LIX

Era una idea insensata. Y suelen ser las ideas insensatas las que parecen más creíbles.

Pero no podía contársela a Helena, Me acerqué al balcón para evitar que viera la expresión de mi cara. Hacía diez minutos, Gémino estaba allí con nosotros, bromeando, alegre y amistoso como jamás lo había visto. Y, ahora, me enteraba de aquello.

Era posible que mi padre hubiese perdido el cuchillo de marras, o que se hubiera desprendido de él, hacía mucho tiempo. Sin embargo, me resistí a creerlo. Gémino era famoso por coleccionar cuchillos. Cuando vivía con nosotros, el sistema empleado era que cada día se llevaba uno en la cesta del almuerzo y, normalmente, no lo devolvía. Era una de las irritantes costumbres con las que hacía sentir su presencia. Siempre andaba detrás de alguno y ésta era una de las causas de las riñas interminables que animaban la vida familiar. A veces, necesitaba una hoja afilada para hurgar en una pieza de mobiliario sospechosa, en busca de carcoma. Otras veces, para cortar las cuerdas del embalaje de un fardo de nuevo material. En ocasiones, cogía una manzana de algún puesto callejero al pasar cerca de él y empleaba el cuchillo para pelarla y cortarla mientras seguía su camino. Aún recordaba el día en que los hijos le compramos un cuchillo para fruta como regalo por las Saturnales; Gémino se había limitado a colgarlo en la pared de su despacho y continuó exasperando a mamá con el hurto constante de sus cubiertos.

Con toda seguridad que seguiría haciéndolo. Tuve la certeza de que debía de volver loca a su pelirroja con aquel jueguecito… y que lo hacía a propósito, probablemente. El día en que acabaron con la vida de Censorino, el cuchillo que llevaba en el bolsillo quizá fuese aquel viejo cubierto de mamá.

De modo que mi padre podía haber matado al soldado. ¿Su motivo? Podía imaginarlo: Festo, una vez más. Con razón o sin ella, Gémino debió de intentar proteger a su preciado hijo mayor.

Aún estaba asomado al balcón, sumido en pensamientos desesperados, cuando llegó otra visita. Hacía tan poco que mi padre se había marchado y lo tenía tan presente en mis reflexiones que, cuando escuché las pisadas en la escalera, pensé que era él otra vez, que volvía en busca de un sombrero o una capa que había dejado olvidados.

Eran pisadas de viejo, pero pertenecían a alguien menos pesado y más frágil que el fornido Gémino. Apenas había llegado a esta deducción, con gran alivio, cuando el recién llegado entró con paso vacilante. Fuera del contexto habitual, tardé un momento en reconocer la voz agitada que preguntaba por mi. Cuando entré de nuevo en la estancia vi que Helena, que había adoptado una expresión de preocupación por el estado del anciano, cambiaba bruscamente al advertir mi rostro ceñudo. La lámpara que un rato antes me proponía arreglar ardía con una llama furiosa. Mi amada se acercó hasta ella y la apagó de un soplido.

—¡Ah, eres Apolonio! Helena Justina, este hombre es mi viejo maestro, del que te hablé el otro día. Tienes un aspecto terrible, Apolonio. ¿Qué sucede?

—No estoy seguro —dijo el anciano entre jadeos. Era un mal día para los viejos en la Plaza de la Fuente. Antes, mi padre había llegado lívido y tosiendo. Ahora, los seis pisos casi habían acabado con Apolonio—. ¿Podrías venir, Marco Didio?

—¡Recupera el aliento! ¿Dónde quieres que vaya?

—A la taberna de Flora. Algo sucede allí, aunque no estoy seguro de qué pueda ser. He mandado un mensaje a Petronio Longo pero no apareció, de modo que he pensado que tú me aconsejarías qué hacer. Tú sabes afrontar una crisis y…

Sí, las crisis eran algo que conocía muy bien. Estaba metido hasta el cuello en ellas.

Helena ya había traído mi capa del dormitorio y se quedó de pie en mitad de la estancia, sosteniéndola y mirándome fijamente, pero se guardó las preguntas.

—Ten calma, viejo amigo —murmuré. En aquel momento sentía una emoción extraña, profunda y tierna por cualquiera que tuviese problemas—. Cuéntame qué es lo que te ha perturbado así.

—La bayuca lleva cerrada desde la hora del almuerzo, más o menos… —El local de Flora nunca cerraba después de mediodía. Mientras hubiera la menor posibilidad de ganar una moneda de cobre de algún parroquiano a cambio de una hoja de parra rellena medio fría, aquella tabernucha no cerraba a ninguna hora—. No hay rastro de actividad. El gato no deja de arañar la puerta por dentro, entre terribles maullidos. Los habituales del local llaman a la puerta y, ante la falta de respuesta, se van por donde han venido. —En el caso de Apolonio, lo más probable era que no tuviese otro sitio adonde ir. Si había encontrado cerrada la bayuca sin previo aviso, se habría limitado a quedarse sentado en su tonel, delante de la puerta, esperando a que abriese—. ¡Por favor, joven Marcos, acompáñame si es posible! ¡Sospecho que ha sucedido allí algo horrible!

Besé a Helena, cogí la capa y fui con él. El hombre no podía darse mucha prisa, de modo que cuando Helena decidió no quedarse al margen tardó poco en alcanzarnos.

Vimos a Petronio llegando a la taberna momentos antes de que lo hiciéramos nosotros. Me alegré de ello aunque, de no haber sucedido así, habría iniciado la investigación por mi cuenta de todos modos. Pero Apolonio no estaba al corriente de lo delicado de la situación. Yo aún seguía bajo sospecha por la muerte de Censorino y, si se había producido algún nuevo suceso en la escena del crimen, sería mejor contar con compañía oficial.

El local estaba como había descrito el viejo. Las dos enormes hojas de la puerta estaban cerradas y atrancadas por dentro en el amplio hueco que daba paso al mostrador de la entrada. Muy rara vez había visto así la bayuca, salvo a muy altas horas de la madrugada. Desde la calle, Petronio y yo arrojamos unos guijarros a un par de ventanucos del piso superior, pero no respondió nadie.

Correoso roía uno de los tablones de la puerta con aire abatido. Cuando nos acercamos, corrió hacia nosotros con la esperanza de que le diéramos de comer. Un gato de taberna no espera encontrarse hambriento, y el animal parecía absolutamente indignado. Petronio lo levantó del suelo y le hizo fiestas mientras observaba con expresión pensativa el edificio cerrado.

En la taberna Valeriana, al otro lado de la calle, había más clientes de lo habitual. Un grupo de parroquianos, algunos de los cuales estarían normalmente matando las horas en el local de Flora, volvían la cabeza de vez en cuando para observarnos mientras hacían animados comentarios sobre la inusual actividad.

Dijimos a Apolonio que esperase fuera. El viejo se sentó en su tonel y Helena se quedó con él. Petronio le entregó el gato, pero ella no tardó en dejarlo en el suelo otra vez. Aunque tuviera la desgracia de haberse enamorado de un informante, Helena aún conservaba algunos principios.

Petro y yo rodeamos el edificio hasta el callejón de atrás. Allí reinaba el hedor habitual de los restos de la cocina y la acostumbrada atmósfera enfermiza. La puerta del establo estaba cerrada con pestillo —era la primera vez que la encontraba así—, pero era una construcción bastante endeble; la parte inferior era la más débil y cedió bajo el contundente empujón de Petronio. Este introdujo la mano por el hueco y se entretuvo con los pestillos de la parte superior hasta que, finalmente, se dio por vencido y se limitó a colarse por abajo. Lo imité y aparecimos en la cocina del local. Reinaba un completo silencio.

Nos incorporamos y tratamos de ver algo en la oscuridad. Los dos reconocimos aquel silencio y supimos qué estábamos buscando. Petronio siempre llevaba encima un yesquero; tras varios intentos, consiguió prenderlo y no tardó en encontrar una lámpara de aceite y encenderla.

Cuando Petro sostuvo en alto el candil, su cuerpo me impidió ver la escena que iluminaba. Su sombra —la cabeza enorme y el brazo alzado— se recortó a mi lado con un alarmante parpadeo en la desconchada pared de la bayuca.

—¡Oh, mierda! ¡Está muerto!

Di por sentado que se trataba de otro asesinato. Concentrado todavía en mis propias preocupaciones, me asaltó un lúgubre pensamiento: «Gémino debe de haber estado aquí y matado al camarero justo antes de aparecer por casa, tan lleno de preocupación por nosotros, tan lleno de risas y alegría…».

Pero me equivocaba. Apenas había empezado a sentirme furioso con mi padre cuando Petronio Longo se hizo a un lado.

Aprecié otra sombra. Bajo la única luz de la débil llama del candil, me llamó la atención el lento movimiento de la sombra alargada, oscura y algo inclinada que giraba ligeramente por efecto de alguna cambiante corriente de aire.

En el hueco de la escalera estaba Epimando. Se había ahorcado.