XIV

Si quería resolver el asesinato del soldado, era preciso que actuara de forma más directa. Petronio me había advertido que no me acercara por el local de Flora, pero no tenía la menor intención de obedecerle. Era la hora del almuerzo, de modo que encaminé mis pasos hacia la bayuca.

Fue en vano. Al acercarme, me vi obligado a pasar ante el local sin detenerme. Junto a la puerta, sentado en un banco junto al mendigo del tonel, se hallaba apostado uno de los soldados de Petronio. El hombre tenía junto a él una jarra y un plato de pastosas hojas de parra rellenas, pero yo sabía muy bien qué estaba haciendo allí, en realidad: su jefe le había dado órdenes de impedirme la entrada. El soldado tuvo el coraje de sonreírme cuando pasé ante él, fingiendo una expresión despreocupada, por el otro lado de la calle.

Me encaminé a casa de mi madre. Fue otro error.

—¡Por Juno, mirad lo que asoma por la puerta!

—¡Alia! ¿Qué has venido a buscar esta vez, una horquilla para el pelo o una libra de ciruelas?

Alia era la segunda de mis hermanas y siempre había sido la máxima aliada de Victorina, de modo que yo contaba tan poco en su afecto como el poso de un ánfora vacía. Probablemente, se había presentado en la casa para pedir prestado algo —era su ocupación habitual— pero, por fortuna, cuando hice mi entrada ya se marchaba.

—Antes de que empieces a preguntarme por Festo, la respuesta es no —me informó con su acostumbrada belicosidad—. No sé nada del asunto, ni me importa en absoluto.

—Gracias —respondí.

No tenía objeto tratar de discutir con ella. Nos separamos en el mismo umbral y Alia se alejó rápidamente, huesuda y algo desgarbada, como si hubiera sufrido alguna manipulación torpe durante el parto.

Helena y mi madre estaban sentadas a la mesa, ambas con la espalda bastante recta. Me dejé caer sobre un cofre, preparado para lo peor.

—Alia nos ha estado contando algunas historias muy interesantes —anunció Helena bruscamente. Debía de referirse al incidente de Marina. Había sido inútil esperar que no lo descubriría.

No dije nada, pero vi que Helena hincaba los dientes en el canto de la mano izquierda con un gesto de irritación. Yo también estaba molesto. Los encuentros con Alia siempre me hacían revivir ciertas situaciones de la infancia; precisamente los momentos más tristes y deprimentes, que la memoria normal, con muy buen juicio, suele borrar.

Mi madre, visiblemente fatigada, me dejó a solas con Helena.

—¡Deja de lanzarme esas miradas furtivas!

Por lo menos, aún me hablaba. Llené los pulmones con una larga y furtiva inspiración.

—Deberías haberme preguntado.

—¿Preguntarte? ¿Acerca de qué, Marco?

Yo buscaba la oportunidad de disculparme dando explicaciones.

—Preguntarme acerca de las semillas de discordia que Alia ha estado plantando por aquí.

—Iré a buscarte algo de comer —respondió Helena Justina, fingiendo no haber oído mi magnánimo ofrecimiento.

Ella sabía muy bien cómo castigarme.