XII
Al día siguiente, el tiempo seguía borrascoso, igual que mi humor. Me esperaba mucho más que el reto de investigar el sombrío pasado de mi hermano por razones familiares, una tarea ya de por sí suficientemente complicada. Si quería escapar a la acusación de asesinato, disponía de apenas un día para descubrir por qué había muerto Censorino y el nombre del verdadero asesino. De lo contrario, lo mejor que podía esperar era el exilio a los confines del imperio; y si me correspondía un juez que odiara a los informantes —como sucedía con la mayoría—, incluso podía cernerse sobre mí la amenaza de ser crucificado junto a la cuneta de una carretera como cualquier vulgar criminal, o de ser utilizado como cebo para los leones del circo.
La única fuente que podía proporcionarme alguna información sobre el negocio organizado por Festo y sus compañeros de armas era mi propio círculo familiar, pero obligar a mis parientes a sentarse y responder a mis preguntas como si les tomase declaración era una perspectiva peliaguda. Lo intenté primero con mi hermana favorita, Maya, pero tan pronto como me instalé en su sofá, me echó un jarro de agua fría al comentar:
—Soy la última persona a la que deberías preguntar, Festo y yo nunca nos llevamos bien.
Maya era la pequeña de los hermanos supervivientes de la familia y, en mi opinión, la más atractiva tanto de aspecto como de carácter. Apenas nos llevábamos un año, mientras que de mi siguiente hermana, Junia, me separaban tres. Maya y yo habíamos estado muy unidos desde que compartíamos las papillas infantiles y nos turnábamos en el pequeño andador con ruedas para aprender a dar los primeros pasos. Casi siempre, resultaba muy fácil tratar con ella. Pocas veces reñíamos, tanto cuando éramos niños como después.
La mayoría de las mujeres del Aventino parecen brujas desde el momento en que tienen su primer hijo; Maya, en cambio, después de haber dado a luz cuatro criaturas, seguía sin aparentar los treinta años que ya había cumplido. Tenía un cabello oscuro, sumamente rizado, unos ojos deliciosos y un rostro redondo y alegre. En otro tiempo había trabajado para un sastre, y de resultas de ello había asimilado el buen gusto en el vestir, conservándolo incluso después de casarse con Famia, un veterinario de caballos borrachín, de nariz bulbosa y carácter menos que apocado. Famia se había adherido a la facción Verde, lo cual constituía una muestra de que la agudeza mental no era su punto fuerte; la unión con mi hermana parecía haberle secado el cerebro. Afortunadamente, ella tenía luces suficientes por los dos.
—Ayúdame un poco, Maya. La última vez que Festo estuvo de permiso en casa, ¿te contó algo de que con algunos compañeros de su unidad organizaran un negocio de importación de objetos de arte procedentes de Oriente?
—No, Marco. Festo no habría hablado de nada importante conmigo. Nuestro hermano era igual que tú fuiste en otro tiempo. Consideraba que las mujeres sólo sirven para embestirlas por detrás mientras están inclinadas sobre el fuego, preparando la cena.
—¡No seas desagradable! —murmuré, incómodo.
—¡Así sois los hombres! —replicó ella.
Una de las razones de que Maya tuviera en mal concepto a Festo era el efecto que éste ejercía sobre mí. Mi hermano había conseguido que aflorase el peor aspecto de mi personalidad, y a Maya le había disgustado enormemente tener que contemplarlo.
—Vamos, Maya, no seas tan dura con él. Festo tenía un carácter risueño y un corazón de oro…
—¡Querrás decir que siempre se salía con la suya! —Maya se mantuvo implacable. Normalmente era una delicia tratar con ella pero, en las escasas ocasiones en que la tomaba con alguien, le gustaba arremeter a fondo. Una de las características más destacables de nuestra familia, era la propensión al exceso—. Hay una persona con la que es obvio que deberías hablar, Marco.
—¿Te refieres a Gémino? —Gémino, nuestro padre. Maya y yo compartíamos nuestra opinión respecto a él. Y no se trataba de una opinión elogiosa, por cierto.
—¿Cómo se te ocurre? —replicó ella en tono burlón—. Yo pensaba en la manera de evitarte problemas, no de meterte de cabeza en ellos. ¡Me refiero a Marina!
Marina había sido novia de mi hermano y, por diversas razones profundamente sentimentales, tampoco me gustaba la idea de ir a verla.
—Supongo que no tengo otro remedio —asentí con desaliento—. Tendré que poner las cosas en claro con ella.
Recordar con Marina la última vez que los dos habíamos visto a Festo era un momento que temía. Maya malinterpretó mi inquietud.
—¿Qué problema hay? La chica no es muy despierta pero si Festo le comentó algo que su estúpido cerebro todavía recuerde seguro que te lo dirá. ¡Y por Juno, Marco, que Marina te debe unos cuantos favores! —A la muerte de Festo, yo me había preocupado de salvar del hambre a la muchacha y a su hijita mientras ella se dedicaba a divertirse con los tipos que, finalmente, reemplazaron a Festo en su desordenada vida—. ¿Quieres que te acompañe? —sugirió mi hermana, tratando todavía de empujarme a visitarla—. Te ayudaré a sonsacarle…
—Marina no es ningún problema.
Mi hermana no parecía tener idea de las razones que me hacían evitar a la muchacha; resultaba extraño porque el escándalo no era ningún secreto. La novia de mi hermano se había asegurado de que toda la familia supiese que entre ella y yo había una sórdida relación. La última vez que Festo había estado de permiso en Roma, de hecho la noche anterior a su regreso a Judea, nos había dejado juntos, con unas consecuencias que prefiero olvidar.
Lo último que deseaba ahora, sobre todo mientras vivía con Helena en casa de mi madre, era que aquel viejo asunto volviera a airearse. Helena Justina tenía unos valores morales muy elevados; una relación entre la novia de mi hermano y yo era algo que ni siquiera le cabría en la cabeza. Conociendo a mi familia, lo más probable era que le estuvieran contando la historia al detalle mientras yo seguía sentado tristemente en casa de mi hermana, tratando de borrarla de mi recuerdo.