XLV

—¡Oh, vamos, padre! —protesté débilmente—. Vas a asustarlo. ¡Ya sabes lo cobardes que son los pintores!

—No pienso hacerle mucho daño —me aseguró Gémino con un guiño, al tiempo que doblaba el brazo en el que blandía el arma. Se trataba de un sólido cuchillo de cocina que, supuse, utilizaba normalmente como cubierto para el almuerzo—. Pero, ya que no quiere hablar, nos divertiremos un poco con él…

En sus ojos se adivinaba un brillo peligroso; era como un chiquillo en una feria. Instantes después, echó el brazo hacia atrás y lanzó el cuchillo, que se clavó en la puerta entre las piernas del pintor, que habíamos atado abiertas… aunque no tan separadas.

—¡Gémino! —chilló Varga al ver amenazada su hombría.

—¡Oh! —di un respingo—. Eso podría haber sido muy desagradable…

Todavía asombrado de la puntería de mi padre, me puse de pie también y saqué mi daga de la bota. Gémino estaba estudiando su lanzamiento.

—Ha faltado poco para que castrara a este desgraciado… Quizá no soy muy bueno con el puñal.

—¡Quizá yo sea aún peor! —apunté con una sonrisa, colocándome ante la diana.

Varga empezó a pedir socorro a gritos.

—Deja eso, Varga —le dijo mi padre en tono benigno—. Espera, Marco. No nos vamos a divertir mientras siga chillando de esta manera. Deja que me encargue de él… —En la bolsa de herramientas que tenía consigo había un trapo pestilente, incrustado de alguna sustancia que no pudimos identificar—. Algo venenoso, probablemente. Lo usaremos para amordazarlo. Luego, podrás probar en serio a…

—¡Manlio lo sabe! —gimió débilmente el pintor—. Él y Orontes son muy amigos. ¡Manlio sabe dónde está!

Le dimos las gracias, pero mi padre lo amordazó de todos modos con el trapo aceitoso y dejamos al tipo colgado boca abajo en la puerta.

—La próxima vez que se te ocurra molestar a los Didio… ¡Piénsatelo dos veces!

Encontramos a Manlio en lo alto de un andamio. Estaba en la sala blanca, pintando el friso.

—No, no te molestes en bajar; subiremos nosotros…

Antes de que el hombre supiera qué estaba pasando, Gémino y yo ya habíamos llegado hasta él. Lo así de la mano con una sonrisa radiante y amistosa.

—No, Marco. No te andes con remilgos con él —me aleccionó mi padre en tono seco—. Ya hemos perdido suficiente tiempo siendo amables con el otro. Emplea directamente el otro sistema.

¡Bravo por los subastadores y su reputación de gente civilizada del mundo del arte! Con un encogimiento de hombros, como si le pidiera disculpas, inmovilicé al pintor y lo obligué a arrodillarse.

En esta ocasión no hubo necesidad de ir a buscar una cuerda; Manlio tenía una que utilizaba para subir la pintura y los demás útiles hasta su plataforma de trabajo. Mi padre la desató rápidamente y arrojó el cesto al suelo. Entre horribles gruñidos, cortó la soga en dos partes y utilizamos la más corta para inmovilizar a Manlio. Después, Gémino ató el fragmento más largo en torno a los tobillos del tipo y, sin necesidad de consultarnos, lo pusimos de pie y lo arrojamos desde el borde del andamio.

Su grito al verse cayendo al vacío cesó cuando comprobó que lo manteníamos suspendido de la cuerda. Cuando se acostumbró un poco más a la nueva situación, se limitó a lanzar algún gemido.

—¿Dónde está Orontes? —Manlio se negó a decirlo. Gémino se volvió hacia mí y murmuró—: Una de dos, o alguien ha pagado una fortuna a estos desgraciados, o los tiene aterrorizados.

—Debes de estar en lo cierto —asentí, al tiempo que observaba al pintor desde el borde del andamio—. ¡Me parece que tendremos que asustarlo un poco más!

Bajamos al suelo y encontramos un gran cubo de encalar que arrastramos por la estancia hasta colocarlo justo debajo de Manlio que, con su cabeza colgando cinco palmos más arriba, no dejaba de lanzarnos maldiciones.

—¿Qué hacemos ahora, padre? Podríamos llenar el cubo de cemento, colocar a Manlio dentro, dejar que fragüe y luego arrojarlo al Tíber. Me parece que se hundiría…

Manlio seguía resistiendo resueltamente. Tal vez pensaba que incluso en Roma, donde los transeúntes suelen ser tan despreocupados, resultaría difícil trasladar por las calles a un hombre incrustado en cemento sin atraer la atención de los ediles.

—Aquí hay mucha pintura; veamos qué podemos hacer con ella.

—¿Alguna vez has preparado argamasa? Vamos a probar…

Nos lo pasamos de maravilla. Arrojamos dentro del cubo una cantidad considerable de yeso en polvo, añadimos agua y revolvimos enérgicamente con un palo. Después, espesamos la mezcla con pelo de ganado. Encontré un cubo de pintura blanca y probamos a añadirla. El efecto resultó nauseabundo, lo cual nos animó a experimentos más osados, y revolvimos el cesto del pintor en busca de pigmentos de colores, lanzando gritos de júbilo mientras formábamos grandes remolinos dorados, rojos, azules y negros en la mezcla.

Los enlucidores utilizan estiércol en sus misteriosas fórmulas, y encontramos varios sacos de tal material, que añadimos a la masa mientras hacíamos comentarios respecto a la pestilencia.

Después, volví a encaramarme al andamio y, tras una breve pausa para unas observaciones de experto sobre el aluvión de guirnaldas, antorchas, jarrones, palomas, pilas de baño para pájaros y cupidos a lomos de panteras que Manlio había pintado ya en el friso, desaté la cuerda de la que colgaba y, echando el cuerpo hacia atrás, dejé que se deslizara ligeramente. Gémino se quedó abajo, animándome.

—¡Bájalo un poco más! —Con una serie de sacudidas capaces de erizar los nervios a cualquiera, Manlio descendió de cabeza hacia el cubo con la mezcla—. Ahora, con cuidado. Éste es el momento más delicado…

El pintor perdió su aplomo e hizo un frenético intento por impulsarse hacia el andamio. Solté cuerda bruscamente y Manlio dejó de moverse, entre gemidos lastimeros.

—¡Háblanos de Orontes!

Durante un último segundo, Manlio sacudió la cabeza en un furioso gesto de negativa, con los ojos cerrados. A continuación, lo sumergí en el cubo.

Solté la cuerda apenas lo necesario para que la mezcla le ensuciara el cabello; después, volví a subirlo unos dedos, até de nuevo la cuerda al andamio y bajé a inspeccionar los resultados. Gémino había estallado en carcajadas que más parecían ásperos rugidos. Manlio colgaba sobre el cubo; de su cabello, antes negro, goteaba ahora una asquerosa pasta blanquecina, veteada aquí y allá de rojo y de azul. La repulsiva línea marcada por la inmersión le llegaba hasta las cejas, lo bastante pobladas para retener una cantidad considerable de aquella densa argamasa.

—No podías hacerlo mejor —me dijo mi padre con gesto de aprobación. El cabello del pintor había tomado la forma de unas ridículas púas. Sujeté su cuerpo inerte y lo hice girar suavemente entre mis manos. Manlio se volvió en un sentido para luego, perezosamente, hacerlo en el contrario. Gémino detuvo el juego con el palo de revolver.

—Vamos, Manlio. Unas cuantas respuestas sensatas y te habrás librado de todo esto. Pero si te empeñas en no colaborar, quizá permita que el chiflado de mi hijo te meta de verdad ahí dentro…

—¡Oh, dioses…! —Exclamó Manlio, y cerró los ojos.

—Háblanos de Orontes —intervine, adoptando el papel de bueno de la pareja.

—No está en Roma…

—¡Pero ha estado en la ciudad! —rugió mi padre.

Manlio se había decidido a hablar.

—Volvió porque se creía a salvo. Pero ha vuelto a marcharse…

—¿De qué tenía miedo?

—No lo sé… —Lo hicimos girar de nuevo; estar colgado boca abajo tanto rato debía de resultar bastante doloroso—. De la gente que hace preguntas…

—¿Qué gente? ¿Censorino? ¿Laurencio? ¿Nosotros?

—¡De todos!

—¿Y por qué tiene miedo? ¿Qué ha hecho tu amigo, Manlio?

—No lo sé, de verdad. Algo grande. Nunca ha querido decírmelo.

Empezaba a invadirme un presentimiento. Agarré de una oreja al pintor.

—¿Sabes si mi hermano, Festo, estaba furioso con él? —le pregunté.

—Probablemente…

—Por algo relacionado con una estatua perdida, ¿no? —inquirió mi padre.

—O con una estatua que nunca llegó a perderse —añadí en un murmullo—. Y con un barco que nunca llegó a naufragar…

—¡No! ¡El barco se hundió, os lo aseguro! —gimió Manlio—. Es la pura verdad. Orontes me lo dijo cuando se disponía a abandonar Roma para evitar a Festo. ¡La nave que transportaba la estatua naufragó!

—¿Qué más te contó?

—¡Nada más! ¡Oh, bajadme de aquí!

—¿De verdad que no te contó nada más? Orontes es tu amigo del alma, ¿no?

—Cuestión de confianza… —susurró Manlio como si el mero hecho de mencionarlo le diera miedo—. Le han pagado un montón de dinero para que mantenga la boca cerrada…

Me costaba creer que aquellos políticos románticos hicieran honor a tal confianza, incluso si los maleantes que los sobornaban eran criminales de la peor especie. Aquel grupito de artistas carecía probablemente del escepticismo moral necesario para reconocer la auténtica villanía.

—¿Quién ha puesto el dinero?

—¡No lo sé! —Su desesperación nos convenció de que, casi con absoluta seguridad, estaba diciendo la verdad.

—Pongamos todo esto en claro —insistió Gémino en tono amenazador—. Cuando Festo se presentó en Roma y trató de localizarlo, Orontes se enteró y desapareció deliberadamente, ¿no es así? —Manlio intentó asentir, pero resultaba difícil en su posición. Se limitó a parpadear, incómodo, mientras la pintura y la argamasa mojada seguían goteando de sus cabellos—. Y, tras la muerte de Festo, tu amigo creyó que ya podía regresar sin peligro…

—Sí, a Orontes le gusta trabajar…

—¡Lo que le gusta es echar un montón de mierda sobre la familia Didia! Y ahora, cada vez que alguien empieza a hacer preguntas, tu taimado colega se larga a otra parte, ¿no es eso? —Otro débil gesto de asentimiento, acompañado de una nueva rociada de grandes gotas lechosas—. Entonces, respóndeme a esto, patético insecto: ¿dónde se mete ese cobarde cuando huye de Roma?

—En Capua —musitó Manlio—. Vive en Capua.

—¡No por mucho tiempo! —exclamé.

Dejamos al pintor colgado del andamio, aunque al salir de la casa comunicamos al vigilante que parecía suceder algo raro en el triclinio de las sabinas y en la sala blanca de las recepciones. El hombre murmuró que iría a echar un vistazo cuando terminase la partida de damas.

Salimos a la calle y echamos a andar, lanzando puntapiés a los guijarros del camino con ánimo malhumorado. Si queríamos resolver aquel misterio, no cabía ninguna duda: uno de los dos tendría que ir a Capua.

—¿Crees que es ahí donde está ese Orontes?

—Yo diría que sí —respondí—. Manlio y Varga mencionaron que habían estado en Campania recientemente. Apuesto a que viajaron allí para visitar a su camarada en su escondite.

—¡Ojalá tengas razón, Marco!

Hacer en pleno mes de marzo un viaje largo y cansador a la Campania con el único objeto de arrancar una sórdida confesión a un escultor, no ofrecía ningún aliciente que motivara a este miembro del turbulento clan Didio en particular.

Sin embargo, le había hecho una promesa a mamá y había mucho en juego, de modo que no podía permitir que fuese mi padre quien hiciera el viaje.