XXV

Las cosas iban encajando, pero no por eso yo me sentía más feliz.

En la estancia hacía frío. Mi asiento en el rincón empezaba a resultar tan incómodo que tuve ganas de levantarme de un salto y dar unos pasos, pero el espanto me retuvo donde estaba.

Mi madre me había pedido que limpiase el nombre de mi hermano, pero cuanto más hurgaba peores cosas aparecían. Si aquello era cierto, me resultaba increíble que Festo ignorase la procedencia del dinero; de hecho, me corroía el temor de que mi hermano mayor podía, perfectamente, haber sido el instigador del hecho.

Cada legión del ejército posee una caja fuerte, guardada en el sanctasanctórum del cuartel, bajo el ara de los sacrificios. Además de las deducciones obligatorias que sufren los soldados en su paga en concepto de comida y equipo, y de la contribución al fondo para pompas fúnebres que garantiza un piadoso funeral a los caídos, la administración asegura a cada legionario que, si alcanza el retiro después de veinticinco años de sufrimiento, volverá al mundo civil con cierta posición; para ello, el soldado está obligado a guardar en la caja de su legión la mitad de cada donación imperial que recibe. Estas donaciones son las espléndidas sumas que reparten los nuevos emperadores al acceder al trono, o, en momentos de crisis, para asegurarse la lealtad de las legiones. Un soldado puede calcular que, al término de una carrera militar completa, habrá visto asegurada esa lealtad en varias ocasiones… y no sale barata.

El dinero es sacrosanto. Se ocupa de él un grupo de escribientes y, por supuesto, la presencia de grandes sumas guardadas en cajas en las turbulentas fronteras del Imperio es una invitación permanente a que se produzca un escándalo. Sin embargo, jamás había oído el menor comentario de que algo semejante se hubiera producido. ¡Sería muy propio de mi hermano verse involucrado en tan fantástica primicia!

Mi mente se desbocó. Si la Decimoquinta tenía, en efecto, un considerable agujero en su cofre del tesoro, podía haber razones para que aún no hubiese sido descubierto. Las arcas de las legiones habían sido colmadas en varias ocasiones durante el Año de los Cuatro Emperadores: durante una cruel guerra civil, cuatro hombres nuevos en el trono habían descubierto que complacer a las fuerzas armadas era una de las máximas prioridades. Una razón para la caída de Galba había sido su negativa a pagar el acostumbrado donativo de agradecimiento al ejército al ser investido con la púrpura; sus tres sucesores aprendieron la lección de su cadáver ensangrentado en el Foro y se apresuraron a ofrecer su contribución. Con tantas sumas adicionales depositadas, los centuriones de la leal Decimoquinta podían haber colocado unas cuantas piedras grandes en el fondo del arca de la legión y mantener el engaño durante un tiempo.

Pero esos días de incertidumbre habían quedado atrás. Ahora, su famoso general, Vespasiano, era el nuevo emperador y se había instalado entre los cojines del trono para un largo reinado. El retorno de la normalidad ofreció a los escribientes más tiempo para contabilizar el dinero y repasar listas de objetos en sus rollos de papiro. Vespasiano, hijo de un recaudador de impuestos, era muy amante de las cuentas e inventarios. El estado de bancarrota de las finanzas públicas convertía a los auditores en la profesión en alza en Roma.

Inquietos contables husmeaban por todas partes en busca de dinero desaparecido. No pasaría mucho tiempo hasta que alguien localizara un agujero del tamaño de una escultura de Fidias, aunque fuese pequeña, en el arca de caudales de cierta prestigiosa legión.

—Esto no resulta nada favorable para el buen nombre de la familia —comenté.

Mi padre tenía la expresión que cabía esperar de un hombre que estaba a punto de ver a su hijo, un héroe nacional, denunciado públicamente; y más aún cuando era su otro hijo quien iba a tomar tal iniciativa.

—Parece que se trata de escoger entre perder el buen nombre de la familia o perder la fortuna familiar intentando protegerlo.

El comentario iba cargado de ironía.

—Eso de la fortuna, es cosa tuya. ¡Yo no tengo esa opción!

—¡Qué raro! —apuntó Gémino sin gran entusiasmo.

—Debemos estar preparados para posibles problemas. Me importa un pimiento mi reputación, pero no me gustaría encontrarme con unos soldados furiosos acechando la casa de mi madre con el propósito de romperme la cabeza. ¿Hay algo más que deba saber acerca de este enredo?

—Hasta donde yo sé, no.

Su manera de decirlo me indicó que había algo más por descubrir. Ya me había esforzado bastante por aquel día. Pasé por alto aquella insinuación y continué el repaso de otros aspectos.

—En mi opinión, hay una cosa que no encaja… —Me quedaba corto en el comentario, pero tenía que ser práctico. Hacer recuento de todas las incógnitas del asunto me habría deprimido profundamente—. Festo sirvió en Egipto y en Juciea, pero el cargamento desaparecido procedía de Grecia. ¿Sería demasiado pedir que me explicaras cómo pudo ocuparse de todo?

—Tu hermano utilizó un agente. Conoció a un hombre en Alejandría y…

—¡Esto me suena al principio de una historia muy escabrosa!

—Bueno, ya sabes cómo era tu hermano; siempre tenía una cohorte a su alrededor. Le gustaba frecuentar las callejuelas y las tabernas de peor reputación.

Mi padre se refería a que Festo siempre andaba metido en gran cantidad de pequeños negocios, haciendo tratos y suministrando servicios.

—Es cierto. Si existía alguien que vendiese amuletos falsos, seguro que Festo lo conocía.

—Esto no significa que tu hermano comprara productos que olieran a falsificación —protestó Gémino, en defensa de su llorado muchacho.

—¡Claro que no! —asentí, en un jocoso tono de elogio—. Pero a veces le colaban alguno.

—En esta ocasión, no.

—Bueno, no descartemos por completo esa posibilidad. Para empezar, Alejandría es una ciudad de fama bastante dudosa. Y de Festo siempre cabía esperar que, estuviera donde estuviese, fuera a hacer amistad precisamente con aquellos a quienes los demás evitaban. ¿No sabrás cómo se llamaba ese agente que utilizó?

—¿A ti qué te parece?

—Que no.

—Llamémosle «Nadie», como Ulises. «Nadie» se movía en el mundo del arte y le contó a Festo que podía conseguir algunas piezas griegas exquisitas. Y, al parecer, se hizo con ellas. Es lo único que sé.

—¿Festo tuvo ocasión de inspeccionar la carga en algún momento?

—Por supuesto. Tu hermano tenía la cabeza sobre los hombros —insistió mi padre—. Examinó el cargamento en Grecia.

—¡De modo que consiguió viajar hasta allí!

—Sí. Festo era muy hábil.

—Pero tenía entendido que el Hipericón había zarpado de Cesarea.

—¿Fue eso lo que te contó Censorino? Es probable que viajara hasta allí más tarde, para que Festo pudiese embarcar la madera de cedro y los tintes. Quizá fue allí donde pagó al agente los jarrones y el resto de la carga.

—¿Y el hombre volvió a zarpar con la nave?

Mi padre me dirigió una larga mirada.

—Una cantidad desconocida —dijo.

—¿Tenía alguna relación la herida que trajo a casa a mi hermano con el hecho de que la nave se hundiera?

—Yo diría que fue la única causa de que se la infligiese.

Festo había vuelto a casa para solucionar las cosas, lo cual significaba que la respuesta al problema, al menos en parte, se encontraba allí, en Roma. Por lo tanto, aún me quedaba alguna remota posibilidad de encontrarla.

Mi siguiente pregunta habría sido si los hechos que había presenciado un rato antes en la subasta tenían también algo que ver con el asunto, pero no llegué a hacerla. Nuestra conversación fue interrumpida por la llegada de un chiquillo exhausto y acalorado.

El muchacho se llamaba Gayo y contaba doce años de edad. Era el segundo hijo de mi hermana Gala, y un pilluelo de cierto temperamento. Menudo para su edad, tenía en cambio la seriedad de un patriarca y los modales de un patán. Gayo llegaría a ser, probablemente, un hombre recatado y culto pero, por el momento, prefería mostrar un carácter difícil. Le gustaba calzar botas demasiado grandes para sus pies y llevaba su nombre tatuado en letras griegas en el brazo con lo que supuse era tinte azul de glasto; varias de las letras parecían supurar. Y no se lavaba nunca. Una vez al mes, por insistencia de Gala, me lo llevaba a las termas públicas en algún momento poco concurrido y allí lo sometía por la fuerza a una sesión de limpieza.

El chiquillo irrumpió en el despacho, se arrojó sobre un diván vacío, exhaló un largo suspiro, se limpió la nariz con la manga de una túnica de aspecto repulsivo y, con la respiración entrecortada, dijo:

—¡Por Júpiter, se necesita valor para seguirte el rastro, tío Marco! No te quedes ahí sentado, temblando. ¡Ofréceme algo de beber!