LIV
Cuando regresé a la pensión en que nos alojábamos, Helena se había acostado. No se movió de la cama, refunfuñando de vez en cuando, mientras yo pasaba media hora intentando forzar la cerradura de la puerta. Lo único que se le había ocurrido a mi padre para mantenerla a salvo había sido dejarla encerrada y, por desgracia, Gémino se había quedado en el estudio a fin de vigilar a Orontes. Yo había tenido que hacer a pie y a oscuras las cuatro millas que me separaban de Capua, cada vez más aterido de frío, más abatido y con los pies más doloridos… para descubrir finalmente que mi exasperante padre aún tenía la llave de la estancia guardada en algún pliegue de la túnica.
Mis esfuerzos por franquear la entrada sin armar alboroto fracasaron de manera lamentable. Por último, abandoné las precauciones y arremetí con el hombro contra la puerta. La cerradura aguantó, pero las bisagras cedieron. Se produjo un estrépito tremendo. Todo el edificio tenía que haberse dado cuenta de que una dama romana de alta cuna estaba siendo asaltada en su habitación, pero nadie acudió a investigar. Bonito lugar, Capua. Estaba impaciente por largarme de allí.
Me colé en la estancia a duras penas por el resquicio de la puerta forzada. No conseguí localizar un yesquero y tuve que salir otra vez a buscar una lámpara del pasillo. Al hacerlo, me llevé unos arañazos a causa de las astillas. Por último, volví a entrar con el mismo esfuerzo, soltando ásperas maldiciones.
Helena había comido su plato de judías y todas las guarniciones. Yo devoré mi ración, fría, y la mitad de la de mi padre, al tiempo que empezaba a contarle a mi amada lo sucedido. Las judías verdes frías pueden estar buenas en una ensalada de verano, pero como plato principal para una noche de invierno resultan bastante sosas. Y el aceite que llevaban se había solidificado desagradablemente.
—¿No hay un poco de pan?
—Te olvidaste de traerlo —me informó Helena desde debajo de las mantas—. Estabas demasiado ocupado coqueteando con muchachas de grandes pechos.
Continué hablando, sin olvidar referirme con todo lujo de detalles a la desnudez de Rubinia.
Helena siempre se dejaba conquistar por una buena historia, sobre todo si yo era uno de los personajes principales. Al principio, apenas era visible la punta de su nariz sobre la ropa de cama pero, poco a poco, fue asomando más conforme el relato de las estúpidas travesuras y del duro interrogatorio prendía su interés. Cuando terminé, Helena estaba sentada en la cama y me abría sus brazos, llamándome a su lado. Me metí en la cama y nos abrazamos para entrar en calor.
—¿Y qué hacemos ahora, Marco?
—Le hemos dicho a Orontes que tendrá que acompañarnos de regreso a Roma. El escultor sabe que se encuentra en verdadero peligro, amenazado por Caro y por nosotros, de modo que está dispuesto a decantarse por quien le asegure que podrá regresar donde él desea estar realmente. ¡El tipo es idiota! —me lamenté, inquieto—. No se da cuenta de que ahora tiene que producirse una confrontación… y de que, suceda lo que suceda, las consecuencias serán desagradables para él. Lo único que dice es que se alegra de dejar de huir.
—¿Pero habéis escapado de pagar ese dinero a Caro?
—Ahí está el problema —dije con un suspiro—. Caro tiene constancia escrita de que pagó la estatua a Festo, mientras que nosotros no tenemos nada que demuestre que Orontes entregó la mercancía a su agente en Tiro. Aristedón y la tripulación de la nave se ahogaron cuando el Orgullo de Perga zozobró. Y no hay más testigos de importancia.
—Y, respecto al soborno que Caro le pagó posteriormente al escultor, un extorsionador jamás entrega factura a su víctima, como es lógico…
—En efecto, encanto. Por eso no podemos demostrar el fraude. Es la palabra de Orontes contra la de Caro.
—¿Pero el escultor puede comparecer como testigo?
—¡Desde luego! —asentí con expresión sombría—. Puede comparecer… si conseguimos mantenerlo con vida, sobrio y dispuesto a testificar. Pero Caro intentará evitarlo. Es preciso que Orontes nos tenga más miedo a nosotros del que le produce Caro; así, cuando lo llamemos al estrado, declarará lo que nos interesa. Pero, además, tendremos que conseguir que el testimonio de ese tipejo de carácter blando, mentiroso y de poco fiar resulte creíble al tribunal.
—Lo más probable es que Caro soborne al juez. —Helena me besó en la oreja—. Orontes es un mal testigo —añadió—. No siguió las instrucciones de tu hermano y después vendió el recibo sin inmutarse. Al abogado de la parte contraria le bastará con acusarlo de mala fe permanente; si lo hace, puedes dar el caso por perdido.
A aquellas alturas, yo había empezado a despotricar:
—Orontes es totalmente manipulable. Caro es rico y decidido. Se presentaría ante el juez como un honrado ciudadano mientras que nuestro hombre quedaría desacreditado enseguida… Pero no vamos a llevar el asunto a los tribunales. ¿Para qué pagar una minuta exorbitante cuando el estiércol ya nos llega a la nariz? De todos modos, Gémino y yo estamos dispuestos a hacer algo.
—¿Y que podéis hacer? —preguntó Helena mientras sus manos exploraban agradablemente partes de mi cuerpo que gustaban de las manos exploradoras.
—Todavía no lo hemos decidido, pero tiene que ser algo gordo.
Los dos guardamos silencio. Vengarnos de los coleccionistas requería tiempo y un plan minucioso. Aquella noche no era el momento pero, aunque me fallara el ingenio, tenía la secreta esperanza de convencer a Helena para que aportara alguna idea tortuosa. Era preciso hacer algo. Ella no entendería. Mi amada aborrecía la injusticia.
Permaneció completamente quieta entre mis brazos, aunque pude apreciar que en su cabecita se sucedían los pensamientos. De repente, soltó una exclamación:
—¡Muy propio de ti, dejar un hueco en tu historia! —Me sobresalté, temiendo haber pasado por alto algo importante—. ¡Esa voluptuosa modelo desnuda desaparece de la escena a mitad del relato!
Solté una carcajada, incómodo.
—¡Ah, ella! No se movió de allí ni por un instante. Mientras el escultor estaba inconsciente, le ofrecimos a Rubinia la alternativa de cerrar la boca y prometer que no daría más patadas, o llevárnosla a otra parte y encerrarla mientras despertábamos al hombre y lo interrogábamos. Ella prefirió seguir resistiéndose, de modo que la metimos en el sarcófago.
—¡Dioses benditos, pobrecilla! Supongo que dejaréis que Orontes la saque de ahí, ¿verdad?
—¡Hum…! Prefiero no hacer insinuaciones sórdidas —murmuré—, pero tengo la profunda sospecha de que, cuando mi odioso progenitor se canse de discutir de teoría del arte, se ocupará de que Orontes beba hasta perder el sentido… y entonces, sin testigos, la dejará salir.
Helena fingió no entender mis sórdidas insinuaciones.
—¿Y ahora, qué, Marco?
—Ahora —le prometí con intenso alivio—, tú, yo, mi feliz padre, el escultor… y su suculenta modelo, si quiere llevarla, nos vamos a casa. Me pregunto si Esmaracto se habrá preocupado de arreglar el techo.
Helena guardó silencio otra vez. Quizá pensaba en la posibilidad de hacer el viaje de regreso en compañía de Rubinia. O quizá le preocupaba el estado de nuestro techo.
Yo también tenía mucho en que pensar, y nada de ello resultaba alentador. Era imprescindible que elaborase un plan para escarmentar a Caro y a Servia. Tenía que encontrar el modo de evitar pagarles aquel medio millón de sestercios que, en realidad, nunca les habíamos debido. Si pretendía salvarme del exilio, debía resolver un asesinato que empezaba a parecer inexplicable. Y tenía que hallar la manera de explicarle a mi madre que su amado hijo, el héroe nacional, tal vez no fuese más que un comerciante fracasado que había decidido poner fin a sus días porque ya no podía soportar la presión de sus compromisos comerciales fallidos.
—¿Qué hora es? —preguntó Helena.
—¡Por Júpiter, no lo sé! Medianoche… De madrugada, probablemente.
Ella me sonrió. Aquello no tenía nada que ver con lo que habíamos estado hablando. Me di cuenta de ello antes incluso de que Helena musitara:
—Entonces…, ¡feliz cumpleaños!
Mi aniversario.
Yo había recordado que se acercaba la fecha, pero creía que nadie más había caído en la cuenta. Mamá estaría pensando en mí con su desdeñoso respeto de costumbre, pero ella estaba en Roma, de modo que me había librado de su nostalgia y del pastel de ciruela. Mi padre, probablemente, nunca había sabido la fecha de nacimiento de sus hijos. Y en cuanto a Helena… En fin, el año anterior, también había estado a mi lado el día de mi aniversario. Entonces éramos dos desconocidos que se resistían a cualquier asomo de atracción mutua. A pesar de todo, me había concedido a mí mismo un breve obsequio de cumpleaños y la había besado, con resultados inesperados para ambos. Desde aquel instante, había querido más de aquella mujer. Lo había querido todo. Y había iniciado el proceso que me llevó a enamorarme de ella, mientras una vocecilla sombría y amenazadora empezaba a cuchichearme que sería todo un desafío conseguir que esa criatura inalcanzable me quisiera.
Había transcurrido un año desde la primera vez que la estrechara entre mis brazos, convencido de que sería la única ocasión en que me permitiría acercarme a ella. Un año desde que viera aquella mirada en sus ojos cuando me atreví a hacerlo. Un año desde que escapara de su lado, aturdido ante mis propios sentimientos y malinterpretando los suyos, pero convencido de que, de algún modo, debía volver a tener entre mis brazos a tan maravillosa mujer.
—¿Recuerdas?
—Recuerdo,…
Aspiré profundamente absorbiendo el dulce aroma de su cabello. Sin moverme, me deleité en la silueta, ahora familiar, de su cuerpo apretado contra el mío. Sus dedos me acariciaron el hombro, trazando dibujos que me pusieron la piel de gallina.
—Aquí estamos, en otra pensión de mala muerte… Jamás imaginé que aún te tendría junto a mí.
—¡Oh, Marco, estabas tan enfadado conmigo…!
—Tuve que ponerme furioso para atreverme a tocarte.
Se echó a reír. Siempre lograba que acabase por reír.
—¡Fue haciéndome reír que me conquistaste! —comentó ella, como si me hubiera oído.
—¡Esa noche, no! Te encerraste en tu habitación y te negaste a hablar conmigo.
—Estaba demasiado asustada.
—¿De mí? —pregunté, perplejo.
—¡Oh, no! Ya sabía que cuando dejaras de hacerte el semidiós de mandíbula de hierro serías un completo encanto… Asustada de mí misma —confesó—. Espantada de lo mucho que deseaba estar entre tus brazos y siguieras besándome… y mucho más que eso.
Habría podido besarla en aquel momento. Sus ojos oscuros eran tiernos y tentadores. Helena deseaba que lo hiciera. Pero me apeteció más apartarme un poco de ella para poder contemplarla y pensar en ello mientras me sonreía.
Ningún año de mi vida me traería tanto cambio. Ningún azar del destino me daría nunca algo tan precioso.
Apagué la luz para poder olvidarnos del deprimente entorno; después, borré de mi cabeza todas las deudas y desastres que me amenazaban. Un hombre debe tener algún consuelo en su existencia.
—Te quiero —le dije—. Debería haber empezado por ahí, hace un año. Y esto es lo que debería haber hecho de inmediato, para demostrarlo…
Y, acto seguido, dejé que mi trigésimo primer aniversario empezara con una celebración en el más noble estilo romano.