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Vientos de guerra

 

 

 

   El Desierto Helado, hacía honor a su nombre. Aquel inhóspito lugar no era tierra para débiles, no era tierra para hombres sin coraje. Los arjones y los borses no eran ni una cosa ni la otra, llevaban siglos ocupando aquellos gélidos lugares, oscuros, crueles con todo tipo de vida. Pero ellos eran fuertes, y su resistencia única. Nunca se sometieron a las inclemencias de Mezóberran, su voluntad era como el acero que empuñaban... El acero que veneraban.

   Pero aquel día el aire helado calaba hasta los huesos. Era como si el mal que estaba a punto de surgir, deseara manifestarse en todo su esplendor, haciendo una magnífica selección entre sus más devotos seguidores, eligiendo a los fuertes y cercenando la vida de los miserables débiles. Zárrock lo sabía.

   Su espera no era casual. Cinco días aguardando tenían su justificación. Había perdido a nueve hombres de su destacamento. Cuarenta partieron de Luhaue: Diez Caballeros del Terror y treinta borses bárbaros. Las pérdidas eran menores... Todas las bajas fueron bárbaros.  Era necesario hacer esa criba, no necesitaban blandos entre sus filas. El Señor del Fin de los Días había dedicado mucho tiempo para preparar su guerra. Alianzas, traiciones, sometimientos... Un ejército que no fuera como la roca, firme e imperturbable ante el azote de los elementos, no le serviría en su conquista de la Tierra Antigua. Debían demostrar su valía o perecer en el olvido.

   No sabían lo que era la piedad, no sabían qué era el miedo. No conocían el dolor ni el sufrimiento. Eran guerreros, eran como el puño para el acero. Su golpe sería certero, las heridas que infligieran... letales.

   Todo estaba dispuesto: las bestias krull, mitad hombre mitad carnero, se agitaban ante la más que incipiente guerra en el bosque de Drawlorn; los orcos y ogros del valle de Rumm se desplazaban movidos por el olor de la violencia y de la sangre; el pueblo de Eren, tan desolado y miserable, estaba dispuesto para el saqueo. Todo estaba preparado. Sólo quedaba un eslabón para completar la cadena. Por eso estaba allí.

   Desde su tienda de campaña escuchaba las bravuconerías de los borses. Eran distintos a ellos, los arjones. Eran más bárbaros, más salvajes. Los arjones eran una raza muy superior a ellos, pero Sártaron, Señor del Fin de los Días, los consideraba útiles en la batalla. Su violencia, su belicismo le atraía. Serían grandes combatientes en primera línea de batalla. Bárbaros desaliñados... Incluso su presencia física imponía, con sus cabellos largos y enmarañados, con alguna trencilla ocasional; esas barbas pobladas y descuidadas; cubiertos con las pieles de los osos cavernarios que les servían de sustento; sus tatuajes tribales, y sus armaduras viejas, semioxidadas, retales de antiguas reyertas e incursiones con los hombres del sur. Corpulentos, altos, con el pelo negro como el carbón o castaño como el tronco de un árbol. Si su señor creía oportuno que participaran en la guerra, seguro que tendría poderosos motivos para ello.

   - Mi señor – dijo uno de sus diez guardias del terror -, si os es muy molesto, puedo cerrarles la boca a esos bárbaros.

   Zárrock esbozó una media sonrisa. Le gustaba comprobar la lealtad de la Guardia del Terror. Él los elegía personalmente de entre los mejores guerreros arjones. Él los entrenaba. Su derrota en la batalla significaría su fracaso como lugarteniente de Sártaron. Le complacía ver que iba a ser difícil.

   - Déjalos. Me entretiene escuchar tantas falacias. Pronto guardarán silencio sin que sea necesario ajusticiar a ninguno de ellos.

   Se levantó de la enorme silla que habían dispuesto para él, con una mesa al lado, repleta de legajos y mapas. Se acercó a un rincón de la tienda, donde tenía su espada. La observó con detenimiento. Había derramado tanta sangre... Y ahora estaba dispuesta para volver a hacerlo. El propio Sártaron se la entregó cuando, un joven Zárrock, osó desafiar al recién autoproclamado Tirano y Caudillo de Todos los Arjones. Sártaron aceptó el duelo sin dudar. Ambos combatientes no se dieron tregua alguna, hasta que por fin Zárrock cayó ante su señor. Pensaba que no podría eludir la muerte. ¡Había desafiado al mismísimo Sártaron! Pero en lugar de encontrar un fin indigno de un guerrero como él, su señor le perdonó la vida, le entrego aquella espada y pasó a ser su mano derecha y comandante de todos sus ejércitos. Le debía la vida. Jamás le fallaría.

   Envainó su espada y se la colgó del cinto. Llevaba la armadura puesta, nunca se sabía cuándo podrían torcerse las cosas. Y en aquel momento, los fallos se pagarían caros.

   De pronto dejó de escuchar las risotadas de los borses. Hubo unos segundos en los que el silencio parecía haberse apoderado del mundo. Al momento, ruido de armas. Su guarnición se preparaba para entrar en combate.

   - ¡Quién va! - gritó uno de los borses, el que particularmente montaba más escándalo de todos, con sus carcajadas y sus batallitas. Era irónico ver cómo el perro que ladraba más alto, resultaba ser el primero que metía el rabo entre las piernas.

   Zárrock se asomó por una rendija de su tienda. Sus hombres estaban listos para entrar en acción y los borses ya empuñaban sus armas. Pero no sería necesario, en principio.

   En la penumbra fueron materializándose cuatro figuras casi etéreas, que parecían flotar sobre la fría roca del Paso de la Penumbra, envueltas en una neblina fantasmal. Sus movimientos eran gráciles, casi felinos,  avanzando con gran seguridad. No daban la impresión de temer a aquellos hombres salvajes ni a los guerreros, cuyas armaduras oscuras refulgían en la noche con un brillo intimidatorio. Caminaban con determinación hacia ellos.

   - ¡Quién va, maldita sea! - volvió a gritar el borse. -¡Ni un paso más, lo advierto!

   Las cuatro figuras hicieron caso omiso de la advertencia y continuaron caminando, acercándose al campamento.

   - Mi señor, ¿atacamos? - preguntó uno de sus guardias.

   - No. Dejad que se acerquen. Son nuestros invitados.

   Pero el miedo que las figuras causaban entre los borses era mayor que cualquier orden de mantenerse a la defensiva. Uno de ellos, profiriendo un grito desgarrador, producto del pánico y la tensión, se lanzó al ataque contra aquellas sombras, fueran lo que fuesen. La niebla se hizo más densa en torno a las cuatro siluetas, y cuando el borse se adentró, aquella bruma tomó un aspecto casi compacto. Ya no se distinguía nada. Zárrock no pudo, por menos, más que sonreír ante aquel espectáculo.

   - ¡Gúraff! - gritó el bravucón.- ¡Gúraff, contesta, no estamos para bromas! - era evidente el terror en sus palabras.

   Los diez borses restantes, sin perder de vista la opaca niebla que inexorablemente se acercaba, comenzaron a dar algún paso atrás. Aquella magia extraña les superaba por completo.

   - Mantened la posición - les espetó Zárrock. La orden era tan solo una prueba para demostrar a quién temían más: a cuatro sombras envueltas en niebla o a la ira de su comandante. La respuesta a su duda fue inmediata: Se pararon en seco, esperando lo inevitable.

   Cuando apenas les separaban varios metros, la bruma se fue disipando, y lo que antes fueron sombras incorpóreas se materializaron ante ellos.

   Ataviadas con unas delicadas túnicas púrpuras y rojas, cuatro elfas oscuras se plantaron ante la guarnición de Zárrock, ante veintiocho rudos norteños, hijos del acero y de la guerra. Su piel, de un tono gris pétreo, parecía casi brillar. Y sus ojos, del color del ámbar, recorrían las miradas de sus hombres, los cuales, presas de la increíble hermosura de aquellos seres, habían perdido el miedo para dejar paso al estupor. Realmente eran bellas, las cuatro brujas. El pelo largo y negro, con ocasionales mechas color plata, recogido en varias trenzas o suelto. El cuerpo, que se intuía tras las túnicas llamaba a la tentación, con generosos pechos y esbeltas piernas. Delicadas, felinas, atrayentes... No esperaba otra reacción por parte de sus hombres.

   - ¡Nroswu! - dijo Zárrock, en el idioma de los elfos oscuros, saliendo por fin de la tienda. – Sed bienvenidas, en nombre de mi maestro, Sártaron, Señor del Fin de los Tiempos.

   No obtuvo respuesta.

   - Mi señor y maestro me envía a parlamentar con la noble raza de los varelden, para unir nuestras dos causas en una sola y gobernar en conjunto la totalidad de la Tierra Antigua.

   No obtuvo respuesta.

   El aura de misterio en el que se envolvían las elfas oscuras empezaba a incomodarle. No tenía porqué aguantar semejante desaire.

   - ¡¿Dónde está Gúraff?! - preguntó el bravucón de los borses, al borde de sucumbir al pánico.

   - Si el Gran Sártaron el Inmortal, Señor del Norte y del Fin de los Días quería un pacto entre nuestros dos pueblos, no entiendo por qué no se presenta él en persona - la voz no provenía de ninguna de las cuatro varelden, que permanecían en silencio, inmóviles, con los ojos clavados en los norteños, sino de una quinta elfa que, tras disiparse por completo la niebla, se personificaba ante ellos.

   Esta elfa oscura no era como las otras cuatro. Ésta era la rencarnación de la belleza, el ser más hermoso que jamás haya hollado la tierra. A diferencia de su séquito, tenía la piel pálida, sin duda un vestigio de sus parientes de la luz. Sus rasgos eran finos, delicados, hasta el punto de pensar que si osabas alzar una mano para tocarla, pudieras estropear tanta perfección. Su pelo, negro como el azabache, le caía en una cascada de oscuridad más allá de la espalda. Hubiera pasado por alta elfa si no fuera por sus ojos ambarinos, lo cual no restaba ni un ápice de su hermosura, sino que la remarcaba peligrosamente. Su túnica, del mismo color de las otras brujas, dejaba entrever un escote perfecto, unos pechos erguidos capaces de volver loco incluso a un hombre con voluntad de hierro.

   Se movía como un felino, contoneando las caderas, silenciosa y seductora. Incluso Zárrock tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ser cautivo de tanta belleza. Llevaba una gran daga en la diestra. En la siniestra llevaba, y no le sorprendió, la cabeza de Gúraff asida por los largos cabellos.

   - Mucho me temo que ésta no es la mejor forma de conseguir nuestro apoyo, mandando una hueste de hombres armados contra cinco mujeres indefensas – su voz era cálida como el sol, pero había algo de perverso en su tono.

   - ¡No sois mujeres, elfa renegada! – bramó el bravucón borse. Zárrock sabía que llamar “renegado” a un varelden, a un elfo oscuro, podría costarte más caro que la propia muerte. Miró de soslayo al bárbaro, había cometido un grave error.

   La varelden de piel pálida posó en él sus ojos, como el que mira a un insecto a punto de aplastarlo, y le dedicó un atisbo de lo que parecía una maliciosa sonrisa.

   - Creo que llamabas a tu amigo... Aquí lo tienes – dijo la elfa oscura, lanzando la cabeza al norteño. – Y te ofrezco mis disculpas por haberme entrometido en vuestra preciosa historia de amor.

   Al momento, los hombres de Zárrock habían sacado las armas con la firme intención de dar a las brujas ojo por ojo y diente por diente, de cercenar la cabeza de la que parecía ser su líder.

   - ¡Alto, no he dado orden de combatir! – rugió Zárrock a sus hombres, los cuales, sin comprender el motivo que movía a su comandante a actuar de esa manera, obedecieron.

   - ¿Quién de vosotros tiene autoridad para tratar conmigo? – preguntó la varelden, paseando su mirada por cada uno de los guerreros.

   - Yo soy Zárrock hijo de Kórnrak – dijo, adelantándose a sus hombres -, Comandante del Ejército del Norte y Heraldo de Sártaron el Invicto. Mi señor os da su más cordial bienvenida a las tierras de Mezóberran, y lamenta no poder estar presente en tan memorable encuentro.

   - ¿Qué puede tener tan ocupado al gran señor de los arjones, azote de la Tierra Antigua, que le impide parlamentar conmigo y, en su lugar, me envía a su lacayo personal? – replicó la elfa oscura con envenenada ironía. Zárrock sabía que lo estaba poniendo a prueba, pero no iba a entrar en su juego.

   - A mi señor Sártaron le aflige no poder estar aquí, como él hubiera querido, pero los ejércitos que arrasarán el mundo libre de los hombres están prestos para la primera de las batallas, y debe pasar revista a las tropas antes de marchar a Onun – explicó Zárrock, sin caer en la provocación anterior. - Me manda a mí en su lugar. Soy sus ojos, oídos y voz aquí. No debéis desconfiar.

   La elfa oscura se acercó a Zárrock, clavándole los ojos color ámbar, atravesando más allá de su propio espíritu. Se detuvo a un metro escaso de él. De cerca, aquella criatura era más bella si cabía.

   - Te saludo Zárrock, poderoso entre los arjones – dijo la elfa en un tono menos hostil que el anterior. – Yo soy Mórgathi hija de Ylarion, descendiente de los Primeros Alumbrados, madre de Mathrenduil Rey de los Varelden, y Reina Bruja de Undraeth.

   Zárrock hincó la rodilla en la tierra, y todos sus hombres lo imitaron, incluido el borse bocazas que aún no asimilaba la situación.

   Así que ella era la Reina Bruja, la madre del soberano de los elfos oscuros. Debió de imaginarlo. Si Sártaron fue tan inteligente como para no ir él en persona, y arriesgarse a una traición de los aviesos varelden, el rey Mathrenduil no iba a ser menos.

   - Mi espada y mis hombres están a vuestro servicio, mi señora – dijo Zárrock. – Podéis disponer de nuestras vidas si es necesario.

   - Te lo agradezco Gran zar rock, y lo tendré presente cuando hable a mi hijo de esta reunión – le dedicó una seductora sonrisa. – Ahora, levantaos, y hablemos de igual a igual acerca de los asuntos que nos requieren.

   - Mi señora – dijo mientras se ponía en pie, - la hora está pronta. Las huestes de mi señor esperan su orden para comenzar con la conquista de la Tierra Antigua. Los orcos y ogros del Valle de Rumm han dejado sus disputas tribales y olfatean el hedor de la muerte. Los krull salen de sus cubiles y, los que no se nos han unido ya, marcharán hacia Páravon para devastar el reino de los caballeros jinetes. Y en cuanto al pueblo de Eren... se han vendido al mejor postor. Si nos hicierais el honor de combatir a nuestro lado, llegado sería el momento. Los pueblos libres caerían y mi señor os recompensaría como os merecéis.

   Mórgathi ladeó sutilmente la cabeza, como si no hubiera escuchado bien las palabras de Zárrock. Por un momento dio la impresión de que aquello no era lo que quería oír.

   - La recompensa... No es la palabra adecuada. Digamos que si mi hijo y rey accede a comandar nuestros ejércitos hacia la Gran Guerra y luchar al lado de tu señor, éste nos devolverá lo que por derecho nos pertenece. La tierra de la que fuimos arrojados, aquélla que nos fue arrebatada tan injustamente – se acercó tanto a Zárrock que éste pudo oler el dulce y atrayente aroma de su piel, en sus ojos brillaba un fuego infernal. – Queremos el reino de Asuryon.

   - Si vuestras espadas derraman la misma sangre que la que nosotros derramaremos, la tierra de los elfos de la luz os será devuelta. Hablo en nombre de Sártaron el Grande, tenéis su palabra de que así será.

   Hubo un momento de silencio, unos segundos que parecieron una eternidad. La mirada de Mórgathi perforaba más allá de cualquier armadura. La respuesta fue firme, sin adornos:

   - Contad con nuestras espadas – dijo mientras dedicaba una gentil y ladina sonrisa a los presentes. – Mi hijo mandará una hueste de nuestros mejores hombres a través del Paso de la Penumbra, donde se os unirán y pondrán bajo vuestras órdenes. El resto de nuestro ejército navegará desde Undraeth hasta la costa que linda con el bosque de Drawlorn, donde nuestras fuerzas se unirán para dar el golpe definitivo. Quizá mi hijo decida asediar las tierras de los atelden por mar. Os mandaremos emisarios con cada movimiento que hagamos.

   - Os lo agradeceremos, mi señora.

   - ¿Cómo procederá Sártaron? ¿Cuál será su primer movimiento?

   Zárrock desenrolló un mapa que tenía en un tubo ligado al cinto, lo extendió en el suelo para que Mórgathi pudiera verlo también. Señaló un punto en el plano, indicando el primer objetivo de su señor.

   - Onun, el reino del invierno de cristal, será el primero en caer. Si no deciden deponer las armas y unirse a nosotros, sufrirán la cólera del Gran Sártaron y los pesares de la destrucción. Cuando Onun haya capitulado, tendremos una puerta abierta hacia Cáladai. La Muralla Septentrional será derruida, Griäl incendiada. Habrá un nuevo amanecer en la Tierra Antigua.

   Mórgathi miró largo rato el mapa, recorrió cada movimiento que Zárrock hacía con el dedo para indicarle las rutas a seguir.

   - ¿Por qué tanto rodeo? ¿Por qué atacar de frente a Onun y a Cáladai pudiendo atravesar los bosques con sigilo y las Cumbres Heladas? Atacaríamos Páravon y Cáladai en un solo movimiento, por la retaguardia y con el factor sorpresa de nuestra parte.

   - Mi señor no quiere pasar por el bosque de Thanan. No tenemos intención de minar la moral de la tropa ni importunar a los espíritus que habitan. Los krull los mantendrán a raya, los distraerán. No nos conviene trabar combate en los bosques, aunque seamos una gran hueste que supere a cualquier ejército en número. Onun es débil, claudicará rápido y podremos establecer allí nuestros acantonamientos.

   Mórgathi soltó una risita gentil.

   - Veo que lo tenéis todo planeado, pese a que no sabíais de nuestras intenciones hasta hoy...

   - Nuestros movimientos no condicionan el plan de ataque que tengáis. No pretendemos obligaros a seguir nuestros pasos, y si tenéis alguna idea mejor...

   - Vuestro plan es perfecto. No obstante, si mi hijo tuviera alguna idea que debáis saber, no dudéis de que la pondrá de manifiesto.

   - Nuestro pacto está sellado, Mórgathi Reina de Undraeth y Hacedora de Reyes. Ya nada se opondrá a nosotros.

   - Transmitidle nuestra más sincera lealtad a Sártaron, y como prueba de ello, tres de mis cuatro acompañantes os seguirán y se unirán a vuestras tropas. Son buenas curanderas y la magia no tiene secretos para ellas. Os servirán bien.

   - Nos honras, reina de los varelden. Si existe alguna forma de poder compensar...

   - Existe, Zárrock, si así lo deseáis – los ojos de la elfa oscura volvían a destellar ladinamente, y en su boca se dibujaba esa atrayente sonrisa. – No te pediré dos de tus hombres para escoltarnos en nuestro duro camino. Pero sí quisiera que uno de estos norteños, tan fuertes, tan valientes, nos acompañara en tan peligroso y rudo trayecto.

   Zárrock sabía que las brujas elfas no necesitaban protección. Era una petición caprichosa, pero no podía negarse y contrariar a la madre del rey varelden.

   - Un miembro de mi escolta personal os acompañará y protegerá, mi señora – dijo Zárrock, haciendo un gesto con la mano para indicar que podía disponer de un Guardián del Terror. Pero la bruja tenía otra querencia.

   - Solo quiero que me acompañe aquel borse – replicó Mórgathi, señalando al bravucón norteño que, hacía un momento, había osado desafiar y denostar a las elfas oscuras.   Zárrock no pudo disimular su risa ante el estupor del borse jactancioso que no paraba de temblar, con el semblante lívido y presa del terror.

   - Disponed de su vida como gustéis, mi señora – sentenció Zárrock sin volver la mirada al bárbaro.

   Pobre infeliz... No volvería a verlo con vida nunca más.