LX
Petronio alcanzaba mejor que yo y se ocupó de cortar la soga y bajar el cuerpo, sin necesidad de usar el taburete que había empleado Epimando. Llegábamos demasiado tarde; el cuerpo ya estaba frío. Lo trasladamos al oscuro interior del local y lo depositamos sobre un mostrador. Fui a buscar la delgada manta de su camastro y lo cubrí con ella. Petronio desatrancó una de las hojas de la puerta y la abrió parcialmente de un tirón. Desde allí, llamó a los demás.
—Tenías razón, Apolonio. El camarero se ha colgado. Pasa tranquilo y no tengas miedo de mirar. Ahora ya está decente.
El viejo maestro entró en la bayuca sin asomo de nerviosidad. Contempló el cuerpo tapado con gesto compasivo y sacudió la cabeza.
—Lo veía venir. Sólo era cuestión de tiempo.
—Tengo que hablar contigo —le dijo Petronio—. Pero, antes, necesitamos todos una copa…
Miramos a alrededor de nosotros pero desistimos enseguida. Parecía una falta de tacto asaltar las existencias del local de Flora. Nos encaminamos con Apolonio y Helena hacia la Valeriana. Petronio ordenó al resto de los clientes que desaparecieran y todos se trasladaron al otro lado de la calle, formando corrillos ante las puertas del local de Flora. Ya se habían propagado los rumores y una pequeña multitud empezaba a congregarse en las inmediaciones, aunque no había nada que ver, pues nos habíamos ocupado de cerrar la puerta. Petronio, que tenía su lado tierno, incluso había traído consigo al inquieto minino.
La Valeriana tenía un ambiente tranquilo y un vino excelente. El camarero permitió que Petronio diera de comer al gato, una decisión muy sensata, ya que Petronio buscaba una excusa para armar una pelea sin motivo, sólo para dar salida a sus emociones. A mi amigo siempre lo sacaban de sus casillas las muertes cuyas causas no eran naturales.
—Es una tragedia. ¿Qué puedes contarme de ese hombre? —preguntó cansadamente al viejo maestro. Seguía acariciando a Correoso y, por su tono de voz, aún parecía dispuesto a buscarse líos. Apolonio palideció.
—Lo conocía un poco. Frecuento bastante esa taberna… —Apolonio, discretamente, hizo una breve pausa—. Se llamaba Epimando y llevaba cinco o seis años de camarero. Tu hermano —añadió, volviéndose hacia mí— le consiguió el empleo.
—No tenía idea de eso —comenté al tiempo que me encogía de hombros.
—Pero su presencia aquí estaba rodeada de cierto secreto.
—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió Petronio. Apolonio lo miró, entre apocado y receloso—. Puedes hablar con franqueza. ¿Era un esclavo huido?
—Sí, había sido esclavo, creo —confirmó mi viejo geómetra.
—¿De dónde procedía?
—De Egipto, creo.
—¿De Egipto?
—Me lo contó en secreto —murmuró Apolonio y, con un suspiro, añadió—: Pero supongo que ahora que ha muerto…
—¡Cuéntame lo que sepas! —estalló Petronio—. ¡Es una orden! ¡Estoy investigando un asesinato!
—¿Qué? Creía que Epimando se había suicidado…
—No hablo del camarero.
La actitud furiosa y amenazadora de Petronio estaba consiguiendo que Apolonio cerrara el pico. Helena se encargó de tranquilizarlo, pidiéndole con suavidad:
—Cuéntanoslo, te lo ruego. ¿Cómo fue que un esclavo de Egipto terminó sus días sirviendo en una bayuca de Roma?
Por una vez, mi temible maestro consiguió ser conciso.
—El amo que tenía lo maltrataba. Tengo entendido que esa persona era famosa por su crueldad. Cuando Epimando huyó, Didio Festo lo encontró y le ayudó a llegar a Italia y encontrar trabajo. Por eso Epimando tenía en especial consideración a los miembros de tu familia, Marco, y a ti mismo.
—¿Y tienes idea de qué pudo haber llevado a Epimando a suicidarse? —le pregunté.
—Creo que sí —contestó pausadamente—. Ese amo cruel era el oficial médico de la legión de tu hermano.
—¿Todo esto sucedió mientras Festo y la Decimoquinta estaban acuartelados en Alejandría?
—Sí. Epimando trabajaba en la enfermería, de modo que lo conocía todo el mundo. Cuando huyó y llegó a Roma, le aterrorizaba la posibilidad de que un día entrara alguien en la bayuca, lo reconociese y lo enviara de nuevo a esa vida de tormento. Sé que en una ocasión, hace poco, creyó que alguien lo había identificado; me lo contó una noche que estaba muy agitado y había pillado una cogorza tremenda.
—¿Se refería a Censorino?
—Eso no llegó a decirlo —respondió Apolonio con cautela.
Petronio había escuchado el diálogo con una expresión de fatalismo en el rostro.
—¿Por qué no has mencionado todo esto hasta ahora?
—Nadie me lo ha preguntado…
Por supuesto; al fin y al cabo, sólo era el mendigo de la puerta…
Petro lo miró y murmuró, volviéndose hacia mí:
—Censorino no fue el único que se fijó en el camarero. Lo más probable es que Epimando se diera muerte al intuir que también Laurencio lo había reconocido cuando, hace unas horas, el centurión se presentó en la taberna invitado por nosotros.
Al recordar cómo había desaparecido de la vista el camarero después de que Laurencio lo mirara, acepté la explicación y pregunté, perplejo:
—¿Estás seguro de lo que dices?
—Me temo que sí. Cuando salimos de la bayuca Laurencio seguía intentando determinar por qué el camarero le había parecido familiar. Por fin acabó por recordar dónde había visto antes a Epimando y comprendió la relación que ello establecía con la muerte de Censorino. Vino a verme de inmediato. Ésa fue una de las causas de que me retrasara cuando Apolonio me envió su mensaje.
Si antes ya me sentía abatido, esta noticia me resultó profundamente deprimente, aunque resolvía algunos de mis problemas. Por una parte, mejoraba la imagen de mi hermano Festo (si uno aprueba que se ayude a los esclavos a escapar). También significaba que podía dejar de sobresaltarme por Gémino. Aquella confirmación de la inocencia de mi padre apenas me había calado y aún debía de tener un aspecto horrible. Apenas empezaba a darme cuenta del alivio que sentía.
De pronto, advertí que Helena me apretaba la mano con furia. Estaba tan preocupada por mí, tan desesperada por verme a salvo, que no pudo contenerse más:
—Petronio, ¿estás diciendo que fue el camarero quien mató al soldado?
—Supongo que sí —asintió Petro—. Estás libre de sospechas, Falco. Comunicaré a Marponio que he concluido la búsqueda de sospechosos en el caso Censorino.
No hubo demostraciones de alegría.
Helena quiso estar segura de todo aquello:
—Entonces, ¿qué sucedió la noche del asesinato? Censorino debió de reconocer al camarero, probablemente cuando estaba en plena discusión con Marco. Quizá más tarde tuvo una confrontación con Epimando y, cuando éste comprendió el problema en que se encontraba, el desdichado camarero debió de ser presa de la desesperación. Si Censorino estaba de mal genio, tal vez amenazó al pobre hombre con devolverlo a su antiguo amo, y entonces…
Mi novia estaba tan abrumada que Petronio terminó la explicación en su lugar:
—Epimando le subió algo para beber. Censorino, está claro, no comprendió el peligro que corría. Nunca podremos saber si realmente amenazó al camarero… y, de ser así, si las amenazas iban en serio. Pero Epimando estaba manifiestamente aterrorizado, lo cual tuvo consecuencias fatales. Desesperado y, casi con seguridad, bebido, apuñaló al legionario con un cuchillo de cocina que había cogido cuando se dirigía al piso de arriba. El pánico a ser devuelto al oficial médico explica la ferocidad del ataque.
—¿Por qué no huyó acto seguido? —preguntó Apolonio, pensativo.
—No tenía adonde —contesté—. Esta vez no contaba con nadie capaz de ayudarlo. Trató de hablarme del asunto. —Recordé, furioso conmigo mismo, los patéticos intentos de Epimando por conseguir mi atención—. Yo me lo quité de encima tomándolo por un curioso, por el típico buscador de sensaciones fuertes que merodea por el lugar donde se ha cometido un crimen. Lo único que hice fue apartarlo de en medio y amenazar con vengarme de quien había matado al soldado.
—Bueno, tú también te encontrabas en una situación difícil… —me consoló Apolonio.
—No tanto como la suya. Debería haberme dado cuenta de que estaba histérico. Después de matar a Censorino, debió de quedarse paralizado. Lo he visto otras veces. Se limitó a seguir su vida como si aquello nunca hubiese ocurrido, tratando de borrarlo de su mente. Pero casi estaba suplicando que lo descubrieses. Fui lo bastante estúpido para no advertir que me estaba pidiendo que lo ayudase.
—¡No había salida posible! —señaló Petro sin concesiones—. Era un esclavo huido y había matado a un legionario; nadie podría haberlo salvado, Marco. Si no hubiera tomado una decisión como la de hoy, habría terminado crucificado o arrojado a la arena. Ningún juez habría obrado de otro modo.
—¡Por muy poco no he sido yo quien termina en el patíbulo! —repliqué con voz ronca.
—¡Nunca! Él no lo habría permitido —intervino Apolonio—. Su lealtad a tu familia era demasiado fuerte para permitir que sufrieses daño. Lo que tu hermano había hecho por él no tenía precio. Cuando supo que te habían detenido, se sintió desesperado. Imaginaos su zozobra, esperando que pudieras quedar libre de sospechas sin que su propia culpabilidad fuese descubierta. Pero, en efecto, su situación era desesperada desde el primer momento.
—Parece un personaje muy desdichado —comentó Helena con un suspiro.
—Después de lo que había sufrido en Alejandría, su tranquila existencia aquí fue una verdadera liberación. Por eso estalló ante la idea de perderla.
—De todos modos, matar a alguien… —protestó Helena.
De nuevo, fue Apolonio quien respondió:
—Puede que a ti la bayuca te parezca un antro horrible, pero aquí nadie le daba palizas ni latigazos, ni lo sometía a malos tratos aún peores. Tenía comida y bebida. El trabajo era sencillo y la gente le hablaba como a un ser humano. Tenía un gato que mimar… incluso a mí en la puerta para mirarme con desprecio. En su pequeño mundo, Epimando tenía posición, dignidad y paz.
En boca de un hombre con harapos de mendigo, el parlamento resultaba sobrecogedor. Todos permanecimos callados. Por fin, tuve que preguntarle a Petronio:
—¿Cuál es tu teoría acerca de ese cuchillo?
Helena Justina me miró rápidamente. Petro tenía una expresión inescrutable cuando respondió:
—Epimando mentía cuando dijo que nunca lo había visto. Seguramente, lo había utilizado muy a menudo. He conseguido seguir el rastro del cuchillo hasta la bayuca —afirmó, para mi sorpresa.
—¿Cómo?
—No importa —parecía incómodo por algo. Se daba cuenta de que yo quería discutir el asunto—. ¡Me doy por satisfecho, Falco!
—No, no —dije sin alzar la voz—, tenemos que aclarar este punto. Creo que el cuchillo se lo llevó Gémino de casa de mi madre…
Petro soltó una maldición por lo bajo.
—¡Exacto! —exclamó—. Ya lo sé. No quería mencionarlo. Eres tan susceptible en algunos asuntos…
—¿A qué te refieres, Petro?
—A nada. —Era evidente que trataba de ocultar algo. Resultaba ridículo: habíamos resuelto el asesinato… pero parecía que nos sumíamos aún más en el misterio—. Escucha, Falco, el cuchillo ha formado parte de los utensilios de la taberna desde siempre. Ha estado ahí desde que el local se inauguró hace diez años. —Petronio parecía aún más evasivo.
—¿Cómo lo sabes?
—Se lo he preguntado a la propietaria.
—¿A Flora?
—A Flora —asintió Petronio, como si aquello pusiera fin al asunto.
—No sabía que Flora existiese.
—Existe. —Petronio se puso de pie con intención de abandonar la Valeriana.
—¿Y cómo consiguió la tal Flora ese cuchillo, si lo tenía mi padre?
—No te preocupes por eso. Yo soy el encargado de la investigación y sé todo lo concerniente al cuchillo.
—¡Tengo derecho a saber cómo llegó allí!
—Sólo si me da la gana.
—¡Que te jodan, Petro! He estado a punto de ser enviado a juicio a causa de ese maldito cuchillo.
—Mala suerte —replicó él.
Cuando quería, Petronio Longo podía ser un auténtico hijo de perra. Los cargos oficiales se suben a la cabeza. Le dije lo que pensaba de él, pero se limitó a cerrar los oídos a mi rabia.
—Tengo que irme, Falco. Debo avisar a la propietaria de que el camarero ha muerto y la bayuca está vacía. Esa gente de ahí fuera busca una excusa para irrumpir en el local y romper el mobiliario mientras se sirven el vino gratis.
—Nosotros nos quedaremos allí —se ofreció Helena con toda calma—. Marco mantendrá a raya a los ladrones y saqueadores hasta que pueda enviarse un vigilante.
Petronio me miró, buscando mi confirmación.
—Lo haré —asentí—. Le debo algo a Epimando.
Mi amigo se encogió de hombros y sonrió. Se me escapaba el motivo de su gesto, pero estaba tan irritado con él que no me importó.