su evidente falta de conocimiento. Demasiados días en la forja de su padre y escasos leyendo libros.
- ¿Has visto alguna vez una ciudad enana? - preguntó curioso el joven al montaraz.
Ectherien esbozó una media sonrisa, mientras el enorme lobo blanco se adelantaba y comenzaba a caminar por delante de ellos.
- He conocido alguna - admitió el montaraz. - Hace ya largos años.
- ¿Y tú, Dálfvar? - volvió a inquirir Velthen. - Seguro que tú las conoces todas.
Aquello volvió a hacer reír al mago, que apoyó una mano cordialmente sobre el hombro del muchacho.
- Todas las ciudades enanas no se pueden conocer, joven amigo. Entre otras cosas porque hay tantas que ni siquiera los propios enanos las conocen en su totalidad. Pero se podría decir que conozco las justas y las completamente necesarias.
- Siempre hablando en ese tono enigmático… - farfulló para sí Velthen, lo que provocó las carcajadas de sus acompañantes.
Después de unas duras jornadas de viaje, donde la roca no parecía que fuera a desaparecer, comenzaron a divisar, desde la altura, las frondosas copas de los milenarios árboles de Árnor y el cristalino reflejo de las oscuras aguas del lago Lagoscuro. Fue entonces cuando Ectherien decidió dejar de ampararse en las montañas y avanzar más rápidamente por terreno llano. Ahora Velthen empezaba a ser mucho más consciente de la aventura que estaba a punto de emprender. La visión del lago y del bosque le hacía sentirse excitado, inquieto por todo aquello que podría conocer. Muchos grandes señores darían cualquier cosa por encontrarse en la posición en la que él estaba. Ahora empezaba a comprenderlo todo un poco más.
- En cuanto atravesemos las lindes del bosque - comenzó a explicar Ectherien mientras se aproximaban a Arnor - y bordeemos el lago, entraremos en los dominios de mi pueblo. Quiero que me escuches atentamente, Velthen, pues es posible que notes miradas curiosas y desconfiadas que se posan sobre ti. No debes alarmarte, tampoco lo tengas muy en cuenta. No estamos acostumbrados a los foráneos, y mucho menos a que entren en Lagoscuro. Entiende que eres el primero en hacerlo desde hace muchas décadas. Pese a todo, ten por seguro que tu lugar está aquí.
Velthen no quiso malinterpretar la severa mirada que Dálfvar había lanzado contra el montaraz, y prefirió tomarse aquello como un gesto de hospitalidad por parte de Ectherien ante un muchacho que había perdido su hogar y su familia de un plumazo. No obstante, se sintió turbado ante la posibilidad de no recibir una cálida bienvenida por parte de los montaraces.
El color de las copas de los árboles, que crecían altos y orgullosos, era de un verde intenso que hacía juego con las aguas negras y calmadas de Lagoscuro. El lago parecía sumido en un letargo milenario, creando alrededor del mismo una espera y blanquecina bruma que le dotaba de un aspecto mucho más mágico y misterioso. Era el lugar idóneo para ocultar a una antigua y poderosa raza de los hombres. Incluso el olor a tierra mojada parecía aportar ese toque vetusto al entorno. El huargo, con las orejas bien erguidas y el paso cauteloso, se mantenía alerta, como un centinela escrutando la oscuridad.
- Caminad detrás de mí - les susurró Ectherien. - Solemos poner trampas y otras celadas para alertarnos en caso de que alguien penetre en el bosque.
De pronto, el huargo comenzó a gruñir, erizando el lomo en actitud hostil. Un extraño y fantasmagórico ulular se propagaba entre los árboles. Velthen también sintió un frío escalofrío y se paró en seco.
- Espectros - musitó el muchacho, blanco de miedo. - Mi padre me dijo que Árnor estaba habitado por espectros.
- Eso creen muchos incautos que pretenden explorar las entrañas del bosque - apuntó Ectherien, acercándose a un árbol. - Pero lo que no saben es que, ese silbante lamento no lo producen las ánimas malditas, sino esto.
De entre las ramas, el montaraz extrajo una especie de caña, del tamaño de una flauta, hueca y que tenía un agujero en el centro. El aire, al penetrar en el interior de la caña, producía aquel silbido tan inquietante.
- Sonajeros - suspiró Velthen. - Un truco muy ingenioso.
- Toda precaución es poca - dijo Ectherien, dejando que el lobo olisqueara curioso la caña, ladeando la cabeza cada vez que sonaba.
Continuaron vadeando el lago, internándose cada vez más y más en el bosque, en la espesura. Daba la sensación de que todo se oscurecía por momentos, tiñendo la luz del sol de un verde apagado. Velthen se sentía un poco sofocado, agobiado por el ambiente. Y la mera idea de pensar que los montaraces no les esperarían con los brazos abiertos, tampoco le sirvió para sentirse más aliviado. El huargo tampoco parecía más sereno. De cuando en cuando se paraba, olfateaba el aire y gruñía ronca y profundamente.
- Velthen, deberías intentar calmar a tu amigo - le dijo Ectherien, mirando con interés al animal. - Que vaya a tu lado. Quizá tu cercanía sirva para aplacar un poco su genio.
El muchacho dio un silbido y el huargo, con un rápido movimiento, acudió a su llamada. Velthen trató de calmarlo, acariciándole el lomo y la cabeza. Resultaba muy agradable el suave tacto del pelaje de la bestia, y daba la sensación de que ambos se tranquilizaban. Una simbiosis asombrosa a la que nada se parecía.
- Parece que te está tomando mucho cariño, ¿no crees? - la voz afable de Dálfvar sonó a su espalda.
- Nunca hubiera imaginado que una bestia así pudiera ser tan fiel y tan noble - dijo el muchacho, que mantenía la mirada posada sobre el blanco huargo.
- La apariencia nunca fue sincera, mi joven amigo. Recuerda siempre que la verdadera fuerza, el verdadero valor de las personas, va mucho más allá de este envoltorio de carne y hueso. El débil siempre es el fuerte, mientras que el valeroso se torna en cobarde y traicionero. No dejes nunca que tu vista engañe al más poderoso de los sentidos: Tu intuición.
Velthen asintió. Realmente, desde que el huargo había entrado en su vida todo había cambiado, pero lo único que se mantenía como una roca frente al viento era ese vínculo que los unía. Y cada vez más.
De pronto, Ectherien se agachó e indicó a sus compañeros que hicieran lo propio. Se llevó un dedo a la boca, pidiendo silencio, y escudriñó el lugar. Parecía haber escuchado algo. Permanecieron agazapados unos tensos segundos, donde todo y nada parecía moverse. El huargo permanecía muy quieto, como si fuera a lanzarse sobre una presa invisible de un momento a otro. Entonces, Ectherien se levantó, dejando su espada en el suelo.
- ¿Es así como le dais la bienvenida al cansado viajero? - dijo el montaraz en tono irónico, dirigiéndose a nadie en particular.
Un ruido de hojas secas y de pisadas alertó a Velthen, que se levantó aferrando con fuerza el martillo de herrero que le había servido de arma. Pero se calmó al recordar que estaban en la tierra de los montaraces. Era su forma de darles la bienvenida. De entre la maleza y los arbustos, aparecieron las figuras de cinco hombres, todos de aspecto fornido. Llevaban unas capas verdes que les mimetizaban con el entorno, y sus ropas eran de cuero de color pardusco oscuro, cómodas para explorar y vagar por los montes. Llevaban arcos y grandes espadas que permanecían envainadas. Uno de ellos se adelantó al resto y se acercó a Ectherien.
- Has sido muy imprudente al regresar de esta forma, Ectherien - comenzó a decir el montaraz con un tono de voz vehemente. - Debiste haber avisado de tu vuelta. Ahora mismo podrías estar muerto, atravesado por múltiples flechas.
- Lo sé - admitió Ectherien, - pero no hemos tenido tiempo de preparar la marcha. Han sucedido cosas que nos han empujado a partir precipitadamente.
El montaraz que se había acercado se retiró la capucha, dejando al descubierto su rostro. Tenía el pelo castaño oscuro, con unas finas trenzas ornamentales, barba y rostro de facciones marcadas, donde los ojos tristes y oscuros remarcaban más la dignidad y nobleza de su linaje. Ahora miraba a Dálfvar.
- Nos es muy grato volver a verte de nuevo después de tanto tiempo, Dálfvar el Sombrío.
El mago sonrió cordialmente, mientras se acercaba un poco más a los dos montaraces.
- Y a mi me alegra de que así sea, Gálhad hijo de Gálored. Han pasado largos años desde la última vez que te vi.
- Si la memoria no me falla, diría que unos veinte - ahora la mirada de Gálhad se posó en Velthen, que se sintió incómodo ante el examen que le hacía. - ¿Y quién es el joven que tiene el honor de acompañaros? Su rostro me es especialmente familiar.
El semblante de Dálfvar abandonó toda simpatía para ensombrecerse.
- Estarás confundido - dijo rápidamente el mago, en un tono que no admitía discusión. - Al joven Velthen es la primera vez que lo ves.
Al muchacho le pareció ver cómo se cruzaban miradas cómplices entre Ectherien y Gálhad. Aquello empezaba a molestarle, pues daba la impresión de que todo el mundo sabía más de él que él mismo.
- Velthen - dijo Gálhad en un tono reservado, clavando aquellos ojos oscuros sobre los verdes del joven. - El hijo del herrero de Thondon…
Velthen levantó el mentón orgulloso. De modo que hasta los montaraces conocían cuán bueno era su padre como artesano con el acero. La tristeza del recuerdo de sus difuntos padres le sobrecogió.
- Veo que habéis oído hablar de mi padre - atinó a decir el muchacho, intentando ocultar su inquietud.
Gálhad esbozó una enigmática sonrisa.
- Más de lo que imaginas. Mucho más de lo que imaginas.
El fuerte carraspeo de Dálfvar desvió la atención de la conversación hacia otro lado.
- Creo, Gálhad, que deberías llevarnos con Dúther - intervino tajantemente el mago. - Tenemos mucho de que hablar.
El montaraz reflexionó durante unos momentos, mirando con sumo interés a Velthen y al huargo, hasta el punto de hacerse sentir incómodo al joven.
- Vamos, pues - dijo al fin Gálhad. - A fin de cuentas, el Lobo Blanco ha regresado.
Mientras caminaban por los senderos del bosque, escoltados por los montaraces, Velthen escuchaba cómo Ectherien y Dálfvar informaban a Gálhad de todo lo acontecido: el valiente acto del joven frente a los tragos, el asolamiento de Thondon, el avance de los orcos y ogros hacia el oeste, los rumores que venían sobre la guerra en Onun. El muchacho intentaba prestar la máxima atención a cuanto decían, pero no consiguió averiguar nada que ya no supiera, y sabía que había más. Algo que se le trataba de ocultar por algún extraño motivo, pero que no iba a dejar pasar. Había llegado hasta allí y no iba a contentarse con medias verdades.
Durante todo el trayecto, Velthen sentía tras él las curiosas miradas de los montaraces, que cuchicheaban entre ellos, hablando sin duda de él y del huargo, que parecía ajeno a todo aquello. Incluso cazó a Gálhad dándose la vuelta para mirarlo de soslayo. Sabía que era un desconocido en tierra prohibida, pero comenzaba a resultar bastante irritante y embarazoso.
Continuaron andando, adentrándose en Arnor. Ahora el entorno del bosque se mezclaba con los restos de alguna antigua ciudad, posiblemente élfica, dejando constancia de que aquel bosque ya estuvo poblado una vez. Algunas de las ruinas estaban restauradas y acondicionadas para el uso, mientras que otras se mantenían cubiertas de musgo, hojas y demás follaje. Resultaba fascinante encontrarse allí con un pasado remoto que Velthen no alcanzaba a conocer. Pronto el joven comenzó a ver lo que era la propia cuidad o asentamiento en sí. Casas de madera bajas se levantaban sin orden ni concierto por los claros del bosque, también había una surtida red de puentes colgantes entre árbol y árbol, cuya finalidad sería la de vigilancia y la de acortar distancias. En algunos árboles había pequeños escalones que llevaban hasta plataformas, donde se apostaban algunos montaraces, y que comunicaban con dichos puentes. Todo tenía un color pardo y ocre, intentando camuflarse con el bosque. Era una pequeña ciudad muy sencilla, pero hermosa a la vez. Aquello le chocaba a Velthen, pues era increíble que los descendientes de los antiguos reyes de Cáladai vivieran en aquel lugar tan humilde.
La expectación por los recién llegados no se pudo disimular. Los hombres, todos con aquellas prendas propias de gente que vaga por los montes y rostros serios, miraban con atención a Velthen y a su huargo, que se movía con sigilo prestando atención a todo cuanto le rodeaba. Las mujeres, con sus llanos y modestos vestidos, cuchicheaban mientras examinaban a los desconocidos con una mezcla de sorpresa e interés. Si lo que el joven esperaba era poder librarse de las miradas de los montaraces que los acompañaban, estaba muy equivocado.
Llegaron entonces a un claro, donde había una gran mesa de madera, sin ningún tipo de adorno u ornamentación, y un árbol de enorme tronco con una puerta en el mismo. Se intuía que el árbol estaba hueco, y que lo habían habilitado como dependencia. Tenía tallado la cabeza de un lobo aullando, a modo de insignia. Una rápida mirada hizo que Velthen cayera en la cuenta de que, clavados en el suelo y colgados en los árboles, había pendones y estandartes de campos negros con la cabeza aullante del animal en blanco. Un huargo blanco… Qué increíble coincidencia, pensó el muchacho mientras notaba que las miradas no se apartaban de él.
Un montaraz, de atuendo un poco más distinguido que el resto, salió del interior del árbol y se acercó para recibirlos. Vestía una especie de tabardo pardo, guantes y un sencillo cinto, del que colgaban una daga y una gran espada de trabajada empuñadura. Tenía los ojos pequeños, tristes y glaucos; una nariz recia y lucía una barba arreglada. Su pelo, con sendas entradas, le caía liso más allá de los hombros, sujetándose los mechones de delante en una fina trenza. Lucía alguna que otra cana y surcos en el rostro propios de la edad. Su estatura y su porte dignificaban más aún su persona. Al ver a Ectherien, sonrió con franqueza y le abrazó.
- El destino te sonríe, Ectherien - la voz de aquel hombre era profunda y señorial. - No sabes lo que me alegra volver a verte.
- Y para mí es un honor poder escuchar estas palabras, Dúther. Aunque no te negaré que ha sido duro, e incluso que he llegado a dudar de si podría regresar.
- Yo en cambio nunca dudé de ti, eres el mejor de los nuestros. Y a ti, también te doy la bienvenida, Dálfvar - dijo, dirigiéndose al mago. - Las circunstancias en que nos vimos la última vez no fueron especialmente alegres.
- Tampoco es que éstas sean las idóneas, Dúther hijo de Gwendel - dijo el anciano, con una melancólica sonrisa, escondida tras la larga barba. - Pero, al menos, en esta ocasión, aún no se ha materializado la tragedia.
- No, de momento - apostilló Dúther, que miró de pies a cabeza a Velthen. - Si no fuera porque todos los días echo en falta su ausencia, diría que mi viejo amigo ha regresado de las sombras. ¿Eres el herrero de Thondon?
Por un momento, Velthen se extrañó de que aquel montaraz conociera a su padre, pero en seguida recordó la reacción que éste tuvo cuando Ectherien apareció en escena en la aldea, tras el ataque de los trasgos en el bosque. Supuso que, al ser un reputado artesano, haría algún trato con los montaraces que le hiciera desconfiar de ellos. Pero lo que no le cuadraba era esa reacción en lo que se refería al parecido con su progenitor, ya que el viejo Velteon y su hijo no se parecían absolutamente en nada. Ni siquiera con su querida madre, la cual le trataba de explicar el parecido con otros parientes suyos, parientes que nunca llegó a conocer.
- ¿Vos también conocisteis a mi padre? - preguntó con reserva el joven.
Dúther, por el gesto de su cara, parecía extrañado ante la pregunta del muchacho, como si la respuesta fuera tan obvia que no admitiese lugar a dudas. Por un momento, Velthen pensó que quizá no había valorado lo suficiente la reputación de su padre. Ectherien y Dálfvar intercambiaron miradas nerviosas que no hacían presagiar nada bueno. Gálhad y los demás montaraces también permanecían expectantes.
- Creo que tenemos muchas cosas de las que hablar - dijo, tras un momento de tenso silencio, Dúther. - Pero podemos decir, al fin, que el Lobo Blanco ha regresado.
Esta última frase la pronunció en tono solemne mirando directamente a los ojos del huargo, que permanecía sentado, como si de un dócil perrito se tratase, a la diestra de Velthen.
Dúther hizo de anfitrión, mandando disponer de unas dependencias para los recién llegados, ropas limpias y comida y bebida en abundancia. Gálhad indicó a Velthen que le acompañara a una pequeña casita de madera, que sería donde él podría descansar mientras él, Dúther y sus dos compañeros de viaje se reunían para detallar las novedades. No pareció importarle que el enorme lobo también se instalara dentro de la casa, buscando un rincón donde hacerse un ovillo y dormitar. La verdad es que, tanto él como el resto de los montaraces, parecían fascinados con la presencia del huargo, como si éste fuera una especie de señal, de augurio. Tampoco era de extrañar, al fin y al cabo el emblema de los montaraces era un lobo blanco.
Cuando Gálhad se hubo ido, Velthen se dejó caer en la cama de mullido colchón que había en la cabaña. Se sentía cansado, ahora más que nunca. Le dolían todos y cada uno de sus músculos y de sus huesos, le ardían con fuerza. Y es que, la tensión acumulada en todos aquellos días, desde que Thondon fuera arrasada, no le había dejado tiempo ni siquiera para ser consciente del agotamiento que sufría. Entonces fue cuando realmente se sintió más solo que nunca. Fue mucho más consciente de la situación, de que su aldea ya no existía, de que sus padres habían muerto y que nunca más los volvería a ver. Tan solo era un simple aprendiz de herrero, un insignificante punto en la inmensidad de la Tierra Antigua. Poco a poco el cansancio le fue venciendo, sus párpados se cerraron y, con ese melancólico pensamiento, se sumió en un profundo sueño.
Ahora estaba en una gran sala, de blanca piedra deslumbrante que casi le cegaba la vista. Había un trono vacío y muchos rostros desconocidos que le gritaban y murmuraban cosas que no sabía precisar. Sentado en una silla pequeña, permanecía inmóvil la figura de un noble señor. Estaba en completo silencio, abrumado por todas aquellas voces. Velthen se sentía incómodo, deseaba mandar callar a aquellos rostros petulantes y ladinos, sus bisbiseos le perforaban la cabeza, notaba como sangraba por la sien. La luz blanquecina cada vez refulgía con más fuerza, y apareciendo de detrás de trono, como si de un fantasma se tratase, apareció la mujer de la dorada melena y ojos claros, con aquella sobrehumana belleza que eclipsaba todo lo demás. Su aura era tan pura que la luz parecía irradiar de ella. Su voz era suave como la brisa estival, y conseguía acallar el vocerío de aquellos rostros tan poco amigables. No conseguía entenderla, pues hablaba en un idioma desconocido para él, musical, mágico. Le hubiera gustado decirla que no comprendía sus palabras, pero algo le atenazaba la garganta. Entonces, un rostro cargado de desprecio ocultó la grácil figura de la mujer, acallando aquella hermosa voz, y le gritó: “¿Acaso no conoces con quién estás hablando?”. Y los ojos claros de la mujer volvieron a aparecer, arrastrando con ellos sus cálidas palabras: “Lóhäia”, alcanzó a entender. El rostro siniestro volvió a parecer, borrando rastro alguno de la preciosa figura femenina. Entonces, fue cuando Velthen consiguió por fin hablar: “Yo solo conozco al lobo”.
Abrió los ojos sobresaltado, empapado en sudor. Miró a su alrededor. Estaba tendido en la cama, en la cabaña de madera que le habían cedido los montaraces. El huargo blanco estaba sentado al pie de la cama, mirándolo fijamente con sus dorados ojos, como comprendiendo todo lo que le sucedía al joven. Al menos la presencia del animal le reconfortó un poco el ánimo.
Se puso en pie, y descubrió una jofaina con agua clara. Se lavó la cara con parsimonia, deleitándose en el frescor de aquella agua con aroma a tierra mojada. Deseó que todo aquello fuera la continuación del sueño que había tenido, y que pudiera despertar y ver la sonrisa de su madre. Pero la realidad, a veces, es la peor de las pesadillas.
Alguien golpeó la puerta de la cabaña un par de veces, antes de abrirla. Era Gálhad, cuyo serio rostro intimidaba un poco a Velthen.
- Te esperan para la cena. - anunció el montaraz, sin dejar de mirarlo fijamente, provocando que el joven apartara incómodo la mirada.
- Oh, bien - se sorprendió. - Vayamos, pues.
- Antes deberías cambiarte de ropas - apuntó Gálhad, señalando a las prendas que tenía dobladas en una silla. - Te sentirás más cómodo.
Tras decir esto, el montaraz cerró la puerta dejando de nuevo solo a Velthen. Con cierto desánimo, comenzó a quitarse la sucia ropa que había llevado desde que sucediera la tragedia. Recordó que aquel mismo día su madre se la dejó también doblada y limpia en su cuarto. Ahora había perdido todo el aroma que le recordaba a su hogar. Bajo la sombra de estos tristes pensamientos, el muchacho se fue poniendo las prendas que habían tenido la amabilidad de prestarle los montaraces, sin caer en la cuenta de que eran ropas propias de un montaraz. Se sintió cómodo, a gusto, no le importaba ir vestido de aquella forma.
Cuando salió por la puerta, acompañado del lobo, vio que Gálhad le estaba esperando sentado en un tocón, afilando una hermosa y reluciente daga. Al ver al joven, abrió mucho los ojos y reprimió un suspiro de sorpresa. Velthen no creía que los montaraces fueran tan suyos con la ropa, y sintió que quizá no debía haberse puesto aquellas prendas por respeto.
- Acompáñame, por favor - le dijo el montaraz, recobrándose de su efímera conmoción.
Gálhad no dijo ni una sola palabra mientras caminaba al lado del muchacho, pero Velthen consiguió intuir una leve sonrisa en el rostro del montaraz mientras observaba al huargo. Realmente, era todo un símbolo para aquella raza de los hombres, y casi que lo miraban con respeto y veneración.
Llegaron al gran árbol donde se habían reunido a su llegada con Dúther. Habían preparado una gran mesa, con muchas sillas alrededor de la misma. Varias antorchas clavadas en el suelo iluminaban todo ese espacio, y una gran hoguera crepitaba en la cercanía. En ella, estaban asando varias piezas de carne, aunque la mesa estaba colmada de grandes fuentes con frutas, y bebida abundante en jarras de barro. Seguramente sería hidromiel, se dijo el muchacho.
Ya había varios montaraces sentados en las sillas y, para alivio de Velthen, no parecían prestarle mucha atención, más bien parecían más interesados en la comida que en otra cosa mientras hablaban de forma distendida. En la cabecera de la mesa localizó a Ectherien, Dúther y Dálfvar. Este último le hacía gestos con la mano para que se acercara a ellos.
- Has debido de tener un sueño muy reparador, mi joven amigo - le saludó el viejo mago, una vez Velthen estuvo a su lado. - Porque dudo que, estando despierto, tu sentido de la curiosidad te retuviera en la cabaña.
Velthen se sonrojó un poco.
- Lo siento - se disculpó el muchacho. - Me senté en la cama y caí rendido. No imaginaba que pudiera estar tan agotado.
- Lo que no es normal - intervino Ectherien tras echar un trago largo de su jarra - es que aguantaras tanto sin tener costumbre. Han sucedido muchas cosas y hemos andado un largo trecho como para que no te sientas así.
- Nos has sorprendido mucho, Velthen - Dálfvar le dio unas palmaditas en el hombro. - No esperaba que reaccionaras con esta entereza. Nos sentimos muy orgullosos de ti.
Orgullosos. Aquella palabra caló muy hondo en el joven herrero. Nadie, salvo sus padres, y en contadas ocasiones, le había dicho algo semejante. Ahora, que todo lo que más quería en el mundo lo había perdido, agradecía esa frase desde el fondo de su corazón. Y no hacía falta ser un sabio para darse cuenta de que el mago sentía un especial afecto hacia él. No era su padre, por supuesto, pero la presencia del anciano le hacía sentirse más protegido, más arropado. Ruborizado ante aquella frase, Velthen desvió la mirada azorado.
- No he hecho nada del otro mundo - intentó desviar la conversación. - Por lo que intuyo, vosotros no habéis estado de siesta.
El rostro de Dúther se ensombreció.
- Y no te equivocas, joven Velthen - el montaraz decía esto mientras meneaba apesadumbrado la cabeza. - Ectherien y Dálfvar ya me han puesto al corriente de lo sucedido en Thondon, y la brutal masacre que llevaron a cabo los monstruos del Valle de Rumm. Es una agresión brutal e injustificada y compartimos tu dolor. También lloramos la pérdida del viejo Velteon y de Anarja. Aunque tú no lo sepas aún, nos han ayudado mucho, y han jugado un papel en esta historia increíblemente importante. Nunca les podremos agradecer lo suficiente lo que hicieron por nosotros.
La cara de sorpresa de Velthen lo decía todo. ¿Sus padres tenían algo que ver con los montaraces y nunca le dijeron nada? Sintió un extraño vértigo, un sabor casi metálico en la boca. Intuía que en la vida de sus progenitores, y en la suya propia, existían muchas luces y sombras que estaban por descubrir.
- ¿Mis padres? - consiguió articular el joven, conmocionado. - ¿Qué tienen que ver en todo esto?
Dálfvar le dirigió una melancólica mirada, como si algún triste recuerdo le asaltara la memoria.
- No te apresures, mi jovencísimo amigo - masculló mientras preparaba su pipa. - Primero debes saber qué está sucediendo para elegir la mejor forma de obrar, y también comprender las decisiones que se tomen en el futuro. No pongas esa cara. Hoy obtendrás algunas respuestas.
La impaciencia le corroía, pero hizo un esfuerzo en comprender que, más allá de saciar su curiosidad, existía un peligro latente del que debían ocuparse, Aunque le costaba comprender qué podía aportar un joven aprendiz de herrero, huérfano y sin hogar.
- Como ya te habrán informado mientras marchabais - comenzó a explicar Dúther, - una guerra está en ciernes. Las tropas de caudillo arjón Sártaron, del que seguro has oído hablar, ya han penetrado en el Paso de la Garganta Negra y mucho nos tememos que hayan conseguido pasar más allá. Yo, particularmente, opino que Haoyu y los suyos pueden estar muertos mientras nosotros hablamos.
- Como ya te explicamos - intervino Ectherien, - Onun es un pueblo valiente. Pero el orgullo en exceso puede ser la propia perdición.
- De momento - continuó Dúther, extendiendo un gran plano de la Tierra Antigua - no tenemos noticias desde el norte, pero sospechamos que las tropas de Mezóberran avanzarán por el norte, arrasando Onun y tratando de superar la Muralla y a los Guardianes del Huargo Blanco.
Al escuchar decir eso al montaraz, Velthen no pudo evitar lanzar una rápida mirada al lobo, que se mantenía tumbado al lado suyo, y a todos los estandartes con el símbolo del huargo blanco aullando. Había un misterioso paralelismo en todo aquello.
- Pero la peor de las noticias no es ésa - Dúther pareció ignorar el gesto de Velthen y siguió con la exposición. - Nos han confirmado de que han llegado a sellar negros pactos con los orcos y ogros del Valle de Rumm, con los krulls del abominable Bosque de Drawlorn, con los bucaneros y mercenarios de Eren, que son antiguo enemigo de Cáladai; y, lo peor que nos podíamos esperar, con los propios elfos oscuros de Undraeth.
¡Los elfos oscuros! Velthen siempre había pensado que aquellos seres, tan crueles de traicionar a toda su raza por su propio beneficio, eran producto de las fábulas de las ancianas y los cuentacuentos. Se abría ante sus ojos, con una realidad pasmosa, un mundo que el creía extinto.
- Y quién sabe lo que son capaces de hacer con sus misteriosos y arcanos poderes - apuntó Dálfvar.
- El enemigo es mucho más poderoso de lo que imaginas - los ojos de Dúther parecían refulgir junto con las llamas de las antorchas. - Los reinos libres de la Tierra Antigua no pueden permitirse el lujo de permanecer divididos. Si no nos unimos ante esta amenaza, no quedará nadie para dar testimonio de lo que acontezca. Todos caeremos.
La situación era mucho más tensa de lo que el joven imaginaba. Quizá cuando Dálfvar y Ectherien se lo explicaron a groso modo, él estaba inmerso en el dolor de su traumática experiencia y no captó la seriedad del momento por el que estaban atravesando.
- Como ves - Dúther le indicó que se acercara a mapa desplegado, - tanto Cáladai, como Páravon y como Onun están rodeados. El enemigo va cerrando filas por todos los frentes hasta llegar aquí: a Griäl, la capital de Cáladai, donde golpeará con todas sus fuerzas, no tengo dudas al respecto.
Velthen observaba el ajado plano mientras Dúther iba señalando con el dedo los lugares, e indicando los recorridos que se le suponían al enemigo.
- Es decir, que estamos rodeados - se aventuró a decir Velthen, no sin algo de timidez.
Todos asintieron dejando ver cierto pesar en sus rostros. El viejo mago le clavó una mirada intensa, que se acentuó más bajo el lechoso y espeso humo que ascendía de su pipa.
- Eres un muchacho inteligente - afirmó con solemnidad. - Seguro que sabes qué es lo que impera ahora.
- Supongo que intentar convencer a todos los pueblos de que luchen juntos contra la inexorable amenaza - contestó con cierta duda el joven.
Dálfvar sonrió y le dio otra calada a su pipa.
- Desde luego que nunca nos decepcionarás.
Ectherien también parecía henchido de dignidad y respeto. Jamás habría pensado Velthen que un grupo de montaraces, curtidos en muchos combates, y un mago le fueran a tener en tan alta consideración. Un atisbo de orgullo se iluminó en el interior del muchacho.
- Comprendo la situación, y también las necesidades - Velthen hablaba con sinceridad y con consideración. - Pero no veo en qué os puedo ayudar. Solo soy un aldeano que lo ha perdido todo, y demasiado joven.
Todos los presentes volvieron a intercambiarse miradas, sorprendidos de la humildad del chico, como si esperaran una respuesta más altiva. Otro silencio, de aquellos que sacaban de quicio a Velthen, se extendió en el claro, roto por el chisporroteo de las antorchas. Dúther fue el que comenzó a hablar de nuevo, tras ese momento de reflexión.
- ¿Por qué crees que los orcos y los ogros atacaron Thondon? - preguntó el veterano montaraz, entornando los ojos.
- Porque es su forma de proceder - respondió rápidamente Velthen. - Avanzan y arrasan cuanto encuentran a su paso. Son seres violentos que viven de la propia violencia y del sufrimiento ajeno. Supongo que Thondon les pilló de paso.
- Interesante reflexión, joven amigo. Muy interesante. Pero hay dos razones por las que tu aldea se convirtió en objetivo de estos engendros - la voz de Dúther sonaba enigmática, - al margen de tu correcta explicación. La primera razón es porque, de este modo, Sártaron consigue abrir una brecha en las férreas defensas de Cáladai, menguando el número de efectivos y sin tener que exponer sus valiosos guerreros. Los orcos y los ogros son sacrificables y, para el señor de Mezóberran, sus vidas no valen nada.
- Sí - asintió Velthen, - lo mencionaron Dálfvar y Ectherien de camino a aquí.
- El otro motivo - continuó Dúther, casi ignorando las palabras del joven - es porque Sártaron buscaba algo en tu aldea. Algo que teme y que prefiere ver destruido antes que enfrentarse a ello. Por eso Thondon fue arrasada sin más, acabando con la vida de todos y quemando cada camino, casa o negocio para borrar todo recuerdo y forma de vida.
Velthen no daba crédito a lo que estaba oyendo. ¿Su aldea y sus habitantes representaban un peligro tan grave como para que ese señor de la guerra de Mezóberran la devastara? ¿Y qué podía haber en Thondon que tanto le interesara? Notó cómo la tensión le atenazaba las cervicales.
- ¿Qué es lo que buscaban? - se escuchó a sí mismo decir débilmente el joven.
- Ectherien te habló de nuestro pueblo, ¿no es cierto? - intervino Gálhad, con ese tono grave y digno característico de los montaraces.
- Me contó que sois los descendientes de los desaparecidos reyes de Cáladai - comenzó a explicar Velthen, mientras hacía memoria. - Que sufristeis una división que llevó al reino a un estado de desgracia, que los elfos os condenaron y que hay una cueva con una espada que sólo puede encontrar y empuñar el legítimo Señor de Cáladai.
Dúther sonrió divertido, reclinándose en su asiento.
- Has resumido muy bien unos tres mil años de historia de nuestro pueblo - rió el montaraz. - Pero, para que entiendas todo lo que está sucediendo, es necesario extenderse un poco más en algunos detalles.
Gálhad tomó asiento también, sirviéndose hidromiel y un gran pedazo de jugosa carne a la brasa. Dúther le dio un trago largo a su jarra antes de continuar.
- Hace mucho tiempo, se nos conocía como los Onai. Descendemos de una sagrada raza de los hombres, muy próxima a los elfos. Se decía que nuestros antepasados eran capaces de vivir muchos más años que los mortales normales, siendo objeto de estudio por parte de algunos nigromantes que se empeñaban en ver lo antinatural en lo que era un don. Pero, aunque la larga vida era un regalo del que el resto de los hombres no podían disfrutar, nuestras debilidades eran las mismas. La arrogancia, la envidia, el ansia de poder latían en el corazón de los Onai como en la de cualquier hombre. Es por eso que nos dividimos tras la muerte de Anérdul, último rey de Cáladai, que dejó sin heredero el trono. Hubo muchos que lo reclamaron pasa si, e incluso se valieron de malas artes para lograr dicho propósito; pero los altos elfos, cuya sabiduría es mucho mayor que la nuestra, y que ya habían vivido una guerra secesionista reciente, decidieron intervenir y evitar una catástrofe similar a la de ellos. Nos maldijeron, nuestro pueblo moría de hambre, la tierra era yerma y los cauces de los ríos se secaban. Tuvieron que abandonar Cáladai, renunciando a su soberanía. Los atelden destruyeron Onailand, la antigua capital y morada de los Onai, y nos obligaron a vagar en busca de la espada perdida del rey que ellos mismos ocultaron. Así llegamos a Arnor, y así se fundó Lagoscuro.
Era la misma historia que le había contado Ectherien aquella noche, de camino a la ciudad de los montaraces, pero con algunos detalles más. De momento, Velthen no encontraba nada que lo relacionara con Thondon y con sus padres. Siguió escuchando, atento, mientras Dúther proseguía con el relato.
- Durante siglos, nuestro pueblo a tratado de recuperar la espada perdida de Anérdul, oculta, según la leyenda, en una oscura gruta cavada por los enanos aquí, en el Bosque de Árnor, al pie del Ered-Durak, donde grabaron runas mágicas a petición de los elfos para que solo pudiera encontrarla el verdadero heredero. Los elfos también lanzaron sus hechizos, y así quedó oculta la espada en lo que nosotros llamamos La Cueva. Y ni que decir tiene que durante generaciones nos hemos entregado a su búsqueda con solicitud y empeño, pero siempre en vano, pues nadie regresaba de la Cueva, ni con la espada ni con vida. Todo se perdía en el olvido, agrandando mucho más si cabía la teoría de que tan solo era una leyenda, un mito si lo prefieres.
- Sí, Ectherien me habló sobre ellos - intervino Velthen, un tanto impaciente. - También le pregunté si hubo alguien que estuviera cerca de conseguirlo.
Reinó durante unos segundos el silencio. Todas las miradas estaban fijas en él, y notaba una cruda tensión en el ambiente que no le hacía ni la más mínima gracia.
- ¿Has oído hablar de las Cinco Piedras de Ilethriel? - volvió a preguntar Gálhad, entornando sus pequeños ojos.
- No - respondió con sinceridad Velthen.
- Las Cinco Piedras de Ilethriel son cinco esferas de obsidiana, provenientes del volcán de la isla élfica de Ilethriel - explicó Gálhad. - Según cuenta la tradición, son piedras mágicas que utilizaban los videntes elfos. En ellas se mostraban cosas que fueron, que son, que podrían ser y que serían. Pero tras la Guerra de los Elfos, éstas se perdieron y poco se volvió a saber de ellas. Según en las manos que cayesen, podrían ser un instrumento de sumo poder y altamente peligroso.
- Está bien - el joven se sentía un poco exasperado por tanta leyenda y tan poca conclusión. - Pero no entiendo qué tiene que ver todo…
- Hubo alguien que sí encontró una de la Piedras de Ilethriel - la potente voz de Dúther interrumpió el reclamo de Velthen. - Fue uno de los nuestros. Un montaraz que estudió con vehemencia las profecías de los elfos, en especial una que dice así: Y en la hora sombría que marcaron inmortales / sangre que dividía lo bello en dos mitades. / Mancillada la tierra y dejada a su suerte/ que con odio maldijera,/ con dolor y con muerte./ El viento de Septentrión asolará cual tormenta/ el corrupto corazón que lo mortal alimenta./ Mas un rayo de luz atravesar sombras quiere/ y teñir el cielo azul y que la esperanza volviere./ Exiliado en silencio, ocultada verdad./ Vendrá con paso lento y con sus lobos detrás./ Estas son las palabras, luz en el oscuridad,/ que a todos unificaran./ El destronado reinará.
Aquellas palabras parecían contener un halo maravilloso, que hacían crepitar las llamas de las antorchas y que el suave viento arrastrara una vieja voz perdida en la historia de la Tierra Antigua.
- Como podrás suponer - siguió Dúther, - él pensaba que existía cierto paralelismo entre nuestro pueblo y la Profecía. Creía que el destino de los Onai iba ligado a unas palabras que pronunciaron los videntes atelden tras concluir su guerra. Una esperanza y una maldición, un destronado que regresará. Un Elegido.
- ¿Un Elegido? - Velthen dudaba de dónde quería llegar el montaraz con todo aquello. Sonaba extraño, casi legendario.
- Alguien que se daría a conocer cuando los tiempos aciagos se cernieran sobre este mundo, avanzará como líder de los ejércitos defensores y reclamará para sí el derecho al trono de Cáladai.
- Eso suponiendo que encontrase vuestra espada perdida, ¿no? - la ocurrencia de Velthen hizo que todos rieran.
- Eres muy perspicaz, joven amigo - respondió divertido Dálfvar. - Como ves, Dúther, a nuestro querido compañero no se le pasa nada por alto.
- Ya veo - asintió el montaraz, acariciándose la barbilla con la mano. - Tienes mucha razón, Velthen. La espada es un símbolo de unión entre todos los nuestros, la prueba fehaciente de que el linaje real continúa vivo en estos tiempos y que aún nos corre la sangre de los Onai por las venas. Cualquiera puede reclamar para sí el derecho a la corona, pero solo uno podrá empuñar esa espada. Cuando llegue ese día, sabremos a quién seguir.
- Bueno, ¿y qué sucedió con aquel montaraz que estudió la Profecía? - preguntó Velthen, volviendo al tema que les había llevado a hablar de ello.
- Pues que llegó a varias conclusiones - siguió Dúther. - Su punto de vista era similar al de algunos elfos, que entienden la profecía como una alegoría de lo que estaba por venir. El viento de Septentrión hace referencia al enemigo que avanza desde Mezóberran, la hora sombría que marcaron inmortales sería la guerra que dividió a los elfos, el exiliado en silencio podría aludir al perdido rey de Cáladai, y aquello a lo que se refiere con que marchará con sus lobos detrás… como puedes observar, el lobo es el símbolo de nuestro pueblo y podría hacer referencia a nosotros mismos. Digamos que vio un significado oculto en cada frase de la Profecía.
- Sé que puede sonarte extraño, pero es así como fue - intervino Ectherien, clavando en Velthen sus claros ojos. - Yo mismo le acompañé en uno de sus muchos viajes en busca de más información e indicios que le dieran la seguridad de que estaba en lo cierto.
- ¿Conociste a ese hombre? - Velthen se sorprendió mucho al escuchar esto. Pensaba que el relato se situaba mucho más atrás en el tiempo.
Ectherien asintió con cierto pesar.
- Era como un hermano para mí. Lamenté mucho su pérdida, pues era un gran hombre, un magnífico guerrero y un auténtico líder. Nunca llegué a dudar de que realmente él fuera el heredero de Anérdul, y si no hubiera sido por aquella emboscada estoy seguro que él habría conseguido sacar la espada de la Cueva.
- ¿Y cómo estás tan seguro de ello? - le preguntó escéptico Velthen. - ¿Por qué él no iba a sufrir el mismo destino que todos aquellos que lo intentaron antes y que perecieron?
Ectherien le miraba intensa y directamente a los ojos. El joven alcanzó a intuir una nota de melancolía en su mirada.
- Porque en uno de sus viajes al norte - prosiguió Dúther, - donde observaba cómo un recién ascendido caudillo arjón llamado Sártaron avanzaba conquistando todas las tribus de bárbaros, consiguió encontrar una de las Cinco Piedras de Ilethriel. Movido por la curiosidad y por intentar averiguar más sobre la Profecía, decidió consultar la piedra y ver qué misterios le revelaba. Nadie sabe qué es lo que realmente pudo ver, pero no volvió a ser él mismo.
- Cuando regresamos de aquel viaje - tomó la palabra de nuevo Ectherien, - portando la Piedra con nosotros, decidió entrar en la Cueva, completamente convencido de que él sería quien lograse encontrar la espada. Me resultó extraño, pues nunca había mostrado interés en lo que al legado de los antiguos reyes se refiere. Supuse que la Piedra le había revelado el auténtico árbol genealógico que mostraba la línea sucesoria de los herederos de Anérdul. Según se cree, dicho árbol está grabado en una de las paredes de la Cueva, con runas élficas cargadas de sortilegios. Todos los nombres están ahí, y se añaden según vayan naciendo los legítimos herederos. Es magia ancestral.
- Obviamente, esto son suposiciones - acotó Dálfvar, mesándose la larga barba. - Pues, como ya te hemos dicho, nadie ha regresado para contarlo. Salvo uno…
- ¿Quién? - la sorpresa fue mayúscula para Velthen.
- El mismo que entró con la Piedra - los ojos de Dúther refulgían con el crepitar de las antorchas. - Su nombre era Véldonui hijo de Vélthorn, el mismo que protagoniza el relato que te estamos narrando. Nosotros le llamábamos El Lobo Blanco, por su rubio cabello.
Velthen no supo explicar por qué, pero miró casi instintivamente al huargo, que estaba hecho un enorme ovillo dormitando.
- ¿Ese montaraz llegó a salir de la Cueva? - el asombro del muchacho iba en aumento. - ¿Consiguió llegar a la espada?
Dúther negó con la cabeza.
- Nadie ha conseguido llegar hasta la espada. Pero el solo hecho de que consiguiera regresar con vida de la Cueva, nos hace pensar que podría haberlo conseguido.
- Yo nunca dudé de que así fuera - el tono de voz de Ectherien era apesadumbrado. El recuerdo de su desaparecido compañero parecía herirle en lo más hondo de su ser.
- El caso es que Véldonui consultó la Piedra dentro de la Cueva, ignoramos el por qué - Dúther se inclinó hacia delante en su silla, mientras escrutaba los ojos de Velthen. - Pero una cosa es segura, algo importante debió ver para abandonar su cometido cuando más cerca de conseguirlo estaba. La expectación fue increíble cuando apareció entre las sombras de las fauces de la Cueva, sin espada y llevando consigo aquella misteriosa Piedra. Nos alertó de que un mal oscuro se empezaba a fraguar en las frías tierras del norte, que la Tierra Antigua sería devastada. Rápidamente, no tardó en preparar la marcha con una partida de hombres para iniciar una incursión en Mezóberran. Su objetivo era acabar con Sártaron ahora que aún estaba inmerso en su campaña de conquista del Desierto Helado. Tenía la idea de que, matando al señor de la guerra arjón, la sombra de la amenaza se disiparía como la lluvia en las montañas.
- Pero nadie puede cambiar la voluntad del destino - apostilló Gálhad, posando su mirada sobre las llamas ondulantes de las antorchas.
- Justo cuando nos disponíamos a salir - dijo Ectherien, - observamos que una gran hueste de orcos se preparaban para devastar Árnor. Eran una horda numerosa, sedientos de sangre, y temimos por nuestra propia supervivencia. De modo que nos preparamos para el inminente ataque. Véldonui marchaba al frente, pero, cuando estábamos cerca del enemigo, me ordenó que me marchara. Tenía una misión que cumplir.
- ¿Una misión? - Velthen enarcó una ceja, extrañado. - ¿Qué podía ser más importante que defender tu pueblo?
Ectherien exhaló un profundo suspiro y cerró los ojos. Luego, continuó hablando.
- Véldonui tenía una mujer, Gílthea, a la que amaba por encima de todas las cosas. Aún recuerdo lo hermosa que era, sus ojos verdes y aquella piel tan blanca. Era la mujer más hermosa que jamás he conocido. Y era lógico que Véldonui quisiera protegerla… junto con su hijo.
- ¿Tenían un hijo? - Velthen casi vibraba en su asiento.
- Así es - afirmó Ectherien. - Un muchacho rubio de ojos verdes, que combinaba los rasgos de su padre y de su madre. Un recién nacido cuya vida peligraba en Lagoscuro, sometido a la amenaza de los orcos. De modo, que Véldonui me ordenó que sacara de aquí a Gílthea y a su hijo, que los ocultara de los ojos enemigos, pues si él caía en combate, ese muchacho sería la única esperanza frente al futuro oscuro que se cernía sobre nosotros. Traté de explicarle la situación a Gílthea, apremiarla para que abandonara nuestra ciudad junto con el bebé. Pero era tanto el amor que sentía por su querido esposo que me fue imposible convencerla. Su sitio estaba allí, al lado de Véldonui, y nadie la separaría de él. Me entregó a su hijo, envuelto en unas mantas, y me suplicó que lo ocultara, que impidiera que los orcos le dieran muerte. Con mucho pesar, tuve que coger al bebé y marchar en busca de un hogar y refugio para él, pues sabía que si alguien se enteraba de que Véldonui había estado a punto de conseguir la espada, no dudarían en darle muerte.
Ectherien se tomó un respiro y bebió de su jarra hasta apurarla.
- Cuando volví - continuó, - mis mayores temores se habían hecho realidad. Véldonui y Gílthea habían caído. Lloré su muerte amargamente. No podía hacerme a la idea de que mis dos grandes amigos, mis hermanos, habían marchado para nunca regresar dejando atrás a un niño que crecería sin saber quién era realmente. Era una tragedia que nos conmovió a todos y cada uno de nosotros. Han pasado más de veinte años y aún me duele en el alma.
Aquella melancolía se contagió a todos. Incluso el huargo, que parecía dormir, emitió un pequeño lamento que transmitía un profundo pesar.
- Si ese niño sigue con vida - rompió el silencio Velthen, - tendrá mi edad, aproximadamente. Puede que vuestra esperanza no se haya esfumado del todo. ¿Qué fue de él?
Los presentes intercambiaron miradas nerviosas, como tratando de obviar una respuesta que se antojaba incómoda. Ectherien tomó aliento volvió a hablar.
- Cuando marché con el bebé, tuve muy en cuenta que posiblemente se trataba del legítimo rey de Cáladai y quise ocultarlo de todos aquellos que tratasen de impedir su reclamo al trono. No podía dejarlo en manos del anterior regente ni de los condes de Cáladai, pues dudaba de que, ávidos de poder, trataran de impedir que éste gobernara llegado su momento. Tampoco podía llevarlo a Páravon, demasiado lejano como para partir con un recién nacido. El único lugar donde jamás podría ser descubierto, permaneciendo en el anonimato era una pequeña aldea, al norte de Árnor, llamada Thondon.
A Velthen se le aceleró el corazón. ¡Thondon! No podía ser…
- Llevé al muchacho a la aldea, tras una dura y penosa marcha - a Ectherien le costaba trabajo seguir con el relato. - Y una vez allí, busqué a la única familia que sabía que podría hacerse cargo del pequeño, dándole todo el cariño y el amor que no podrían darle sus padres. Esto me llevó hasta la casa más conocida en Thondon, tanto que hasta alguna de nuestras espadas proceden allí: La forja de Vélteon el herrero.
No podía ser… ¡Era imposible! Ectherien estaba en un error…
- Dejé el crío en los brazos de su esposa, con lágrimas en los ojos. El matrimonio me aseguró que nunca le faltaría nada. Le procurarían un hogar, amor y le enseñarían un oficio cuando creciera. También me dijeron que harían lo posible porque nunca se enterara de su verdadera identidad, por su propio bien, y que lo apartarían de todo aquello que tuviera que ver con la vida de los montaraces. Jamás sabría cuáles eran sus auténticas raíces.
- Dálfvar… - Velthen tenía un nudo en la garganta, y se sorprendió a si mismo llorando. - Dálfvar… dime que no puede ser… Dime que no es cierto…
La mirada del viejo mago no dejaba lugar a dudas. Sus ojos, apesadumbrados, decían más que las propias palabras, ahora vacías y sordas. Asintió con el gesto mientras decía:
- Así es, Velthen. Ese niño eres tú.