II
Como cualquier madre que se precie, la mía había convertido la cocina en su puesto de mando, desde el cual se proponía supervisar las vidas de sus hijos. Nosotros, sin embargo, teníamos otras ideas. Aquello convirtió la cocina de mamá en una animada arena en la que todos comíamos hasta ponernos enfermos mientras nos quejábamos unos de otros a grandes voces con la vana esperanza de desviar la atención de nuestra madre.
Algunas cosas de la estancia eran bastante normales. Había una mesa de trabajo de piedra, encajada en parte en la pared exterior con el objeto de distribuir el peso; delante de la mesa, el suelo se inclinaba calamitosamente. Mamá vivía en la tercera planta del edificio y su apartamento tenía una buhardilla, pero mis hermanas, de pequeñas, solían dormir allí arriba; así pues, por tradición, el humo del aceite de cocinar era expulsado por una ventana del piso de abajo mediante un abanico que agitaba quienquiera que rondara por la cocina; este abanico colgaba del pestillo de una contraventana.
Sobre la mesa de trabajo brillaba una fila de cazos de cobre, páteras y sartenes, algunas de ellas de segunda mano y con varias generaciones de abolladuras. En un estante había cuencos, vasos, jarras, manos de almirez y un heterogéneo puñado de cucharas dentro de un jarrón cuarteado. De unos ganchos que habrían soportado el peso de media res en canal colgaban cucharones, ralladores, coladores y macillos de carne. Una hilera de clavos torcidos exhibía un juego de enormes cuchillos de cocina cuyas hojas, de aspecto amenazador, estaban sujetas a agrietados mangos de hueso, cada uno de los cuales llevaba grabadas las iniciales de mi madre, JT, de Junila Tácita.
En el estante superior había cuatro de esas cazuelas especiales para cocinar lirones. No me malinterpretéis: mamá dice que los lirones son animales desagradables y prácticamente sin carne, un bocado sólo adecuado para esnobs con mal gusto y con hábitos estúpidos. Pero cuando llegan las Saturnales, uno se presenta en la fiesta familiar con media hora de retraso y anda buscando desesperadamente algún presente que excuse ante su madre los últimos doce meses de abandono en que la ha tenido, esas cazuelas para lirones parecen, invariablemente, el regalo perfecto. Mamá siempre las ha aceptado con benevolencia de cualquiera de sus hijos que se hubiera dejado tentar por la propaganda comercial; después, a modo de reproche, deja que la colección crezca sin utilizarla jamás.
Manojos de hierbas secas perfumaban la estancia. Cestos de huevos y bandejas planas rebosantes de legumbres llenaban todos los espacios disponibles. Una gran abundancia de escobas y cubos proclamaba los esfuerzos de mi madre por convencer a todos de lo impecable y libre de escándalos que mantenía su cocina (y su familia).
Sin embargo, el efecto que producía la estancia quedaba estropeado aquella noche por la presencia del maleducado individuo que había eructado delante de mí. Lo observé. A ambos lados de la cabeza le sobresalía una mata de finos cabellos grises. La cúpula calva que la remataba mostraba, igual que su rostro inflexible, un intenso bronceado caoba. Tenía el aspecto de alguien que hubiera estado en el desierto de Oriente y tuve la desagradable sensación de saber de qué lugar concreto del hirviente desierto procedía. Sus brazos y piernas desnudos exhibían la coriácea musculatura que proporcionan largos años de actividad física exigente, más que los falsos resultados de un programa de entrenamiento en el gimnasio.
—¡Por todos los infiernos! ¿Quién eres? —tuvo la desfachatez de preguntar el tipo.
Por un momento, me asaltó la desquiciada idea de que mi madre había tomado un amante para iluminarle la vejez; sin embargo, tal pensamiento no tardó en escabullirse, avergonzado.
—¿Por qué no te presentas tú, primero? —repliqué, al tiempo que le lanzaba una mirada intimidatoria.
—¡Piérdete!
—Todavía no, soldado.
Había adivinado su profesión. Aunque el hombre llevaba una túnica descolorida, de un tono rosa pálido, desde mi posición reconocí claramente las suelas de tres dedos de grosor de unas botas militares. Reconocí también las suelas claveteadas, las cicatrices de reyertas cuarteleras y la actitud engreída de un legionario.
Sus mezquinos ojos se entrecerraron con cautela pero no hizo el menor intento de retirar las botas de la sagrada mesa de mi madre. Dejé en el suelo el fardo con el que había cargado y descubrí la cabeza echando la capa hacia atrás. En la empapada maraña de mis cabellos, el hombre debió de reconocer los rizos de la familia Didia.
—¡Eres el hermano! —me dijo en tono acusador. De modo que había conocido a Festo. Mala noticia. Y, según parecía, estaba al corriente de mi existencia.
Reaccionando como si diera por sentado que cualquier visitante tenía que haber oído hablar de mí, traté de tomar la iniciativa de la situación.
—¡Parece que la disciplina se ha relajado en esta casa, soldado! Será mejor que quites los pies de la mesa y te incorpores si no quieres que vuelque esa banqueta de un puntapié. —La sutil presión psicológica dio resultado. El hombre bajó las botas al suelo—. ¡Y mucha calma! —añadí, por si tenía la intención de saltar sobre mí. Se sentó derecho. Un buen tanto en favor de mi hermano era que había despertado el respeto de la gente y durante al menos cinco minutos (lo sabía por experiencia) ese respeto se extendería a mi persona.
—¡De modo que tú eres el hermano…! —repitió lentamente, como si eso significara algo.
—Exacto. Soy Falco. ¿Y tú?
—Censorino. Legión Decimoquinta Apolinaria.
Podía ser. Mi mal humor se incrementó. La Decimoquinta era la desgraciada unidad en la que mi hermano había servido durante varios años… hasta que se hizo famoso al arrojar su hermoso cuerpo sobre una espesura de lanzas rebeldes en el asalto a una fortificación en Judea.
—De modo que allí conociste a Festo, ¿no?
—Exacto —respondió con una sonrisa condescendiente.
Mientras hablábamos, percibí detrás de mí los movimientos inquietos de Helena y los demás. Estaban impacientes por encontrar la cama… y yo también.
—Festo y yo éramos buenos colegas —declaró.
—Festo siempre tuvo muchos amigos. —Mi voz aparentó más calma de la que sentía. Festo, con unas copas encima, era capaz de trabar amistad con cualquier piojosa rata de taberna. Después, generoso hasta la médula, mi hermano insistía en traer a casa a su reciente amigo.
—¿Hay algún problema? —inquirió el legionario con un aire de inocencia que era sospechoso por sí solo—. Festo me dijo que si alguna vez pasaba por Roma…
—¿Podías alojarte en casa de su madre?
—¡Eso fue lo que me prometió!
Y yo sabía que la Decimoquinta Legión había sido trasladada desde el frente de guerra de Judea a Panonia, por lo que cabía esperar que gran número de sus hombres solicitara permiso para pasar unos días de asueto en Roma.
Aquello me resultaba deprimentemente familiar.
—No dudo de que así fuera —repliqué al legionario—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Unas semanas…
Eso significaba varios meses.
—¡Bien, me alegro de que la Decimoquinta Apolinaria haya ayudado a equilibrar el presupuesto de Junila Tácita! —exclamé, con la mirada fija en él. Los dos sabíamos que el tipo no había contribuido con una sola moneda a los gastos de manutención. ¡Vaya regreso a casa! Primero, mi piso destrozado; ahora, esto. Parecía que durante mi ausencia Roma se había llenado de perdedores sin escrúpulos en busca de una cama que no les costara dinero.
Me pregunté dónde se escondería mi madre. Sentía una extraña nostalgia de oírla regañarme como cuando era un niño, mientras llenaba de caldo caliente mi cuenco favorito y me despojaba a tirones de mis ropas empapadas.
—En fin, Censorino, me temo que tendré que privarte de tu alojamiento. Ahora lo necesita la familia.
—Por supuesto. Me trasladaré lo antes posible…
Dejé de sonreír. Notaba el cansancio hasta en los dientes. Indiqué con un gesto el patético grupo que me acompañaba. Todos estaban de pie y en silencio, demasiado agotados para intervenir en la conversación.
—Me gustaría que te dieses prisa con los preparativos.
El soldado dirigió la mirada a la ventana. Del exterior llegaba el chapoteo de la lluvia, más intenso que en ningún momento del día.
—No irás a echarme en una noche como ésta, ¿verdad. Falco?
Tenía razón, pero el mundo me debía unos cuantos golpes, así que le dirigí una sonrisa malévola y repliqué:
—Eres un legionario. Un poco de humedad no te hará daño…
Habría seguido divirtiéndome con nuevas ironías pero, en aquel instante, hizo acto de presencia en la estancia mi madre. Sus ojos negros, pequeños como cuentas, contemplaron la escena.
—¡Oh, has vuelto! —dijo, como si yo acabase de regresar de limpiar de malas hierbas un campo de zanahorias. Menuda, aseada y casi infatigable, pasó junto a mí casi rozándome, besó a Helena y se apresuró a hacerse cargo de mi soñolienta sobrina.
—¡Me encanta que me echen de menos! —musité.
Mi madre hizo caso omiso del comentario.
—Ha habido muchas cosas de las que podrías haberte encargado…
Y no se refería a despulgar perros. Advertí la mirada que le lanzaba a Helena, en clara advertencia de que reservaba para más tarde alguna mala noticia. Incapaz de afrontar las otras crisis que pudieran haber acontecido al clan Didio, me concentré en el problema que tenía entre manos.
—Necesitamos refugio. Al parecer, la cama de mi hermano mayor ya está ocupada, ¿no es eso?
—Sí. ¡Y pensaba que tú tendrías algo que decir al respecto!
Advertí que Censorino empezaba a mostrarse nervioso. Mientras yo intentaba determinar qué se esperaba de mí, mi madre me miraba con expectación. Por alguna razón parecía representar el papel de la anciana desvalida cuyo hijo grande y fuerte ha asomado de su madriguera para defenderla. Aquella actuación era absolutamente inusitada y afronté la situación con tacto:
—Sólo estaba comentando un hecho, madre…
—¡Ah, ya sabía que a mi hijo no le gustaría! —comentó ella, sin dirigirse a nadie en particular.
Estaba demasiado cansado para resistirme. Me planté ante el legionario. Probablemente el soldado se creía un tipo duro, pero a mí me resultaba más cómodo enfrentarme a él que a una madre tortuosa que se movía por motivos complejos.
Censorino comprendió que el juego había terminado. Mamá estaba dando a entender con claridad que sólo le había permitido alojarse allí a la espera de que alguien se opusiera a ello. Ahora, yo estaba de vuelta y me encargaría del trabajo sucio. Era inútil resistirme a mi destino.
—Escucha, amigo. Estoy agotado y calado hasta los huesos, de modo que no me andaré con rodeos. He viajado mil millas en la peor época del año y al llegar a mi casa la he encontrado destrozada por unos intrusos, con el techo hundido y mi cama llena de escombros. Pues bien, dentro de diez minutos tengo intención de estar tendido en mi cama alternativa, y el hecho de que ésta sea la que tú has estado utilizando es sólo la manera que tiene la fortuna de advertirte de que los dioses son amigos volubles…
—¿Dónde queda, entonces, la hospitalidad con los extraños? —se lamentó Censorino en tono burlón—. ¿De qué vale la palabra de un camarada que te ofrece su casa?
Con cierta inquietud, aprecié un tono de amenaza en su voz. Un tono que no tenía nada que ver con lo que parecía que estábamos tratando.
—Mira, quiero la habitación que ocupas para mi novia y para mí, pero no voy a dejarte en la calle en plena noche. Arriba hay una buhardilla seca perfectamente habitable…
—¡Quédate tu buhardilla! —replicó el legionario. Luego, añadió—: ¡Y que os jodan, a ti y a Festo!
—Como tú prefieras —asentí, tratando de que mis palabras no sonaran como si, para la familia, el único aspecto favorable de la muerte de Festo fuera no tener que seguir ofreciendo comida y alojamiento a una inacabable sucesión de pintorescos amigos suyos.
Vi que mi madre daba unas palmaditas en la espalda al legionario y la oí murmurarle en tono consolador:
—Lo siento, pero no puedo tenerte aquí contrariando a mi hijo…
—¡Oh, mamá, por Júpiter! ¡Eres imposible!
Para acelerar las cosas, ayudé a Censorino a hacer el equipaje. Al marcharse, me dirigió una mirada malévola, pero yo estaba demasiado ocupado con las alegrías de la vida familiar para preguntarme a qué venía aquello.