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Los exiliados llegan a Daroir.
Al sur de las Cumbres Heladas, justo al pie de éstas y bajo su sombra, se alzaba la bella y sobria ciudad de Daroir, una de las más importantes de todo Cáladai.
La villa, construida en pulcra piedra gris perla, estaba rodeada de una muralla defensiva que la protegía por este, oeste y sur, siendo el norte cubierto por la propia montaña.
Dicho muro contaba con varias torres de vigilancia, desde donde los soldados de Daroir velaban por la seguridad de la ciudad. Los edificios eran sencillos, y en eso radicaba su belleza. Construcciones bajas, la mayor parte de ellas, con tejados a dos aguas de pizarra grisácea, algo más oscura que los muros de los edificios. Este tipo de pizarra sólo se podía encontrar en esas cumbres, por lo que los ónunim y los daroienos apreciaban mucho este elegante material.
El palacio condal era el edificio más grande de la villa. Con su esbelta torre de homenaje, su hermosos ventanales y vidrieras, su puesto de observación astral. Nada fastuoso, pero bello por sí solo. Esa era la residencia del conde de Daroir, Lúdebrand hijo de Lúthvar, que permanecía asomado, con la mirada clavada al frente. Justo ahí se extendían varias pequeñas lomas a lo largo de una media extensión. Quizá si las lomas no existieran, se podría cubrir la distancia en menos de una jornada. Al fondo se podía distinguir Griäl. Solo el recuerdo de su última visita a la capital, le producía cierta sensación de frustración a Lúdebrand. Y lo llevaba sintiendo hacía ya demasiado tiempo.
Átethor, el Gran Señor de Cáladai, el regente del reino de los hombres más poderoso de toda la Tierra Antigua, no era más que un títere, un pelele en manos del Consejo. Apenaba observar cómo todo vestigio del noble guerrero y senescal que fue, se había diluido como una sombra entre la niebla. Demasiado preocupado por mantener una imagen democrática y colectiva de su gobierno, se había olvidado, precisamente, de eso: De gobernar.
Ahora, Lúdebrand, pasaba largas horas en aquella torre, observando en la lejanía la capital de su pueblo, y esperando nuevas de Onun. Esperaba que Haoyu fuera lo suficientemente fuerte como para resistir, y que los rumores sobre el gran ejército de Mezóberran exageraran. Ojalá todo pasara sin mayores consecuencias.
Con una expresión cansada y triste en su rostro, el conde bajó despacio del mirador de la torre, sintiéndose vacío, solo. No parecía que nadie fuera a hacer nada por Cáladai, ni tampoco por el prójimo. Ni siquiera por la propia Tierra Antigua, que hacía honor a su nombre, demasiado ajada y marchita como para poder resistir las acometidas de un mal que, aunque muchos trataran de negarlo, se extendía sin que apenas nadie lo percibiera.
Una vez en el patio de armas, Lúdebrand trató de distraerse con el ir y venir de las gentes que habitaban el castillo. Observaba sus rostros despreocupados, incapaces de ver o comprender todo aquello que su conde intuía. Demasiado ocupados con sus quehaceres como para pararse un momento a reflexionar sobre por qué su reino se arrastraba hacia la decadencia. Quizá fuera mejor así, pensó Lúdebrand. Él era un noble y, conocer todos los detalles, no le servía de mucho y sólo le proporcionaba demasiados quebraderos de cabeza. Si al menos Átethor tomara alguna decisión… Era absurdo. Pensar en eso era como soñar despierto.
Decidió salir del castillo y dar un paseo por las calles empedradas de Daroir, tan solo por intentar evadirse de sus preocupaciones. Deambular por sus rúas le proporcionaba cierta paz interior. Se confundía con las buenas gentes daroienas, compraba alguna pieza de fruta en algún pequeño puesto, se paraba para conversar con aquellos que le abordaban… Se sentía como uno más, no como el gran conde de Daroir.
A veces pensaba en que daría todo lo que tenía por empezar de cero y vivir como una persona común. Abrir un pequeño negocio, quizá de carnes, así podría salir a cazar, preparar las trampas para los animales, utilizar a los hurones para conseguir conejos. Se sentiría mucho más vivo que encerrado en un castillo, rodeado de sirvientes y con la firme creencia de que no conseguía aportar nada para mejorar su pueblo. Una vida sencilla, sin todos esos problemas, era mucho pedir para un hombre como él.
Continuó caminando bajo la sombra de las montañas, ajeno a las miradas de las gentes, que le saludaban con reverencias y de modo muy cortes. A veces les devolvía el saludo, y otras veces parecía ignorarlo. Estaba claro que, aunque no lo pretendiera, él era el señor de la ciudad y, por lo tanto, un personaje público.
De pronto comenzó a ver cierto movimiento en la guardia de la cuidad. Todos corrían, picas en mano, hacia un punto indeterminado, como si fueran a atacar a las paredes rocosas de las Cumbres Heladas. Lúdebrand, se escondió en la esquina de la calle, sabía que si le veían tratarían de convencerle para que no se acercara al sitio donde se dirigían. Afinó el oído, intentando captar algún detalle que le diera una pista sobre lo que ocurría, pero lo único que escuchaba eran las atropelladas órdenes que daban los capitanes de la guardia. No parecía que la cuidad estuviera en peligro, pues los cuernos no habían sonado, ni las almenaras se habían encendido, de modo que debería de tratarse de un robo, una pelea o alguna tropelía por el estilo. Lúdebrand sonrió divertido ante esa posibilidad, y se despertó en él una fuerte curiosidad que le empujó a deslizarse entre esquina y esquina, sombra y sombra, para seguir a la guardia y averiguar qué había pasado.
Con mucho sigilo y tratando de pasar inadvertido, lo cual era bastante complicado, consiguió llegar al lugar a donde se dirigían sus soldados. Pero no consiguió ni ver ni entender nada. Unos veinte o treinta guardianes estaban dispuestos en semicírculo, con las picas al frente, apuntando hacia la montaña. Aquello parecía absurdo, pensó Lúdebrand. ¿Qué trataban de hacer? ¿Cazar una rata que escarbaba en la roca?
Justo cuando se fue a acercar para preguntar a qué se debía todo aquello, algunas de las piedras donde mantenía la mirada fija la guardia, empezaron a desprenderse, al principio de forma casi imperceptible, pero a continuación, y con un gran estruendo, se precipitaron al suelo.
- ¡Cuidado! ¡Atrás! - gritaban los capitanes.
Lúdebrand se sobresaltó y sacó su espada, más como acto reflejo que por temor a un ataque. Miró con sorpresa entre la densa polvareda que se había levantado y que empezaba a disiparse. Las rocas habían dejado al descubierto una especie de profundo y oscuro pasadizo, en el cuál se intuían las tenues luces de unas antorchas que se movían, y algunas débiles voces. Ahí había alguien.
Con la espada crispada en la mano, y con un paso vacilante, el conde se aproximó al lugar para observar todo mejor. Cuando un guardia se dio cuenta de su presencia, se acercó rápidamente a él y le cortó el paso.
- Mi señor, no deberíais estar aquí - dijo el soldado con gesto de preocupación. Otros se le acercaron. - Podría resultar peligroso.
Lúdebrand, que ladeaba la cabeza intentando ver qué sucedía, hizo un gesto con la mano a los guardias, para que se apartasen.
- Apartad - ordenó en tono neutro, mientras sus hombres obedecían titubeantes.
Cuando ya estaba bastante cerca como para poder asomarse, los guardias volvieron a la impenetrable formación de semicírculo, entre nerviosas voces de alerta, impidiendo ver a Lúdebrand qué estaba saliendo de aquella gruta desconocida.
- ¡Soltad las armas! - gritaban sus soldados. - ¡Vamos, no lo diremos dos veces! ¡Deponed las armas!
- ¡Bajadlas vosotros también! - aquellas otras voces provenían del interior del pasadizo. - ¡No pretendemos hacer daño alguno!
- ¡Las armas al suelo, si aprecias vuestras vidas! - contestaba la guardia daroiena.
Lúdebrand tuvo un pálpito. Sintió la extrema necesidad de ver, en primera fila, lo que sucedía. No sintió miedo, ni tampoco leyó amenaza alguna en las palabras de los que vociferaban dentro de la gruta. Si los hubieran querido atacar, ya lo hubieran hecho. Con paso firme y decidido se abrió paso entre sus soldados, llamándolos a la calma, en incluso instándolos a que abandonaran esa actitud hostil. Cuando consiguió llegar a la primera fila, no dio crédito a lo que veían sus ojos.
Unos diez Guardianes del Huargo Blanco, con las espadas desenvainadas, escoltaban a una multitud de hombres y mujeres, cuyos rostros presentaban signos de fatiga y temor. Parecían sucios, cansados y asustados, como si hubieran sido testigos de alguna tragedia. Guiñaban y se restregaban los ojos con las manos, signo de que llevaban varios días caminando en la oscuridad de aquellos pasadizos, hasta ahora desconocidos para él. No tenía dudas sobre de dónde venían. Ropas gruesas y abrigadas, pieles de huargo y oso cavernario, mantos y capas a cuadros y las largas melenas y barbas de los hombres. Eran gentes de Onun. Un siniestro escalofrío le recorrió la espalda. Aquello no hacía presagiar nada bueno.
Los guardianes de la Muralla tenían la vista clavada en Lúdebrand y, aunque permanecían con los aceros empuñados, no parecían dispuestos a entablar batalla. El conde envainó su espada, en un gesto que demostraba sus intenciones.
- Soy Lúdebrand hijo de Lúthvar - se presentó en tono ceremonioso, - Conde de Daroir, cuidad en la que os encontráis, no sé si lo sabéis.
Los Guardianes del Huargo Blanco guardaron sus armas e hicieron una reverencia a Lúdebrand. Los soldados de Daroir, al ver que no existía hostilidad, levantaron las picas.
- Te saludamos, señor de Daroir - dijo uno de los guardianes, de forma cortés. - Y te pedimos disculpas por esta inapropiada irrupción.
Lúdebrand, que seguía estudiando los rostros de los ónunim, sonrió amablemente.
- Más que inapropiada, diría que insólita e inaudita. Nunca hubiera llegado a sospechar mi ciudad albergara un pasadizo que comunicara con el otro lado de las montañas. Pero me temo que el hallaros aquí no es fruto de la casualidad.
Un ónunim bastante entrado en años, a juzgar por las canas en su pelo y barba, que iba vestido de blanco con una capa de cuadros grises perla y blancos, avanzó apoyado en su cayado de fresno. A juzgar por su aspecto, debía de tratarse de un personaje influyente dentro de su sociedad. Otros tres más jóvenes, y con idénticos atuendos, también se acercaron detrás del más mayor.
- Te saludamos, conde Lúdebrand hijo de Lúthvar - la voz de aquel individuo sonó solemne. - Mi nombre es Threyu hijo de Threrin. Soy el Archidruida de Onun. Nuestro pueblo os rinde pleitesía y os ruega poder ser escuchados.
Aquel ceremonioso talante le llamó mucho la atención a Lúdebrand. Se sentía fascinado ante la presencia del archidruida y sus acólitos. Seguramente debía ser un personaje reputado. Tras él, el resto de ónunim miraban desconcertados a todas partes, alertas. Parecía que estuvieran esperando que algo cayera sobre sus cabezas. Aquellas gentes altas, fuertes, de ojos y cabellos claros. Supersticiosos en su mayoría y bravos guerreros. ¿Qué habría sucedido?
- Os doy la bienvenida a todos a Daroir - sonrió forzosamente Lúdebrand, tratando de ocultar la inquietud que le embargaba por dentro. - Y os pido que me dejéis ser vuestro anfitrión, y así podáis dar cuenta de nuestra hospitalidad. Pasad, por favor.
Titubeantes, los ónunim comenzaron a salir la gruta, escoltados en todo momento por la Guardia del Huargo Blanco, que parecían tener cierto compromiso con ellos. Todo aquello era muy extraño. Un éxodo masivo de las gentes de Onun acompañados de los guardias de la Muralla, que bien era sabido, tenían prohibido abandonar aquel puesto fronterizo.
Justo cuando pasaba el archidruida por su lado, Lúdebrand le asió del brazo y le dijo en voz baja:
- Deseo hablar contigo de inmediato.
Los oscuros ojos verdes del hombre se clavaron como dos agujas de jade en los suyos, y asintió con el gesto.
- Debo pediros a cambio, mi señor - dijo Threyu, - que procuréis comida y cama a mis hermanos ónunim. Ha sido una marcha muy incómoda, y muchos de ellos vienen exhaustos.
- Puedes estar tranquilo. Mis hombres se ocuparán de que nada les falte. Si deseas, puedes descansar también, pudiendo entrevistarnos más tarde.
- No, mi señor. Lo que debo contaros no admite demora.
Lúdebrand le dijo a uno de sus guardias que procurara cubrir las necesidades de los ónunim, mostrando siempre amabilidad y cordialidad con esas personas que, según parecía, no lo habían pasado nada bien. También solicitó la presencia de algún Guardián del Huargo Blanco para saber qué les había impulsado a salir de la Muralla. Tenía muchas preguntas que necesitaban respuestas.
Cuando la multitud se hubo alejado (Lúdebrand tenía la sensación de que eran muchos más de los que había imaginado en un primer momento), guió al archidruida y a un guardián hacia el castillo. El trayecto se le hizo muy largo, pese a la cercanía del mismo. No sabría decir si por el silencio, que fue el protagonista mientras caminaban, o la impaciencia que le corroía por saber qué había motivado aquella migración.
Una vez en el castillo, en la sala de recepciones, ofreció a sus acompañantes comida y bebida, para reconfortar el apetito que pudieran traer. El guardián aceptó gustoso un poco de carne seca de venado y un cuartillo de vino. Threyu solo bebió agua.
- Lamento no poder ofreceros más - dijo cordialmente Lúdebrand, - pero lo inesperado de vuestra… visita, nos ha cogido desprevenidos.
El archidruida sonrió tenuemente mientras se secaba el agua de la comisura de los labios.
- Me alegra ver que os lo hayáis tomado como una visita y no como una invasión - apuntó Threyu.
- No lo creo, realmente. Me ha sorprendido más el cómo habéis llegado hasta aquí. Llevo muchos años como conde en Daroir, y prácticamente toda mi infancia, y jamás fui informado de la existencia de esa gruta por la que habéis aparecido.
- Eso se debe a que sólo nosotros conocemos la existencia de esas cavernas, mi señor - intervino el guardia. - Son una serie de pasillos escavados en las entrañas de las montañas. Son muy antiguos, nadie sabría decir quién los hizo. Los encontramos tiempo ha, y permanecen dentro de las murallas fronterizas. Es por eso que nunca se reveló su existencia, por seguridad.
Lúdebrand hizo una mueca de sorpresa con la cara. No estaba contrariado, pero si un poco confundido.
- Soy el conde de Daroir - dijo intentando sonar convincente. - Esa gruta comunica con mi ciudad. Creo que tenía derecho a saberlo.
- Lo siento, mi señor - el guardián no parecía dar muestras de comprensión. - Tenemos nuestro propio protocolo para proteger a Cáladai y a nosotros mismos. Ni siquiera el regente Átethor sabe de su existencia.
Átethor… Realmente, el señor y regente de Cáladai parecía ignorar demasiadas cosas. No solamente aquello. Lúdebrand volvió a dirigirse a Threyu, para continuar con el tema principal.
- Me resulta un poco extraño ver que ninguno de los grandes señores de Onun os hayan acompañado. Ni el príncipe Iyurin ni su hermana Iyúnel. Sé que vuestro rey Haoyu está en la Garganta Negra combatiendo a los bárbaros. Pero, ¿qué hay de sus hijos?
El semblante de Threyu se ensombreció, y pareció envejecer como diez años más.
- Mi señor, ha habido complicaciones - el archidruida parecía abatido. - Hemos tenido que abandonar Ánquok, nuestro hogar, de forma precipitada y casi violenta. Como bien decís, nuestro señor rey está luchando en este momento, de manera heroica, contra los bárbaros de Mezóberran. Según parece, el príncipe Iyurin se mantiene en la retaguardia por expreso deseo de su padre, en la Mazmorra de Cristal. Y nuestra señora Iyúnel se ha visto obligada a separarse de nosotros en Dür Areth, buscando aliados e informando de los sucesos que acontecen. Al ser el más viejo y el siguiente en la escala social, me puse al mando del grupo.
Lúdebrand se acarició la barba, pensativo. Había cosas que no le encajaban.
- Que Haoyu e Iyurin partieran hacia la guerra, entraba dentro de mis suposiciones - reflexionó en voz alta el conde. - Pero, estableciendo las defensas de esa forma estratégica, no comprendo qué ha podido mover a la princesa para que evacuara la capital de Onun, que la supongo como una ciudad bien protegida e inexpugnable.
- La ciudad de Ánquok es, de hecho, tal y como describís - prosiguió el archidruida. - Pero conozco a la princesa Iyúnel desde que era un bebé, y os garantizo que lo ilógico no es propio de ella.
- Y así me consta, Threyu.
- También os digo que el príncipe Iyurin es un guerrero tan valeroso como templado - prosiguió el archidruida. - Y su palabra, que muchas veces se pierde entre los grandilocuentes y belicosos discursos de nuestro rey, es sabia y consecuente.
- He oído hablar de él. Nunca escuché a nadie decir lo contrario
- Pues sabed, entonces, que fue un cuervo, portando una misiva de su puño y letra, la que nos advirtió de que, quizá, los acontecimientos no transcurriesen como todos deseábamos. Parece ser que la cruel tierra de Mezóberran ha vomitado más que hordas de bárbaros norteños. La muerte y el mal que nos asolarán provienen de allí, y es posible que nuestro buen rey no pueda con ello. Si el príncipe Iyurin pensó que debíamos dejar Onun, lo hizo pensando más en nuestra seguridad que en la suya propia. Por eso estamos aquí.
- Creí que nadie podía cruzar la Muralla - Lúdebrand se dirigía al guardián, pero no había reproche en sus palabras. Más bien esperanza.
- Así es, mi señor - asintió el guardián. - De hecho, confiamos que este episodio no llegue a oídos del señor regente. Nuestro comandante Thódred nos dio instrucciones para que veláramos por la seguridad de los ónunim hasta que llegaran aquí, y asegurarnos de que estuvieran a salvo.
- Tranquilo, puedes estar seguro de ambas cosas - dijo Lúdebrand de forma grave. - Nadie sabrá que habéis estado aquí, y podéis marchar cuando deseéis. Los habitantes de Onun son ahora mis invitados personales, y yo respondo por su seguridad y bienestar.
Threyu se acercó y le tomó la mano con la suya. Los ojos del archidruida estaban cristalinos, a punto de romper en lágrimas. Pero logró controlarse.
- Muchas gracias, mi señor - fue lo único que le dejó decir el nudo que tenía en la garganta. Lúdebrand le cogió del hombro cordialmente.
- No hay nada que agradecer, amigo mío. Solo espero que podáis regresar pronto a vuestro hogar, y que todas las preocupaciones que ahora tenéis, se queden en una anécdota más.
El archidruida bajó la cabeza, taciturno. No parecía muy convencido de la victoria de su rey sobre la amenaza que se cernía sobre la Tierra Antigua. Aunque, a decir verdad, Lúdebrand tampoco lo creía. Había demasiadas pesquisas para no hacerlo. Pero no dijo nada. Se limitó a mostrarse lo más cordial y optimista posible, para evitar apesadumbrar más a Threyu y, colateralmente, a los ónunim.
- De momento - continuó el conde, - Daroir será vuestra casa. Daré órdenes para albergaros a todos, lo más confortablemente posible. También mandaré cuervos a los señores de Cáladai y al propio regente Átethor, alertando de un posible cambio de rumbo en nuestra suerte. Quiero que tanto tú como tu gente sepáis que podéis confiar en mí.
- No sé cómo podremos agradeceros este gesto, mi señor - Threyu esbozaba una tenue sonrisa tras su espesa barba cana. - Entonces, ¿partiréis en ayuda de nuestros bravos guerreros?
Era una pregunta que Lúdebrand hubiera preferido evitar a toda costa.
- Verás, Threyu - suspiró el conde, - no quisiera engañarte. Las cosas en Cáladai no marchan tan rápido como a algunos nos gustaría, y mandar a mis hombres a la guerra no es cosa que dependa sólo de mí. Debemos tener el visto bueno de nuestro señor regente, que a su vez debe contar con el respaldo del Consejo, y esto lleva demasiado tiempo. Estoy atado de pies y manos en ese sentido. Únicamente puedo ofreceros mi protección y hospitalidad, al menos por ahora.
El archidruida bajó la mirada, sin saber muy bien qué decir. Lúdebrand supo intuir un cierto tono de decepción.
- De todos modos - añadió para intentar compensar el golpe, - de haber sabido con tiempo que tu gente partiría a la batalla, no hubiera dudado en prestar ayuda, pese a lo que opinase el Consejo.
Y lo decía de corazón. Habría marchado aún sin el consentimiento de Átethor y su corte de aduladores. Onun no merecía ser ignorada de ese modo. Y no le habrían importado las consecuencias, pese a que el no acatar órdenes se castigaba como un delito de sedición, tal y como le había pasado al conde de Theadurion, al que algunos le habían considerado loco, otros conspirador y Lúdebrand le consideraba una persona con demasiado cerebro como para dejarse engañar por las malas artes de maese Tsártak y el resto del Consejo. Lo cierto es que desconocía su paradero, y ahora la ciudad la gobernaban los consejeros de Átethor. Insólito cuanto menos.
Una vez hubo despedido a Threyu, acompañó al guardián un trecho, buscando cierta discreción.
- Si no se os ofrece nada más, mi señor - dijo el joven soldado, - partiremos de inmediato de vuelta a la Muralla. Somos escasos, como imagino sabréis, y no pueden prescindir de nosotros.
Lúdebrand asintió con el gesto.
- Daré órdenes para que os proporcionen algunas provisiones, no dudéis en pedir lo que sea si necesitáis algo más - a continuación, el conde bajó el tono de voz hasta convertirlo casi en un susurro. - Debes decirle a tu comandante que, en cuanto los refugiados estén bien acomodados, iré personalmente a entrevistarme con él.
El guardián abrió los ojos muy sorprendido.
- Pero, mi señor, le habéis dicho al archidruida que debéis contar con el respaldo del Consejo para prestar ayuda a Onun.
Lúdebrand sonrió cierta ironía.
- Al igual que vosotros no podéis abandonar la Muralla - notó un cierto rubor en las mejillas del soldado. - No podré marchar con mi ejército en ayuda de Onun, y, aunque lo hiciera, mucho me temo que no serviría de nada. Pero sí puedo visitar a nuestros guardianes del norte, a quienes protegen nuestras fronteras. De todos modos, utilizaré esas galerías por las que habéis venido. ¿Es muy enrevesado el camino?
- No. Con unas pocas indicaciones, llegaréis en dos o tres jornadas a Dür Areth. Yo mismo os dejaré un pequeño plano antes de marcharnos.
- Te lo agradezco. Y no tienes porqué preocuparte, una vez esté de camino, mandaré sellar esta entrada, y habrá que hacer lo mismo en el otro extremo. No podemos permitir que nadie lo encuentre. En caso de que el enemigo logre atravesar Onun, debe encontrarse con que el único modo de acceder a Cáladai es atravesando la Muralla y Dür Areth.