25
Éridor asediado.
Vergüenza. Era la palabra que mejor se adaptaba a lo que Glósur sentía. Una total y absoluta vergüenza por la derrota que les habían infringido los orcos y los ogros allá en las lomas del Ered-Durak. Una sensación que se había extendido entre los supervivientes, y que a cada paso que daban de regreso al hogar aumentaba inexorablemente, como un cielo cubierto de negras nubes que amenazan con una terrible tormenta. No había ánimo entre los enanos como para, tan siquiera, comentar y analizar por qué habían llegado a aquello. Cómo fue posible que una victoria que tenían tan al alcance de la mano se hubiera truncado de aquella forma tan bochornosa. Nadie parecía dispuesto a decir palabra. Pero Glósur conocía la respuesta: Demasiada confianza. Su orgullo y su soberbia les habían hecho subestimar a sus enemigos hasta el punto de sentirse superiores, y tal vez lo eran, sin duda, pero su error radicaba ahí: de la euforia, de la poca mesura y de la sorprendente inteligencia que habían demostrado los orcos. Que aquello les sirviera de lección y de cura de humildad.
Al margen de la derrota, a Glósur le pesaba enormemente la desaparición de Tóbur y Gorin, sus camaradas. Quizá los habían hecho prisioneros, o quizá simplemente sus mutilados cuerpos habían quedado irreconocibles, como muchos de los cadáveres que se habían visto obligados a abandonar en el campo de batalla. Solo pudo recoger el martillo de guerra de Tóbur y el hacha de Gorin. Sobre aquellas armas, Glósur juró que vengaría la memoria de sus dos queridos camaradas.
Y entre medias de tanta desgracia estaba el rey Bain de los Rocasangre, malherido y febril, cuyo orgullo, fuerza y nobleza le instaban a aferrarse a una vida que parecía escapársele por momentos. Pero los enanos eran así, duros como la roca. El señor de Kazhad-Kadrín no estaba dispuesto a darle a los orcos la satisfacción de apuntarse el tanto de haber acabado con su vida. No de momento.
Los enanos habían adaptado unos escudos maltrechos para poder transportar a Bain de la mejor forma posible, cubriendo con sus capas las superficies de los mismos y al rey. Lo afianzaron con cuerdas y los propios Rocasangre fueron los encargados de portearlo. Para ellos era un honor, colmado de tristeza desde luego, pero un honor al fin y al cabo poder hacerle ese servicio a su señor. Una vez habían dispuesto todo, comenzaron la penosa marcha de vuelta a su hogar, siendo muchos menos y portadores de malas nuevas.
Glósur fue el encargado de ponerse al frente del maltrecho grupo. Ordenó que las andas donde llevaban al rey Bain fueran en el centro de la fracción, de modo que, si se encontraban con dificultades, pudieran proteger lo mejor posible al señor de Kazhad-Kadrín. Los Barbasblancas marchaban a la cabeza, mientras los Yunqueternos cerraban el grupo. Y de esta forma, comenzaron a adentrarse en las entrañas de la montaña, su hogar. Un hogar del que quizá hubiera sido mejor no salir.
Pronto la oscuridad se apoderó de ellos, pese a que lo ojos de los enanos estaban muy acostumbrados a ver sin apenas luz. Pero el cansancio y el desánimo hicieron que incluso aquello se convirtiera en una carga insondable. Glósur decidió que encendieran algunas antorchas, pues, aunque los hacía más vulnerables ante los ojos enemigos, hacía que el camino fuera algo más soportable.
- Esta vez no hay canciones de gloria que acompañen el regreso a casa, Glósur - manifestó uno de los enanos de su clan, que caminaba a su lado con rostro ceñudo.
- No regresas con la victoria, pero regresas con la vida - apuntó el veterano portaestandarte. - Agradece el regalo que te ha otorgado el destino.
Su camarada meneó la cabeza tozudamente.
- Algunos piensan que morir en las lomas de la montaña hubiera sido mucho mejor.
Aquello definía a la perfección del ánimo de todos. Lo veía en sus ojos. La humillación, la vergüenza, la tristeza. Tantos caídos para ni siquiera impedir que los orcos y ogros cruzaran el paso de montaña. Todo en vano.
Avanzaron por grandes galerías de largas columnas, de algunas de ellas solo quedaban los restos. Antiguas ciudades abandonadas hacía ya demasiado tiempo, vestigios del esplendor del pueblo enano. Caminando por aquellos parajes, Glósur cayó en la cuenta de que su gente se dirigía al ocaso.
De cuando en cuando, se escuchaba algún ruido que perturbaba el silencio que imperaba en el grupo de enanos. Los sonidos eran indefinidos, algunas veces podrían pasar por simples desprendimientos de rocas, otras podría ser el aire al penetrar entre las galerías y cavernas, otras en cambio sonaban con otro matiz mucho más inquietante. Glósur solo esperaba que no se encontraran con más dificultades. Quería llegar a Karak-Dür lo antes posible y acabar con todo aquello. Pero antes pasarían por Éridor, la capital y reino de los Yunqueternos. Sabía que pese al terrible castigo que les habían infringido los orcos y ogros, el rey Sorian les recibiría con todos los honores propios de los héroes. Solo quería no tener más dificultades que minaran la escasa moral de la tropa.
Viajaron durante cuatro jornadas, parando para retomar fuerza y realizar las curas oportunas a Bain, que se debatía entre la vida y la muerte, acercándose ésta poco a poco al rey de los Rocasangre. Pero el poderoso enano no iba a dejar que el último sueño le envolviera tan fácilmente. Glósur se acercaba siempre al lado del malherido rey cuando asignaba las guardias, y se interesaba tanto por su estado como por las curas que le aplicaban. Parecía que a Bain la presencia del veterano Barbablanca le reconfortaba en su sufrimiento.
- Estuvimos cerca, mi buen Glósur - solía decir, con voz débil y apagada. - Estuvimos cerca de lograr la hazaña más grande jamás contada.
- Estamos de vuelta, mi señor - a Glósur se le hacía un nudo en la garganta al ver a ese poderoso y rudo enano en semejante estado. - Tu gente celebrará tu regreso y grabará tu nombre con runas antiguas en la roca sagrada de Kazhad-Kadrín.
- Que mi pueblo clame venganza, Glósur. Venganza por esta deshonra y por esta muerte que se aproxima.
- No hables de muerte ni de venganza. Habrá tiempo para burlar a la primera y planear la segunda. Ahora debes descansar, tus Rocasangre se sentirán agraviados al ver que no mencionas ni palabra con ellos y malgastas fuerzas conmigo.
Bain le dedicó un fugaz atisbo de sonrisa y cerró los ojos. Glósur se preguntaba todas las noches si los volvería a abrir al reanudar la marcha, y deseaba con todas sus fuerzas que así fuera.
En la sexta jornada de viaje, el grupo alcanzó su objetivo principal: Éridor, la Ciudad de las Joyas y los Metales, hogar del clan de los Yunqueternos. Ante los ojos de los enanos, se alzaba una enorme puerta de doble hoja, de unos diez metros de alto, con runas grabadas en su parte más alta e intrincados dibujos que ornamentaban las puertas y que representaban los distintos diseños que tenían los estandartes de los Yunqueternos y de la Casa de Sóthek, dinastía real de la que descendía Sorian. En la piedra oscura destacaban pequeñas gemas incrustadas que le daban un aspecto centelleante a la entrada. A cada lado, también tenía una aldaba del tamaño del torso de un hombre, de oro pulido. La ostentación era una de las características los Yunqueternos, pero era un regalo para la vista.
Pese a lo magnífico de la construcción, Glósur prestó más atención a un detalle que no le gustó en absoluto, y en el que nadie parecía haber reparado, quizá más eufóricos ante la idea de descansar y comer. Pero Glósur, veterano en mil batallas y acostumbrado a vencer tales sensaciones, no lo pasó por alto. Las puertas estaban entreabiertas. Una rendija del tamaño justo para que penetrara en la ciudad cualquier intruso. Cuando los enanos, pletóricos al haber alcanzado su meta, se abalanzaron hacia la entrada de la ciudad, el portaestandarte les llamó al orden.
- Quietos todos - la voz ronca de Glósur provocó un tenue eco sordo. - Que nadie entre en la ciudad.
Los enanos obedecieron, intercambiándose miradas de confusión mientras Glósur se aproximaba a la entrada. La examinó minuciosamente, cada surco, cada muesca. Había algunas señales propias de la erosión y del tiempo, también quedaban cicatrices en la roca de lejanas batallas pasadas. Pero en cambio otras… Parecían muy recientes. Pasó sus dedos por algunas de ellas. En sus guantes quedaba un polvo blanquecino. No había duda, la puerta había sido forzada.
De pronto se escuchó un estruendo sordo. ¡Bum! Un golpe seco que hizo retumbar las paredes de las cavernas y que, a poco, paraliza el corazón de los enanos.
¡Bum! Otro golpe más. Igual de violento, igual de ensordecedor. Glósur echó mano a su hacha y el resto del grupo hizo lo propio. Los Yunqueternos eran los que más predispuestos al combate parecían. Era normal, era su hogar. ¡Bum! El tercer golpe no se hizo esperar.
- Apagad las antorchas - ordenó Glósur. - Y moveos lo más sigilosamente que podáis. Armas en la mano. Quiero dos filas de diez en torno al rey Bain pase lo que pase. Su misión será protegerlo. ¡Vamos!
No contaban con aquel contratiempo, pero nadie protestó ni rehusó tener que luchar tras la marcha y después de la batalla contra los orcos y ogros. Al contrario. Glósur se hubiera atrevido a jurar que, en los ojos de los enanos, había un fuego belicoso que alimentaba el ansia de revancha. Solo esperaba que esta vez el enemigo estuviera desprevenido y fuera menos numeroso.
Avanzaban con cautela, casi en total oscuridad, acompañados de los golpes que les servían de guía para intuir qué pasillo tomar o qué dirección seguir. Pero todo parecía indicar que provenían de la Cámara Real, donde Sorian tenía su trono. Posiblemente, al verse asediados, los enanos de Éridor se hubieran refugiado en aquella estancia que tenía el tamaño de un fortín, según recordaba Glósur.
Al tomar una de las galerías que viraba a la izquierda, las sospechas se empezaron a confirmar. Los golpes se acentuaban a cada paso que daba el grupo, y al final del oscuro pasillo distinguieron un rojizo resplandor que debía provenir de antorchas. Era en ese punto donde acababa la galería, desembocando en una especie de explanada con un foso cuyo fondo no se lograba intuir. Salvando esta grieta, había un estrecho puente de piedra por el que apenas cabían tres personas una al lado de otra, de unos cinco metros de longitud, y al final se alzaba una pared de roca, con una gruesa puerta de madera. Y ocupando todo este espacio, y como si de una marabunta se tratase, había un par de cientos de trasgos. Los golpes que escuchaban provenían de un ariete que algunos de ellos sujetaban por ambos lados del mismo, y que estrellaban contra la puerta con violencia y determinación. Glósur no supo si la providencia les había guiado hasta allí o tal vez su maldita mala suerte.
- ¡Trasgos! - musitó un enano Barbablanca que estaba al lado de Glósur.
- Sí. Han debido asediar Éridor y ahora pretenden penetrar en la Cámara Real. Deben estar ahí refugiados todos los que hayan sobrevivido.
Había posibilidades. La horda de trasgos no parecía en nada organizada, se limitaban a lanzar sus estridentes gritos de guerra y desafío contra los enanos que estaban atrincherados en la cámara y a lanzarse con su ariete contra la puerta que ya parecía comenzar a ceder. Al grupo de Glósur ni siquiera los habían descubierto, y eso les daba cierta ventaja. El veterano portaestandarte se incorporó, miró con ceño su hacha y la sopesó con ambas manos antes de aferrarla con fuerza.
- A mi señal - apuntó volviéndose hacia el grupo, - cargaremos contra ellos. Empujadlos hacia la grieta. La mitad de los Rocasangre, a la zaga con el rey Bain, protegiéndolo. Bien, ¿todo listo? ¡Ahora!
Como si de un ciclón se tratase, el grupo de enanos se lanzaron contra los sorprendidos y azarados trasgos que apenas tuvieron tiempo de reacción. Pese a que los enanos eran inferiores en número, el factor sorpresa jugó un papel determinante. Los enemigos, que eran bastante inferiores en fuerza comparados con Glósur y los suyos, comenzaron a despeñarse por la grieta que separaba la Cámara Real del llano, sin posibilidad de poder engancharse en algún saliente de la lisa pared que creaba la roca. Pronto el número de trasgos se había reducido.
Los que portaban el ariete se quedaron quietos, paralizados ante la duda que les impedía decidir con rapidez si seguir intentando derribar la puerta o unirse en la refriega, y tratar de ayudar a los demás trasgos que se precipitaban hacia el vacío de forma implacable. Fue en ese intervalo de tiempo cuando las puertas de la Cámara Real de Éridor se abrieron de par en par, como si de las fauces de un felión se tratasen, y del interior de la sala surgieron los Yunqueternos, con sus fabulosas y relumbrantes armaduras, que cargaron con furia contra los trasgos instalados en el puente. Porteado en un gran escudo, destacaba la figura del rey Sorian, que lanzaba mandobles a diestro y siniestro contra los enemigos con su martillo de guerra. El ánimo les había vuelto cuando vieron cómo Glósur y su malogrado grupo sacaban fuerzas de donde ya casi ni existían y acudían en su rescate.
No tardaron mucho en aplastar a los trasgos, los cuales o caían al abismo o morían bajo la furia de los enanos. Los gritos de victoria no se hicieron esperar y, entre toda aquella euforia, Sorian corrió a reunirse con Glósur, dándole un gran abrazo.
- Mi querido y apreciado camarada - dijo el joven rey de los Yunqueternos, - no sabes lo mucho que me alegra volver a verte de vuelta y con vida. Tu llegada a Éridor no ha podido ser más oportuna, como has podido comprobar.
Glósur bajó la cabeza en un gesto de reprobación consigo mismo.
- No te alegrarás tanto cuando escuches las malas nuevas de las que somos portadores.
- ¿Debo entender que, de todos los que partisteis, tan solo sois vosotros los que regresáis?
Glósur asintió con la cabeza.
- Fracasamos, mi señor Sorian. Los orcos y ogros atravesaron el paso de montaña con dirección Cáladai. El rey Bain de los Rocasangre está malherido.
- Entonces dejemos las explicaciones para más adelante y ocupémonos de Bain y de los heridos. Cuando hayas descansado, ven a verme y hablaremos largo y tendido.
Por fin, los enanos de Glósur, pudieron descansar. Lo primero que hicieron los Yunqueternos fue ocuparse de Bain y procurarle un aposento cómodo. Sorian mandó hacer un gran banquete en honor para los camaradas recién llegados y a la victoria sobre los trasgos. La cerveza fresca de malta corría por doquier, y la sabrosa carne asada a la hoguera sació el hambre de los guerreros y reconfortó un poco sus corazones. Sorian reservó un asiento a su derecha a Glósur, impaciente por escuchar su relato. El portaestandarte le contó todo: Cómo estuvieron a punto de conseguir la victoria, cómo los orcos les tendieron una trampa, la gran masacre que se llevó a cabo a costa de los enanos, la desaparición de Tóbur y Gorin, y cómo Bain había sobrevivido a sus terribles heridas. Sorian meneó la cabeza apesadumbrado cuando Glósur hubo acabado su relato.
- Me dio muy mala espina esta campaña desde el principio - argumentó el rey de los Yunqueternos. - Entiendo que era algo necesario, y que no podíamos mirar hacia otro lado con lo que sucedía en el Valle de Rumm. Pero no lo veía nada claro, camarada Glósur.
- Era muy arriesgado - señaló Glósur después de darle un trago largo a su jarra de espumosa y fresca cerveza. - Todo apuntaba a que ninguno volvería con vida. Pese a la vergüenza y humillación que hemos recibido, podemos considerarnos afortunados.
- Desde luego que lo sois. O lo somos, mejor dicho. Como has podido comprobar, las cosas no han ido mucho mejor por aquí. Al poco de regresar de Karak-Dür nos dimos cuenta de que los trasgos ya habían comenzado a moverse por las galerías abandonadas. Liderados por un caudillo, al que parece llaman Urlz, cientos de estos engendros malolientes avanzan rumbo sur, asolando todo lo que encuentran a su paso. Así fue cómo llegaron a Éridor. Les plantamos cara a las puertas de la ciudad, pero eran muy numerosos y decidimos reagruparnos en la Cámara Real. Cuando todo parecía perdido, aparecisteis vosotros y renovasteis nuestro ánimo. De modo que no sois solo portadores de malas noticias, Glósur. Debemos conservar la esperanza.
Glósur escuchaba y asentía. Para un rey como Sorian se imaginó que no debió ser fácil tomar la decisión de encerrar a su pueblo en la cámara como si de un cobarde se tratase. Los enanos no eran amigos de las retiradas ni de los atrincheramientos, más bien preferían morir bajo el fragor de la batalla. Pero, a veces, un rey debía obrar en favor de su gente que movido por sus convicciones.
- Te interesará saber - volvió a hablar Sorian tras un rato en silencio - que he ido a ver cómo se encuentra Bain.
- Por supuesto. Espero que vaya mejorando de sus heridas.
El rey de los Yunqueternos bajó la cabeza, la meneó y soltó un resoplido que no dejaban intuir nada bueno.
- Parece que la fatiga está desapareciendo con el descanso y la comodidad. Pero, querido camarada, las heridas son muy graves y profundas. Le han aplicado cataplasmas y suministrado algunos brebajes hechos a base de hierbas medicinales y hongos, y la fiebre no baja. No podemos hacer más por él.
- ¿Qué sucederá entonces?
- Mucho me temo que no se recuperará - murmuró apesadumbrado Sorian, mirando a los ojos de Glósur. - Es un gran rey y tiene un poderoso heredero en su hijo Násur, de modo que su legado perdurará. Pese a estar muy débil, Bain a manifestado el deseo de continuar la marcha hasta Karak-Dür. No he tenido las fuerzas suficientes para negárselo, de modo que partirá con nosotros.
- Si esa es su voluntad, que se vea cumplida entonces - Glósur sabía que aquello les iba a retrasar en su marcha, pero no se le podía negar a un rey tan fuerte y noble como lo era Bain el derecho a querer morir en la noble tierra de Karak-Dür, hogar de los poderosos Grandes Reyes Enanos. Era triste verle perecer de esa forma, mucho más teniendo en cuenta que su sacrificio había sido en vano y que él lo sabía. De modo que no le iban a quitar ese honor. - Trasgos que nos asedian bajo las montañas, orcos y ogros que avanzan hacia los reinos de los hombres, bárbaros norteños que amenazan con la guerra… ¿Qué es lo que está sucediendo?
- Esperaba que un enano con más años y más experiencia de la que yo tengo me lo explicase - rió nerviosamente Sorian, levantándose de su silla. - Tenía la esperanza de que tú me dieras respuestas, pero ya veo que nos supera a todos. De momento debemos velar por nuestro pueblo, Glósur. Los trasgos avanzan amenazadoramente y no tenemos tiempo ni recursos para invertir tiempo en los asuntos de los hombres. Por ahora, están solos.