XXI

Informé a Helena de que ya había tenido suficiente supervisión por aquel día y de que me proponía acudir a mi siguiente cita sin compañía de nadie. Helena sabía cuándo dejarme salir con la mía. Me pareció que accedía con demasiada facilidad, pero era mejor aquello que una discusión en plena calle.

Estábamos prácticamente al lado de la casa de sus padres, de modo que la acompañé a hacerles una visita filial. Me aseguré de escoltarla hasta llegar a la vista de la puerta. El breve alto para despedirnos me dio la oportunidad de tomarla de la mano. Ella podía arreglárselas sin necesidad de consuelo, pero yo, no.

—No te enfades conmigo, querida.

—No, Marco. —Sin embargo, habría sido una estúpida si no me hubiese tomado con prevención. Su rostro mostraba una expresión de cautela—. Siempre he sabido que tenías un pasado agitado y pintoresco.

—No me juzgues con demasiada severidad.

—Me parece que eres tú mismo quien lo hace. —Supongo que alguien tenía que hacerlo—. Marina parece una chica agradable —añadió. Comprendí enseguida a qué se refería.

—Y tú esperas que algún día alguien le eche el lazo.

—No veo por qué no.

—Yo, sí. Los hombres que la rondan saben que no busca marido. Esto lo hace más fácil para ellos; ¡así no tienen que preocuparse por el hecho de que todos ellos tienen esposa!

Helena dejó escapar un suspiro.

Estábamos en una esquina de la gran Vía Apia, tan concurrida como el Foro de los Romanos en una jornada tranquila. Esclavos de ropas pardas con cestos y ánforas sobre sus hombros encorvados recorrían la calle en ambas direcciones, chocando entre ellos mientras trataban de interponerse en el camino de cinco o seis literas que transportaban a otras tantas damas de casas adineradas. Unos obreros trabajaban con sus buriles —sin mucha convicción— en la oscura mole del viejo acueducto, el Aqua Marcia. Se acercó un carro cargado de losas de mármol, luchando por encaramarse a la acera elevada al tiempo que se bamboleaba sin control. Tres conductores de burros que esperaban el momento de poder salvar el obstáculo, dos viejas con una oca y la cola que esperaba en un banco a la puerta de una barbería se habían cansado de contemplar la maniobra del carro y empezaban a darse cuenta de nuestra presencia.

A fin de que la jornada resultara memorable para todos, rodeé a Helena Justina con mis brazos y la besé. Roma es una ciudad de moral relajada pero, a pesar de ello, las hijas de los senadores no acostumbran a ser magreadas en las esquinas por individuos que, evidentemente, sólo están un grado por encima de los piojos. La había pillado desprevenida. No podía hacer nada para detenerme, ni había ninguna razón para que yo me reprimiera por propia voluntad.

Se congregó una pequeña multitud. Cuando por fin la solté, Helena se dio cuenta de su presencia y recordó que estábamos en la refinada zona de Puerta Capena, hogar de sus ilustres padres.

—¡Hay unas normas, Falco! —murmuró acaloradamente.

Había oído que en los círculos patricios los maridos tenían que concertar cita con tres días de antelación sí querían abrazar a sus esposas.

—Conozco las normas. Me apetecía cambiarlas.

—Vuelve a hacerlo y te voy a dar con la rodilla donde más duele.

La besé otra vez y ella levantó la rodilla, aunque le faltó valor y el contacto fue demasiado suave para producir efecto alguno. Los espectadores aplaudieron, de todos modos. Helena hizo una mueca de inquietud; pensaba que me había hecho daño.

—¡Adiós, Marco!

—¡Adiós, querida…! —respondí con un graznido de dolor. Ella empezó a sospechar que fingía.

Helena anduvo hasta la casa de su padre con su expresión más gélida. Me crucé de brazos y la seguí con la vista hasta la puerta. Mientras esperaba al portero, cuya presencia era siempre azarosa, se volvió furtivamente para comprobar si me había marchado. Sonreí y me alejé por fin, sabiendo que estaba a salvo. Su familia le proporcionaría una escolta de esclavos cuando quisiera regresar al Aventino.

Después de la tensión en casa de Marina, me sentía nervioso y con ganas de ejercicio. Di un rodeo para ir a hacer un poco de pesas. En el gimnasio había muchas cosas que uno podía hacer y me las arreglé para quedarme allí varias horas.

—Últimamente vemos mucho por aquí a este cliente —comentó Glauco con su habitual ironía.

—Acertaste; ¡el cliente está intentando evitar a su familia!

Más relajado, me tentó la idea de dejar cualquier investigación para más adelante, pero besar a Helena en público me había recordado mi preferencia por hacerlo en privado. Si Petronio decidía detenerme, no tendría objeto esforzarse en rehabilitar el apartamento, pero si conseguía mantenerme a salvo de la cárcel, era prioritario conseguir un nuevo mobiliario.

—Petronio te andaba buscando —me avisó Glauco. Mi entrenador usaba siempre unas palabras tan comedidas que eran capaces de disparar mis peores temores.

—Olvídalo. También estoy esquivándolo a él…

Entrevistarme o no con mi padre me resultaba indiferente, pero Petronio Longo nunca esperaría encontrarme en su compañía, de modo que una visita a Gémino me proporcionaría un momento de tregua. Además, donde estaba mi padre podría encontrar una cama barata. Así pues, me puse en marcha hacia la Saepta Julia.

Con la capa hasta las orejas, salí de las termas al Foro, me escabullí más allá del templo de la Fortuna, bajo la Ciudadela, y me encaminé furtivamente hacia el teatro de Marcelo, el punto de partida para la excursión hasta el Campo de Marte. Todos los que se cruzaban conmigo parecían mirarme dos veces, como si mi túnica tuviera un corte extranjero o mi rostro fuese por demás sospechoso.

Ahora que me disponía a ver a Gémino, me invadió nuevamente el malhumor. Y seguía sintiéndome inquieto. Poco sabía que me aguardaba una oportunidad de gastar energías en serio.

El Campo de Marte ha tenido que soportar que una serie de hombres que consideraban que debían ser famosos erigieran allí numerosos edificios públicos; son todos esos recintos pomposamente denominados teatros, baños, pórticos y criptas, junto a algún que otro templo o circo que deja boquiabiertos de admiración a los turistas. Pasé entre ellos sin prestarles atención; estaba demasiado pendiente de la presencia de algún oficial de la guardia, por si Petronio había dado orden de buscarme.

La Saepta Julia se extendía entre las termas de Marco Agripa y un templo de Isis; por el camino que me conducía hasta allí, el primer edificio era el templo de Belona. Di un largo rodeo en torno al circo Flaminio, en parte para pasar inadvertido. Estaba demasiado aburrido para tomar la ruta normal que conduce directamente a la Saepta. Fui a salir cerca del teatro de Pompeyo, frente al enorme Pórtico que se levanta ante éste. Escuché un gran tumulto, de modo que encaminé mis pasos en esa dirección.

El Pórtico de Pompeyo seguía siendo el imponente recinto de siempre. Recias obras arquitectónicas por los cuatro costados formaban un recogido espacio interior donde los hombres podían pasar el tiempo fingiendo admirar obras de arte mientras esperaban a que se presentase algo más interesante: una invitación a cenar, una pelea, un muchacho con el cuerpo de un dios griego (y un precio acorde a ello) o, al menos, una prostituta más barata. Aquel día, el interior estaba abarrotado de gente y de objetos. No era necesario que siguiera caminando: en aquel lugar se estaba celebrando una subasta, cuyo supervisor no era otro que mi despreciado padre.

Desde cierta distancia, los objetos que ofrecía parecían auténticos, y sólo ligeramente dudosos desde más cerca. Gémino conocía bien su oficio.

Me llegó su voz desde la tarima, tratando de hacer subir las posturas. Era una voz pausada y adormilada que se dejaba oír sin esfuerzo por todo el recinto cuadrado. Calculé que desde su atalaya sobre la multitud no tardaría en verme. No hice intento alguno de acercarme a él. Muy pronto estaríamos discutiendo cara a cara.

En ese momento Gémino intentaba despertar interés por un surtido variado de banquetas plegables.

—Contemplad ésta: de puro marfil, magníficamente tallado. Procede de Egipto y es probable que el noble Pompeyo en persona se sentara en ella…

—¡A Pompeyo le cortaron su noble cabeza en Egipto! —exclamó en tono burlón un provocador que se hallaba entre el público.

—Es cierto, señor, pero sus nobles posaderas quedaron intactas…

La banqueta de Pompeyo formaba parte del mobiliario en liquidación de una casa. Alguien había fallecido y los herederos lo vendían todo para repartirse el dinero. Inspeccionadas con detenimiento, aquellas reliquias de una vida extinguida resultaban algo tristes: frascos de tinta medio vacíos y rollos de papiro en blanco, tinajas para grano sin tapa y todavía medio llenas de trigo, cestos de botas viejas, fardos de mantas, el cuenco de la comida del perro guardián… Había sartenes con el mango suelto y lamparillas de aceite con el pico roto. Algunos licitantes perezosos se apoyaban contra el respaldo de unos divanes de patas astilladas y tapizado deshilachado, signos de un prolongado desgaste que el dueño deja de advertir pero que, expuestos allí, resaltaban de manera patética.

En resumen, era el mobiliario de una casa de clase media; para mí, aquello indicaba la posibilidad de alguna ganga, pues la riqueza de la familia que liquidaba parecía reciente y los muebles tenían un aire moderno. Adopté una actitud despreocupada, al tiempo que inspeccionaba las piezas con avidez.

Por supuesto, no había ni rastro de lo único que me interesaba: una cama. Observé varios bancos de piedra para exteriores de buena factura (yo no tenía jardín, pero en Roma soñar es barato). La pieza más destacada de la subasta era un velador con un enorme tablero de madera de cidro que debía de costar miles de sólidos; incluso bajo el cielo encapotado de aquel día invernal, su superficie despedía un brillo lustroso. Gémino la había hecho bruñir con aceite y cera de abeja. Lo contemplé, embobado, pero continué avanzando hasta un grupo de bellos trípodes de bronce de diversos tamaños. Uno, con patas de león y un labio delicadamente enrollado para evitar que los objetos pudieran caer rodando de su superficie, poseía un artilugio fascinante para variar su altura. Había metido la cabeza debajo para intentar descubrir cómo funcionaba, cuando uno de los mozos de cuerda me tocó ligeramente.

—No te molestes —me dijo—. Tu viejo colega ha depositado un enorme anticipo para reservarlo. Se lo quiere quedar.

Le creí.

Eché un vistazo a mi padre, una figura de corta estatura pero imponente en lo alto del estrado, con sus rizos canosos y desgreñados y su nariz recta y altiva. Sus negros ojos no perdían detalle. Debía de llevar varios minutos observándome. Señalando el trípode, me dirigió un gesto despectivo con la mano para confirmar que no podría superar su postura. Durante un loco instante, yo habría dado cualquier cosa por conseguir el trípode ajustable; entonces recordé que era así como se hacían ricos los subastadores.

Pasé al siguiente lote.

Los vendedores estaban dispuestos a ordeñar a fondo su herencia.

Un par de puertas batientes de madera que un día, probablemente, habían realzado un comedor, aparecían desmontadas de sus pivotes. El delfín de bronce de una fuente había sido arrancado de la peana, de resultas de lo cual el pico del animal estaba desportillado. Aquellos saqueadores incluso habían cortado hermosos paneles pintados de tabiques interiores, fragmentados en gruesos rectángulos de mortero. Gémino no lo habría aprobado. Yo, tampoco.

Pero aquel día había allí otras cosas que no andaban bien. En mi condición de innato saqueador de cachivaches, al principio concentré mi atención en los objetos en licitación y apenas me fijé en la gente o en la atmósfera que reinaba en el recinto. Después, gradualmente, empecé a sospechar que me había metido en un lío.

La subasta debía de haber sido anunciada en la Saepta durante una semana, más o menos. Las grandes liquidaciones atraían a un grupo de compradores habituales, muchos de ellos conocidos de Gémino. Reconocí a algunos: comerciantes de antigüedades y un par de coleccionistas privados. Allí había pocas cosas para auténticos conocedores, de modo que los interesados en obras de arte de categoría ya empezaban a retirarse. Los comerciantes eran un grupo extravagante y zarrapastroso, pero estaban allí con un objetivo y no se movieron. Siempre podía esperarse que se acercaran a curiosear algunos transeúntes y el Pórtico tenía, en efecto, su quórum cotidiano de intelectuales desocupados merodeando por el recinto. También había algunos curiosos con expresiones tensas y apuradas porque eran bisoños en subastas; probablemente, entre ellos se contaban los vendedores, pendientes de controlar a Gémino, y algunos vecinos del difunto que, llevados por la curiosidad, habían acudido para hurgar en su biblioteca y mofarse de sus viejas ropas.

Entre los desocupados habituales del recinto distinguí a cinco o seis tipos de extraordinaria corpulencia que parecían completamente fuera de lugar. Los individuos se encontraban repartidos aquí y allá, pero despedían un inconfundible olor a complicidad. Todos llevaban túnicas de un brazo, como los obreros, pero lucían unos complementos que no podían ser baratos: protecciones para las muñecas, pesados cintos de cuero con hebilla esmaltada y unos curiosos casquetes de piel. Aunque de vez en cuando fingían inspeccionar la mercadería, en ningún momento participaban en las pujas. Gémino contaba con su habitual grupo de mozos de cuerda para que le acercaran los lotes, pero estos auxiliares eran hombres ya ancianos que destacaban por su tamaño menudo y sus modales sumisos. Mi padre nunca pagaba con generosidad; sus ayudantes seguían con él por costumbre, no porque sacaran unos buenos ingresos.

Se me ocurrió que, si aquellos tipos extraños eran unos ladrones que se proponían dar un golpe en plena subasta (como ya había sucedido alguna vez), era mejor que me quedara por allí.

Apenas había alcanzado esta magnánima decisión, cuando empezó el alboroto.