LXXIII

No sabía cómo enfrentarme a Helena y decidí emborracharme. En la bayuca de Flora habían lámparas encendidas a lo largo de ambos mostradores. El nuevo camarero presidía el lugar con un esmero y una atención que ya debían de haberle hecho perder algunos de los viejos clientes descuidados. No se veía una sola migaja en los mostradores de falso mármol, que repasaba a cada instante con un trapo mientras esperaba con impaciencia que los escasos beodos excitables lo llamaran para atenderlos. Lo que la tabernucha había ganado en limpieza, lo había perdido en ambiente.

De todos modos, aquello cambiaría. Los antiguos niveles de dejadez estaban demasiado arraigados para desaparecer durante mucho tiempo. Después de diez años, la mediocridad no tardaría en asentarse de nuevo.

Me alegré de ver que el nuevo camarero era un viejo conocido.

—¡Apolonio! ¿Qué, un trabajo provisional hasta que vuelvas a oír la llamada de la educación?

—¡Invita la casa! —exclamó él con orgullo, colocando una copa a dos dedos de mi codo y acompañándola de un platillo con veinte nueces contadas.

No había manera de emborracharse en una atmósfera tan prístina. La buena educación me prohibía obligar a aquel pobre espíritu extasiado a escuchar mis patéticas divagaciones, y menos aún a usarlo como paño de lágrimas. Conseguí improvisar un minuto de comentarios intrascendentes y apuré la copa. Ya me disponía a marcharme cuando asomó de la trastienda una mujer con las mangas del vestido remangadas y secándose las manos con una toalla.

Por un momento, creí que se trataba de mi madre. Era una mujer menuda, aseada y con el cabello inesperadamente canoso. Tenía un rostro anguloso y unos ojos cansados que miraban a los hombres con recelo.

—Tú debes de ser Flora. —No dijo nada—. Soy Falco.

—El hijo menor de Favonio…

No pude por menos de sonreír ante la ironía de que mi ridículo padre se fugara para «llevar una nueva vida», cuando incluso la mujer que se había llevado con él insistía en utilizar su antiguo nombre.

Seguramente, Flora se estaba preguntando si yo representaba una amenaza de alguna clase. Era probable que Festo, cuando vivía, le hubiese causado alguna preocupación; también era probable que Flora entendiese que yo era distinto.

—¿Puedo pedirte que le des un mensaje a mi padre? Me temo que son malas noticias. Dile que acudí a palacio pero rechazaron mi petición. Se lo agradezco mucho, pero el préstamo ya no será necesario.

—Se llevará un buen disgusto —comentó la pelirroja que ya no lo era. Contuve la irritación ante el pensamiento de que los dos hablaran de mí.

—Sobreviviremos —le aseguré. Lo dije como si la nuestra fuese una gloriosa familia unida.

—Tal vez tengas otra oportunidad —apuntó Flora con calma, como una pariente lejana que consolara a un joven que se había presentado para anunciar un fracaso en el peor día de su vida.

Agradecí la invitación a Apolonio y me dirigí a casa de mi madre.

Me recibieron demasiadas voces. Fui incapaz de entrar.

Helena debía de estar esperándome. Cuando llegué de nuevo al pie de la escalera y emprendí la ascensión, me llegó su voz:

—¡Marco…! ¡Ya bajo, espérame!

Esperé mientras ella cogía una capa y corría peldaños abajo. La observé cuando bajaba: una muchacha alta y de carácter fuerte, ataviada con un vestido rojo y un collar de ámbar, que adivinó lo que había acudido a decirle mucho antes de que abriera la boca. Se lo expliqué mientras cruzábamos Roma. Después, le di la otra noticia deprimente: no importaba lo que Anácrites hubiera dicho, estaba decidido a no permanecer por más tiempo en una ciudad que faltaba a sus promesas.

—¡Donde tú vayas, iré contigo! —exclamó Helena. Era maravillosa.

Subimos al Malecón, el gran terraplén construido en los viejos tiempos de la república para cerrar el recinto de la ciudad original. Hacía mucho tiempo que Roma se había extendido más allá de estas defensas, que ahora se conservaban como recuerdo a nuestros antepasados y como plataforma desde la cual contemplar la ciudad moderna. Helena y yo acudíamos allí cuando las cosas se ponían difíciles, para sentir el soplo del aire nocturno a nuestro alrededor mientras paseábamos sobre el mundo.

Desde los jardines de Micenas, en las laderas del Esquilino, se elevaba un leve aroma primaveral a tierra húmeda preñada de nueva vida. Unos oscuros nubarrones cruzaban los cielos con gran rapidez. En una dirección, divisamos la mole severa e imponente del Capitolio, en el que aún faltaba el templo de Júpiter, destruido por un incendio durante las guerras civiles. El curso del río, señalado por las lucecitas de los embarcaderos, trazaba sus suaves meandros en torno al recinto. Detrás de nosotros, en el cuartel de la Pretoriana, un toque de corneta provocó un bronco alboroto entre los borrachos de una taberna próxima a la puerta Tiburtina. Más abajo, unos monos parloteaban entre las barracas de mala muerte en las que adivinos y titiriteros proporcionaban entretenimiento a las capas populares de la sociedad romana que, incluso en pleno invierno, salían de casa para divertirse al aire libre. Las calles estaban llenas de carros y asnos; los gritos y las campanillas de los arneses hendían el aire y unos cánticos exóticos, acompañados del tintineo de unos platillos, anunciaban a los sacerdotes mendicantes y a los acólitos de algún culto extravagante.

—¿Adónde iremos? —preguntó Helena mientras caminábamos. Las muchachas respetables se emocionan muy fácilmente. Educada para ser casta, formal y sensata, era lógico que Helena Justina reaccionase con tanta expectación ante la primera promesa de una aventura semejante. Haberme conocido había dado al traste con los sueños de sus padres de lograr controlarla, del mismo modo que conocerla a ella había significado la ruina de mis esporádicos proyectos de reformarme y convertirme en un ciudadano formal.

—¡Dame un poco de tiempo! Acabo de tomar una decisión apresurada en un momento de abatimiento. No esperaba que me cogieses la palabra.

—Tenemos todo el imperio para escoger…

—¡O podemos quedarnos en casa!

Helena se detuvo bruscamente y se echó a reír.

—Lo que tú digas, Marco. A mí me da igual.

Eché la cabeza hacia atrás y respiré lenta y profundamente. Los húmedos aromas invernales del hollín de un millón de lámparas de aceite no tardarían en dejar paso a los perfumes estivales de las fiestas florales y de la comida picante consumida al aire libre. Pronto, el calor volvería a Roma, la vida parecería fácil y tomar una decisión resultaría demasiado doloroso.

—Te quiero —declaré—. Y acepto cualquier existencia que podamos llevar juntos.

Helena se apoyó contra mi costado y su gruesa capa se enredó en torno a mis pantorrillas.

—¿Podemos ser felices tal como estamos?

—Supongo que sí. —Habíamos hecho un alto en nuestro paseo cerca de la puerta Celimontana, con la Casa Dorada casi debajo de nosotros—. ¿Qué te parece a ti, encanto?

—Ya sabes lo que pienso —respondió ella sin alterarse—. La decisión importante la tomamos cuando me vine a vivir contigo por primera vez. ¿Qué es el matrimonio, sino la unión voluntaria de dos almas? La ceremonia no significa nada. Cuando me casé con Pertinax… —Helena casi nunca hacía mención de aquel episodio de su vida—. En la boda hubo velos, frutos secos y el cerdo sacrificado de rigor. Pero después de la ceremonia —añadió, abatida—, no había nada más entre nosotros.

—Entonces, si te vuelves a casar —apunté suavemente—, quieres ser como Catón de Útica cuando se unió a Marcia, ¿no es eso?

—¿Cómo fue la boda?

—Sin testigos ni invitados. Sin contratos ni declaraciones. Sólo asistió Bruto, para realizar los augurios… aunque tú y yo quizá podríamos prescindir incluso de eso. ¿A quién le gusta que le profeticen sus fracasos? —Tratándose de mí, Helena podía tener la certeza de que habría fracasos—. Esa pareja se limitó a unir las manos y comunicarse en silencio mientras formulaba sus votos.

Los momentos románticos con una muchacha instruida no resultan fáciles.

—¿Catón y Marcia? ¡Ah, sí! Una historia conmovedora; ¡ese hombre se divorció de ella! —recordó Helena con una mueca ceñuda—. Pese a estar embarazada, Catón la entregó a su mejor amigo, un hombre muy rico. Después, cuando el lucrativo segundo marido murió de improviso, Catón volvió a tomarla por esposa, adquiriendo la fortuna. ¡Muy hábil! Ya veo a qué se debe tu admiración por ese hombre.

Animosamente, intenté quitar importancia al asunto.

—Olvídalo. Catón estaba lleno de ideas raras. Prohibió que los maridos besaran a sus esposas en público…

—¡Ése fue su abuelo! De todos modos, no creo que nadie le hiciera caso —replicó ella—. Todo el mundo sabe que los maridos no prestan atención a sus mujeres en público.

Por lo visto, aún tenía que convivir con un montón de prejuicios provocados por el esposo de Helena Justina. Tal vez algún día lograse disipar sus malos recuerdos. Por lo menos, estaba dispuesto a intentarlo.

—Yo nunca dejaré de prestarte atención, amor mío —le aseguré.

—¿Lo prometes?

—¡Tú te ocuparás de ello! —respondí, dominando un momento de pánico. Helena soltó una risilla.

—Bueno, no soy la incomparable Marcia… ¡y tú, desde luego, no eres Caro! —Su voz adoptó un tono más tierno—. Pero hace tiempo que te entregué mi corazón, de modo que no importará si amplío mi compromiso…

Se volvió hacia mí y tomó mi diestra con la suya. La otra se posó en mi hombro, mostrando como siempre el sencillo aro de plata de Britania que llevaba en el dedo corazón como muestra de su amor por mí. Helena se esforzó por exhibir una pose de fervorosa sumisión, aunque no estoy seguro de que yo consiguiese borrar por completo la helada mueca de cautela que suele apreciarse en las efigies de hombres casados de las lápidas. Pero allí estábamos aquella noche de abril, en el Malecón, sin que nadie nos viera pero con toda la ciudad reunida alrededor de nosotros, si queríamos la presencia de testigos. Allí estábamos, con el aire de un matrimonio romano convencional. No estoy muy seguro de qué significa comunicarse en silencio, pero eso era precisamente lo que estábamos haciendo.

Personalmente, siempre he pensado que Catón de Útica tiene mucho de que responder.