LVIII

Más tarde, aquel mismo día —y por primera vez en la historia—, mi padre se hizo llevar a la Plaza de la Fuente. Cuando llegó, Helena estaba envuelta en una manta, leyendo, mientras yo limpiaba un cubo de mejillones. Gémino esperaba que ella desapareciese a fin de que pudiéramos disfrutar de una conversación entre hombres, como sucede en las casas normales, pero Helena le dedicó un gracioso gesto de bienvenida y permaneció donde estaba. Gémino también había supuesto que yo, avergonzado, me apresuraría a esconder el cubo bajo la mesa, pero continué con lo que estaba haciendo.

—¡Dioses! Esas escaleras me han dejado muerto… La chica te tiene ocupado, ¿eh?

—Así es como vivimos. Nadie te ha pedido que vengas a criticar.

—Marco es el cocinero —dijo Helena—. Le gusta creer que supervisa mi educación doméstica. Pero seguro que dejará que te prepare un poco de miel caliente, si gustas…

—¿No tenéis vino?

—Sólo para los que se quedan a cenar —respondí. Mi padre era incorregible—. Nos queda poco y no puedo ofrecerlo a borrachines informales; lo necesito para la salsa.

—No puedo quedarme. Me esperan en casa. Eres un anfitrión sin sentimientos.

—Toma la miel. La prepara con canela. Te perfumará el aliento, te endulzará el ánimo y te aliviará el pecho después de esa subida.

—¡Vives con un jodido boticario, muchacha! —resopló mi padre.

—Sí, es un hombre maravilloso, ¿verdad? Una especie de enciclopedia viviente —replicó Helena con torcida insinceridad—. Voy a alquilárselo a Marponio… —Tras esto, y sin dejar ni por un instante de sonreír, preparó unas aromáticas bebidas para todos.

Mi padre inspeccionó detenidamente nuestra habitación exterior, dedujo que tras la cortina había otra tan horrible como la primera, valoró el balcón como un desastre que cualquier día nos arrojaría a una muerte prematura y torció el gesto ante el mobiliario. Había adquirido una mesa de pino que nos gustaba porque tenía las cuatro patas y muy poca carcoma, pero que resultaba demasiado sencilla y despreciable para lo que él estaba acostumbrado. Además, poseíamos el pequeño taburete en el que estaba sentado, la silla que Helena le había ofrecido, otra silla que fue a buscar al dormitorio, tres jarras, dos escudillas, una cazuela, varias lámparas baratas y un surtido de rollos de obras de teatro griegas y de poesía latina.

Mi padre buscó algún tipo de ornamento y observó que no había ninguno. Tal vez nos enviase un baúl de ellos la siguiente vez que se encargara de la liquidación de una casa.

—¡Por el Olimpo! Entonces, ¿esto es todo?

—Bueno, en la otra habitación está la cama con adornos de conchas que me vendiste, y un trípode móvil bastante curioso que Helena consiguió no sé dónde. Por supuesto, nuestra villa de verano en Baiae es un paraíso de lujo sin freno. Allí tenemos la colección de cristal y los pavos reales… ¿Tú qué crees?

—¡Es aún peor de lo que temía! Admiro tu valor —dijo dirigiéndose a Helena, visiblemente conmovido.

—Y yo admiro a tu hijo —respondió ella con suavidad.

Gémino aún parecía afectado. Sin duda había tomado mi horrorosa vivienda como una afrenta personal.

—¡Pero esto es espantoso! ¿No puedes obligarlo a hacer algo?

—Tu hijo hace todo lo que puede —respondió Helena en tono más áspero.

Salí al balcón a orinar para ahorrarme tener que intervenir. Una voz de irritación me llegó desde la calle, alegrándome el ánimo.

Cuando volví a entrar, expuse a mi padre lo que había contado el centurión acerca de la estatua de Zeus.

—En cualquier caso, esto aclara las cosas. Primero teníamos una estatua y un barco; ahora, hay dos barcos y dos estatuas.

—Pero la situación no es totalmente simétrica —apuntó Helena—. Una de las estatuas se perdió en una de las naves, pero el Zeus llegó a tierra con Festo y cabe suponer que todavía existe en alguna parte.

—Eso está bien —asentí—. Esta segunda estatua se ha perdido, pero podemos encontrarla.

—¿Vas a intentarlo?

—Desde luego.

—¡Hasta ahora no has tenido suerte! —apuntó mi padre, agorero.

—Hasta ahora no la había buscado. Encontraré ese Zeus y, cuando lo haga, aun cuando reembolsemos al grupo de centuriones el capital que invirtieron, existirá todavía una posibilidad de que los demás nos hagamos ricos. Además del porcentaje de los beneficios estipulado para mi hermano mayor, poseemos cuatro bloques de mármol de Paros auténtico. Podemos seguir los planes que debía de tener Festo y encargar otras tantas copias.

—No te propondrás vender falsificaciones, ¿verdad, Marco? —Helena parecía escandalizada (al menos, esa fue la impresión que me dio). Mi padre me miró con una expresión extraña, pendiente de mi respuesta.

—¡Nunca se me ha pasado por la cabeza tal cosa! Pero por una buena copia también llegan a pagarse cantidades extraordinarias.

Mis palabras sonaron casi sinceras.

—¿Y quién haría tus copias? —preguntó Helena con una sonrisa.

—Orontes. ¿Quién, sino? Cuando estuvimos en su estudio, tuvimos ocasión de estudiar de cerca su trabajo y te aseguro que es muy hábil para las réplicas. Tengo la impresión de que eso era lo que Festo quería de él la noche en que buscaba a ese estúpido con tanta urgencia. Orontes, llevado por el pánico, creyó que Festo lo buscaba para pelearse cuando, en realidad, mi excitado hermano no tenía la menor idea del fraude organizado por Caro y sólo pretendía ofrecerle trabajo. Festo acababa de recibir órdenes de reincorporarse a su unidad y debía regresar de inmediato a Judea. Era su última oportunidad de proponer el trato al escultor.

—¿Y decís en serio que Orontes trabaja bien?

Mi padre y yo nos consultamos con la mirada, recordando de nuevo las esculturas que habíamos visto en su estudio de Capua.

—Sí, es bueno.

—Y, después de la jugarreta que le hizo a Festo, nos debe un par de encargos gratis…

Helena reflexionó en voz alta:

—De modo que Festo sólo quería verlo para decirle: «Ven a echarle un vistazo a ese Zeus de Fidias que he traído conmigo, y hazme cuatro copias…». —Dio un respingo en su silla y añadió—: Entonces, Marco, esto significa que el original debía de estar en algún sitio donde pudieran ir a verlo. En algún sitio donde Festo pudiese enseñárselo al escultor aquella misma noche… Es decir, ¡en algún lugar de la ciudad!

Mi amada había dado en el clavo. La estatua tenía que estar en Roma. Una obra que podía valer medio millón… y, como heredero y albacea de mi difunto hermano, una parte me pertenecía. El tesoro estaba en Roma y lo encontraría aunque me llevase veinte años.

—Si dais con la estatua —continuó ella sin alzar la voz—, se me ocurre cómo podríais darles a probar su propia medicina a Casio Caro y Ummidia Servia, Gémino y yo acercamos nuestros asientos y la observamos como atentos acólitos ante un altar.

—Cuéntanos, querida…

—Para que mi idea funcione, tendréis que simular que reconocéis su derecho a reclamaros el dinero que perdieron en el Poseidón. Eso significa que tendréis que reunir el medio millón de sestercios y ponerlo en sus manos…

—¿Es preciso? —refunfuñamos los dos.

—Sí. Tenéis que convencerlos de que os han engañado. Tenéis que conseguir crear en ellos una falsa sensación de seguridad. Entonces, cuando estén más satisfechos de sí mismos por haberos estafado, los forzaremos a pasarse de listos y caerán de lleno en lo que os voy a proponer…

Y así fue como Helena, mi padre y yo, reunidos en torno a la mesa, desarrollamos el plan que nos iba a proporcionar nuestra venganza. Gémino y yo planteamos algunas modificaciones de detalle, pero la idea básica fue cosa de Helena.

—¿Verdad que es lista? —proclamé, abrazándola con deleite mientras ella exponía su plan.

—Y muy guapa —asintió mi padre—. Si esto resulta, podrías emplear tus ganancias en buscarle un lugar más adecuado para vivir.

—Primero, tenemos que encontrar la estatua.

La teníamos más cerca de lo que habíamos imaginado, aunque se precisó una tragedia para aproximarnos lo suficiente.

Fue una buena velada. Todos nos sentíamos muy amigos. Habíamos intrigado, habíamos reído y nos habíamos felicitado de lo listos que éramos y de la astucia de nuestros planes para volverles las tornas a nuestros oponentes. Yo había cedido en el asunto del vino, que repartimos en sendos vasos para brindar por nosotros y por nuestro plan de venganza. Para acompañar la bebida comimos unas peras de invierno y volvimos a reírnos cuando el jugo nos empapó la barbilla y las muñecas. Cuando Helena escogió una pera algo majada, mi padre cogió un cuchillo de mesa y cortó la parte machucada antes de devolvérsela. Al verlo sostener la pieza con mano firme mientras extirpaba la parte en mal estado, deteniendo el filo del cuchillo con el pulgar corto y romo, un inesperado recuerdo me devolvió a otra mesa, un cuarto de siglo atrás, alrededor de la cual un grupo de chiquillos pedía a gritos que les pelaran la fruta.

Seguía sin entender qué habíamos hecho yo y mis hermanos para que nuestro padre decidiera abandonarnos. Y nunca lo sabría. Para mí, lo peor era justamente que Gémino jamás había querido explicarlo. Aunque quizá, sencillamente, no había podido.

Helena me acarició la mejilla al tiempo que me dirigía una mirada serena y comprensiva.

Papá le dio la pera, cortada en pedazos, y le introdujo el primero en la boca como si fuese una niña pequeña.

—¡Gémino es un demonio con un arma blanca! —exclamé. Continuamos bromeando un rato más mientras mi padre y yo recordábamos el modo en que habíamos arremetido contra los pintores en nuestro papel como «la peligrosa banda de los Didios».

Fue una tarde deliciosa. Pero uno no debe relajarse nunca. La risa es el primer paso en el camino a la traición.

Cuando mi padre se hubo ido, volvió la normalidad. Y la vida reanudó sus sombríos mensajes de costumbre.

Estaba encendiendo una lámpara. Quise arreglar la mecha gastada y, sin pensar en nada concreto, busqué el cuchillo que solía utilizar para estos menesteres. Había desaparecido.

Debía de habérselo llevado Gémino.

Entonces, me acordé del arma con que habían apuñalado a Censorino. De repente, comprendí cómo había llegado a la bayuca el cuchillo que una vez había pertenecido a mi madre. Supe cómo había podido mamá, una mujer tan cuidadosa, perder uno de sus instrumentos de cocina. Y entendí por qué había decidido ser tan vaga cuando Petronio Longo la había interrogado al respecto… y por qué, cuando Helena había intentado preguntar a los demás miembros de la familia, mamá casi había fingido desinterés. En varias ocasiones había advertido que se mostraba reacia a hablar del tema. De ello deduje que mi madre sabía perfectamente dónde había ido a parar, veinte años atrás, aquel cuchillo «desaparecido». Su descubrimiento debía de haberla colocado en un dilema terrible, deseosa de protegerme pero consciente de que la verdad no cambiaría la situación de la familia. Probablemente, mamá había puesto el cuchillo en la cesta del almuerzo de mi padre, el día que éste se marchó de casa. O eso, o Gémino se había limitado a cogerlo para hacer algo con él y se lo había llevado como aquella tarde se había llevado el mío.

El arma del crimen había estado en posesión de mi padre.

Lo cual significaba que, ahora, el principal sospechoso de la muerte de Censorino parecería ser Didio Gémino.