XL

En la Plaza de la Fuente, todo estaba muy tranquilo. Tanto, que resultaba inquietante. Normalmente, incluso en plena noche había algún marido que sufría lesiones cerebrales por el impacto de algún cazo de hierro, alguna paloma sometida a torturas por unos delincuentes juveniles o alguna vieja que se lamentaba a gritos de que le habían robado los ahorros de toda la vida (esta última era Metela, cuyo hijo solía tomar prestado el dinero de vez en cuando; el tipo se lo devolvería haciendo trabajar doble turno durante una quincena a la red de prostitutas que controlaba).

Debía de faltar poco para el amanecer. Ya estaba viejo para aquellos trotes.

Cuando llegué a la lavandería, el sonido de mis fatigados pasos me trajo más problemas. Lenia, la desaliñada propietaria del negocio, abrió violentamente una hoja de la puerta y asomó la cabeza entre una maraña de cabellos de un color alheña subido. Con la tez muy blanca y sosteniéndose en precario equilibrio, me inspeccionó con unos ojos que necesitaban un oculista y me dijo a gritos:

—¡Eh, Falco! ¿Qué haces por la calle tan tarde?

—¡Lenia! Me has asustado. ¿Está ahí Esmaracto?

La mujer dejó escapar un lamento patético. Despertaría a toda la calle, me dije, y me echarían la culpa de ello.

—Ojalá esté en el fondo del Tíber. ¡Hemos tenido una pelea terrible!

—Doy gracias a los dioses. Ahora, ten la bondad de cerrar esa dentadura… —Lenia y yo éramos viejos amigos y podíamos ahorrarnos los cumplidos. Ella sabía que yo despreciaba a su prometido. Mi animadversión hacia él tenía que ver, en parte, con el hecho de que fuese mi casero, pero se debía sobre todo a que el tipo era más pestilente que un montón de estiércol de mula caliente—. Entonces, ¿adiós a la boda?

—¡Oh, no! —Lenia se calmó de inmediato—. ¡Eso no se lo perdono! Ven, entra…

Era inútil resistirse. Cuando una mujer que se pasa la vida cargando enormes cubos de agua caliente lo coge a uno del brazo, resulta inevitable volar en la dirección que ella marca a menos que se quiera perder el brazo. Me vi arrastrado al siniestro cubículo donde Lenia repasaba sus cuentas y abordaba a sus amigos, y sentado por la fuerza en un taburete. Una jarra de vino tinto barato se adhirió a mi mano.

Lenia había estado bebiendo, como toda Roma en aquella noche invernal. Había estado bebiendo sola, y ahora se sentía terriblemente desdichada. Sin embargo, con una nueva copa chocando contra aquellos dientes horribles, pareció recobrar un poco el ánimo.

—Tú también pareces cargado, Falco —dijo.

—He estado bebiendo con unos pintores. Nunca más.

—¡Hasta la próxima! —se mofó con voz ronca. La mujer me conocía desde hacía mucho.

—¿Y bien, qué sucede con Esmaracto? —Probé el vino y, tal como había temido, lo lamenté—. ¿No ve muy claros los beneficios del matrimonio?

Lo dije en broma pero, por supuesto, ella asintió con gesto afligido.

—No sabe si está preparado para comprometerse.

—¡Pobrecito! Supongo que alega estar en su tierna juventud… —Fuera cual fuese su edad, la vida desordenada había dejado a Esmaracto con el aspecto de un ermitaño reseco medio muerto en una cueva—. Supongo que ese miserable se da cuenta de que lo que pueda perder renunciando a la soltería lo compensará al conseguir una próspera lavandería…

—¡Y a mí! —exclamó Lenia, altanera.

—Y a ti —asentí con una sonrisa. La mujer necesitaba que alguien fuera amable con ella.

Apuró la copa y cambió de tema con ánimo vengativo.

—¿Qué tal te van las cosas a ti, Falco?

—Perfectamente, gracias.

—No me lo creo.

—Mis actividades —proclamé pomposamente— se encaminan a su conclusión con eficacia y en la debida forma.

—No es eso lo que he oído…

—Por supuesto. Respecto de mis asuntos, mantengo una reserva absoluta. Si no permites que nadie se entrometa, las cosas no se tuercen.

—¿Qué dice Helena?

—Helena no necesita que la moleste con los detalles.

—¡Helena es tu prometida!

—Por lo tanto, ya tiene suficientes preocupaciones.

—¡Por los dioses, eres un demonio perverso…! ¡Y Helena es tan buena chica!

—Exacto. ¿Para qué avisarle, entonces, de que está perdida? Ahí es donde tú te equivocaste, Lenia. Si Esmaracto hubiera permanecido en la bendita ignorancia de tus intenciones con el cerdo de sacrificio, una noche en que estuviera durmiendo la borrachera podrías haber falsificado su nombre en un contrato y no se habría angustiado tanto. Pero lo pusiste sobre aviso y le has dado mil oportunidades de escabullirse.

—Volverá —replicó Lenia con morbosidad—. Ese estúpido descuidado se ha dejado su sello de berilo.

Por fin, conseguí desviar la conversación hacia otros temas que no fueran el matrimonio y las joyas de fantasía.

—¡Si quieres irritarme de verdad, recuérdame que Marponio ordenó detenerme!

—¡Las noticias corren! —asintió Lenia—. Todo el mundo se ha enterado de que mataste a un soldado a puñaladas y has terminado en casa de un juez, con grilletes.

—No maté al soldado.

—Es verdad, un par de chiflados apuntan que podrías ser inocente.

—¡La gente es maravillosa!

—Entonces, ¿qué es toda esa historia, Marco?

—El jodido Festo me ha metido en el embrollo, como de costumbre. Le conté la historia. Cualquier cosa, con tal de que no bebiese más. Cualquier cosa, con tal de que dejara de llenarme la copa. Cuando terminé, soltó una risotada con su irritante mueca burlona habitual.

—¿De modo que es un caso de obras de arte?

—Exacto. Y tengo la profunda sospecha de que muchas de las estatuas, y todas las personas, son falsas.

—¡Y que lo digas! Entonces, ¿te encontró por fin esa noche?

—¿Quién? ¿Qué noche, Lenia?

—Esa de la que hablabas hace un momento. La noche que Festo partió hacia su legión. Estuvo aquí. Creí habértelo dicho entonces, Festo… Era tarde. Muy tarde. Casi echa abajo la puerta. Quería saber si habías llegado a casa tan borracho que no pudiste subir la escalera y estabas enroscado en mi bañera.

No habría sido la primera vez, ya que después de una juerga los seis pisos son un auténtico castigo.

—Pero no estaba…

—¡Claro que no! —exclamó Lenia con una risilla, conocedora del fiasco con Marina.

—Festo debería haber sabido dónde encontrarme… Y no me habías contado nada de esto, Lenia… —añadí con un suspiro. Uno más de una larga serie de mensajes no entregados.

—Al hablarme de él esta noche, me ha venido a la memoria.

—¡Con cinco años de retraso! —Lenia era increíble—. ¿Y qué sucedió a continuación?

—Se quedó dormido aquí mismo. Un auténtico engorro.

—Había bebido bastante. —Casi como nosotros esa noche.

—¡Bah!, sé tratar a los borrachos; tengo bastante práctica en eso. Tu hermano estaba muy ceñudo —se lamentó la lavandera—. ¡No soporto a la gente triste!

Dado que había escogido casarse con Esmaracto, que era un desastre de hombre, insensible, malcontento y sin sentido del humor, Lenia también estaba ganando práctica en tolerar la tristeza… y lo que aún tenía que venir.

—Así pues, ¿en qué andaba metido mi hermano?

—Ni idea —respondió Lenia con una sonrisa burlona—. Se limitó a refunfuñar: «Esto es insostenible; necesito el fuerte brazo derecho de mi hermano menor». Y no añadió más.

—Muy propio de Festo. —A veces, sin embargo, mi reservado hermano era presa de un impulso báquico que lo movía a hablar por los codos. Cuando estaba de ese talante y decidía mostrar su alma, solía abrirse al primero que encontraba en su camino. Entonces se pasaba horas divagando… Una sarta de disparates, desde luego—. Supongo que es demasiado esperar que revelara algo más, ¿no?

—Exacto. ¡El muy huraño! A casi todo el mundo le resulta fácil hablar conmigo —se ufanó Lenia.

La recompensé con una sonrisa condescendiente.

—¿Qué hizo entonces? —inquirí.

—Se hartó de esperar a su preciado hermano, que se había quedado por ahí tonteando con Marina, de modo que me maldijo, te insultó repetidas veces, tomó prestada una de mis cubas de la colada y desapareció. Se largó murmurando que tenia trabajo que hacer. Al día siguiente, supe que había abandonado Roma. Y tú no volviste a asomar por aquí hasta mucho después.

—¡Culpable! —sonreí—. Estuve vagando por las huertas hasta que se calmaron los ánimos.

—Con la esperanza de que Marina tuviera un oportuno lapso de memoria, ¿no?

—Tal vez. ¿Y para qué quería Festo esa cuba?

—¡Por Juno que lo ignoro! Lo único cierto es que volvió a aparecer ante la puerta, cubierta de barro, cemento o algo parecido.

—Debió de usarla para lavarse los calzones… ¿Por qué nunca me has contado todo esto?

—¿Para qué? ¡Seguro que te habrías enfadado!

El enfado lo sentía en aquel momento. Me hallaba ante uno de esos asuntos inútiles y exasperantes que lo atormentan a uno cuando alguien ha muerto. Jamás llegaría a saber de verdad qué quería mi hermano. Nunca podría compartir su problema ni ayudarlo. Lenia tenía razón: era mejor ignorar aquellas cosas.

Encontré una excusa para marcharme (bostezando profusamente) y bajé la escalera con paso tambaleante.

Seis pisos le dan a uno tiempo para pensar, pero no fue suficiente.

Estaba furioso con mi hermano y, a la vez, lo echaba de menos. Me sentía agotado, sucio, frío y deprimido; me habría dejado caer en un rincón de la escalera, pero los rellanos estaban helados y hedían a orina rancia. Me dirigía a mi cama sabiendo que muy pronto —demasiado pronto— tendría que levantarme de ella otra vez. La desesperación lastraba mis pies; sentía que estaba persiguiendo un rompecabezas insoluble y que sobre mí se cernía la catástrofe, cada vez más próxima.

Y cuando llegué a mi apartamento, mis lamentos se hicieron aún más intensos, pues allí me esperaban más problemas. Un destello de luz se filtraba por debajo de la puerta, poco ajustada al quicio. Aquello sólo podía significar que dentro había alguien.

Después del ruido que había hecho hasta aquel momento, era inútil que ahora intentara acercarme furtivamente y presentarme por sor presa. También me di cuenta de que estaba demasiado bebido para discusiones y demasiado cansado para peleas.

Lo hice todo mal. Olvidé ir con cuidado. Era incapaz de tomar la precaución de estudiar una posible escapatoria. Estaba demasiado cansado y demasiado enfadado para seguir mis propias reglas, de modo que me limité a entrar directamente y, de un puntapié, cerrar la puerta detrás de mí.

Volví la vista hacia la lámpara encendida sobre la mesa, cuando una vocecilla procedente del dormitorio murmuró:

—Soy yo…

—¡Helena! —Procuré tener presente que una de las razones por las que amaba a la hija del senador era su asombrosa capacidad para sorprenderme. Al oírla, intenté fingirme sobrio.

Para disimular mi estado, apagué la luz. Me despojé del cinto y, con dedos torpes, me saqué las botas. Estaba helado de frío pero, como concesión a la vida civilizada, me quité varias prendas de las que llevaba. Helena debió de darse cuenta de mi estado tan pronto como me encaminé hacia el lecho dando tumbos. Había olvidado que teníamos una cama nueva; en la oscuridad, estaba desplazada del lugar al que mis pies me conducían automáticamente y, además, el colchón quedaba a diferente altura. Por si esto fuera poco, habíamos corrido de sitio el mueble recién adquirido para evitar el gran agujero del techo, que Esmaracto aún no había reparado.

Cuando por fin localicé la cama, me derrumbé sobre ella con tal torpeza que a punto estuve de caer al suelo. Helena me dio un beso, se quejó de mi mal aliento y hundió el rostro en el refugio, más seguro, de mi axila.

—Lo siento, he tenido que sobornar a unos testigos —le dije. El calor y la sensación de bienestar me envolvieron seductoramente mientras intentaba mostrarme severo con ella—. Escucha, chiquilla desobediente, ¿qué excusa tienes para estar aquí? Recuerdo haberte dejado en casa de mi madre…

Helena, dulce y acogedora, percibió que mis quejas no sonaban muy convencidas y se enroscó en torno a mí con más fuerza.

—¡Oh, Marco, te echaba de menos…!

—¡Echándome de menos te has puesto en peligro, Helena! ¿Cómo has venido hasta aquí?

—Perfectamente segura. Me ha acompañado el marido de Maya. Incluso ha subido conmigo para inspeccionar el apartamento. He pasado la velada visitando las casas de tus hermanas para preguntar por el cuchillo de la bayuca. He llevado conmigo a tu madre, aunque no parecía demasiado entusiasmada con la idea. En cualquier caso, he pensado que querrías conocer el resultado de mis averiguaciones —se excusó débilmente.

—¡Embaucadora! ¿Y qué novedades traes, pues?

Noté que se me escapaba un eructo, breve pero perfectamente audible. Helena se apretó aún más a mí y su voz me llegó débilmente a través de la colcha.

—Ninguna, me temo —dijo—. Ninguno de tus parientes recuerda haber cogido el cuchillo de cocina de tu madre, y mucho menos haberlo utilizado alguna vez en la taberna de Flora.

Incluso en la oscuridad de la alcoba, sentí que la cabeza me daba vueltas.

—Al menos la jornada no ha sido un desastre absoluto —dije—. He averiguado un par de cosas. Censorino tenía un compinche en Roma, un tal Laurencio. Es un buen dato. Petronio tendrá que encontrar a ese tipo antes de poder acusarme formalmente.

—¿Podría ser ése el asesino?

—Parece improbable, pero no imposible… —Me costaba esfuerzo seguir hablando—. Y también hay, o hubo, un escultor llamado Orestes… no, Orontes. Actualmente está desaparecido, pero es otro nombre a investigar… —En aquel nuevo lecho, entibiado ya durante varias horas por Helena, mi cuerpo helado comenzaba a relajarse produciéndome una deliciosa sensación. Me apreté aún más a mi amada—. Por los sagrados dioses, cuánto te quiero… —Deseaba que Helena estuviera a salvo, pero me alegraba tenerla allí, conmigo—. Espero que Famia estuviera sobrio cuando te trajo.

—Maya no me habría consentido salir de su casa sin la debida protección y, de haber sabido que te presentarías aquí en este estado lamentable, tu hermana no me habría permitido venir bajo ninguna circunstancia. —Intenté improvisar una réplica, pero no se me ocurrió ninguna. Helena me acarició la mejilla—. Estás cansado. Duérmete. —Ya lo estaba haciendo. Sus siguientes palabras me llegaron envueltas en una bruma—: Tu padre envió un mensaje. Sugiere que mañana por la mañana lo acompañes a visitar a Caro y Servia. «Vestido de gala», ha dicho. Te he preparado una toga…

Me pregunté quiénes serían Caro y Servia y por qué había de tolerar que aquel par de desconocidos, cuyos nombres no me decían nada, me importunasen con tales exigencias de etiqueta. Tras esto, no supe nada más hasta que, al día siguiente, desperté con una resaca tremenda.