XIX

Fue una noche fría. Después de nuestra estancia en el norte, donde se cuidan mejor los preparativos para el invierno que en los países mediterráneos, notamos aún más el descenso de la temperatura. El mal tiempo siempre coge a Roma por sorpresa. Al amanecer, la antigua alcoba de mi hermano estaba helada, pues apenas si tenía un simple brasero para combatir el frío de las largas horas de oscuridad.

Cuando despertamos, Helena y yo aún seguíamos abrazados. Ella había estado haciendo planes.

—Si vas a ver a esa Marina —dijo—, me parece que te acompañaré.

Yo consideraba que sería mejor para todos si me presentaba solo, pero no me pareció buena idea proponerlo.

Marina tenía por costumbre causar todas las molestias posibles (desde luego, en eso encajaba perfectamente en nuestra familia). Seguía viviendo, como siempre había hecho, justo detrás de la curva del Aventino, al otro lado de la Vía Apia y casi al pie del Celio, en el barrio que recibía el pintoresco nombre de Vicus Honoris et Virtutis. Lo irónico de tal nombre era demasiado evidente para merecer más comentarios: si el honor y la virtud hubieran sido requisitos exigibles para habitar allí, las calles habrían estado desiertas.

—Esa mujer… ¿tan guapa es? —quiso saber Helena mientras nos encaminábamos juntos hacia la casa.

—Me temo que sí. Festo atraía a mujeres de bandera.

—¿Y tú, no?

La pregunta resultaba embarazosa.

—A mí me atrae la personalidad… Desde luego, si la mujer, además, es bonita, tanto mejor.

Me di cuenta de que se estaba burlando de mí. La atmósfera relajada desapareció tan pronto como Marina nos permitió pasar a su casita de dos habitaciones. Me había olvidado de lo despampanante que era. Vi que Helena exhalaba un ligero suspiro. La feroz mirada que me dirigió decía que consideraba que no la había puesto sobre aviso como era debido. Las cosas no andaban bien.

Marina era una aparición de baja estatura, morena y voluptuosa, con unos ojos enormes y muy abiertos que movía constantemente, produciendo un efecto exasperante. Junto a la nariz fina y los pómulos salientes, aquellos ojos le proporcionaban un aire ligeramente oriental. Este parecido se veía reforzado por la manera en que se movía, pues Marina consideraba elegante gesticular agitando las muñecas al tiempo que extendía los dedos en un gesto de lo más teatral.

En otro tiempo se había dedicado a tejer cintas, pero en aquellos últimos años sentía poca necesidad de seguir trabajando. Ahora me tenía a mí. Contar con un estúpido honrado que no exigía nada le había dejado suficiente tiempo libre para dedicarlo a realzar su aspecto. Y sus amigos parecían muy contentos con los resultados. Razones no les faltaban. La fortuna había sido tan generosa con ella como yo; sus conquistas disfrutaban de un cuerpo voluptuoso al que se sumaba un trato abierto y relajado, cualidades que atraían a los hombres antes incluso de descubrir la tajada permanente que sacaba de mi cuenta bancaria.

Marina era una mujer de bandera, en efecto, pero aquel aire de diosa que levantaba admiración quedaba borrado tan pronto abría la boca. De extracción popular, siempre parecía poner su máximo empeño en mantenerse absolutamente fiel a sus orígenes.

—¡Ah, Marco! —Su voz era áspera como la arpillera. Naturalmente, me recibió con un beso (al fin y al cabo, era quien pagaba sus facturas). Me aparté de ella pero, con eso, sólo conseguí que Helena tuviera más espacio para contemplar la inmaculada indumentaria que envolvía aquel soberbio cuerpo. Marina simuló reparar por primera vez en ella—. ¿Cómo es que ahora necesitas una dama de compañía?

—Déjate de monsergas, Marina. Ésta es Helena Justina. Ella me considera interesante y refinado y cree que mi pasado está lleno de chicas feas.

Marina reaccionó con perceptible frialdad, como si percibiera que estaba a punto de enfrentarse a una fuerza desconocida. Helena, que llevaba el mismo imponente vestido azul de la víspera (una nueva reafirmación de independencia), tomó asiento con elegancia como si la hubieran invitado a hacerlo.

—¿Cómo está? —musitó. Su voz sonó serena, cultivada y suavemente satírica. Marina tenía un sentido del humor muy primario; tanto, que podía decirse que carecía de él. Parecía tensa.

Helena no mostró el menor asomo de manifestar desaprobación, lo cual no hizo sino incrementar la impresión de que estaba reflexionando sobre la situación, valorándola con el propósito de efectuar algunos cambios inmediatos. Marina tenía fama de dejarse llevar por el pánico cada vez que los gorriones piaban; en esta ocasión, palideció bajo los tonos púrpura del colorete y agitó los brazos como si pidiera socorro.

—¿Has venido a ver a la niña, Marco?

No había el menor rastro de Marcia, de modo que la pequeña debía de estar en otra parte, al cuidado de alguien. Marina y yo ya habíamos discutido varias veces sobre aquella costumbre. La idea que tenía Marina de una niñera adecuada para una chiquilla de cuatro años era Estatia, una vendedora de ropa de segunda mano algo dada a la bebida y casada con un sacerdote anatemizado. Como fuera que el hombre había sido expulsado de la comunidad sacerdotal del templo de Isis, cuyos fieles habituales tenían la peor reputación de Roma, su conducta tenía que haber sido sumamente inmoral.

—Mandaré alguien a buscarla —se apresuró a murmurar Marina.

—¡Hazlo!

Marina abandonó la estancia a toda prisa. Helena permaneció sentada, absolutamente inmóvil. Logré reprimir el impulso de lanzarme a parlotear nerviosamente y continué donde estaba, con el aire de quien domina la situación. Marina regresó.

—¡Marco está tan entusiasmado con mi hija…!

—¡El tacto nunca ha sido tu punto fuerte! —Desde que Marina informara a mi familia de lo sucedido entre nosotros, mi relación con ella había adquirido un tono muy formal. Al principio, no podíamos permitirnos las riñas; con el paso del tiempo, nos habíamos distanciado demasiado para molestarnos en discutir. Aun así, había cierta acritud en mi comentario.

—¡Le encantan los niños! —añadió Marina en tono efusivo. Esta vez, se dirigió abiertamente a Helena.

—Tienes razón. Y lo que más me gusta —contestó Helena con voz dulce— es que no le importa de quién son.

Marina necesitó tiempo para asimilar la sutileza.

Observé a la novia de mi hermano mientras contemplaba a la mía: era la belleza ante la inhabitual presencia de una voluntad fuerte. Marina tenía el aire de un cachorro de perro olisqueando un escarabajo extraño que pareciera a punto de saltar y picarle en el hocico. Helena, mientras tanto, transmitía delicadeza, discreción y verdadera clase. Pero a nuestra anfitriona no le faltaban motivos para estar inquieta; ante ella tenía a alguien muy capaz de clavarle un aguijón.

Intenté tomar la iniciativa de la situación.

—Marina, hay un problema con un negocio que Festo tenía entre manos. Es preciso que hablemos.

—Festo nunca me hablaba de sus negocios.

—Eso mismo dice todo el mundo.

—Es la verdad. Era un tipo muy cerrado.

—No lo suficiente. Prometió a unos soldados que ganarían una fortuna con él. Después, incumplió su palabra y ahora se presentan en casa de la familia para reclamar una compensación. No es un asunto que me preocupe, pero uno de esos compañeros de armas de Festo ha sido enviado al Hades y las pruebas circunstanciales apuntan directamente contra mí.

—¡Oh, pero seguro que no lo has hecho tú!

La muchacha era idiota. Y yo que la había creído brillante… (Lo suficiente para timarme, aunque con ello le rompiese el corazón a un tutor sensato).

—¡Bah, no seas ridícula, Marina!

Vestía una túnica amarillo azafrán de un tono tan luminoso que hacía daño a los ojos; incluso en aquella época del año, llevaba los brazos desnudos. Tenía unos brazos deliciosos y en ellos lucía una serie de pulseras que tintineaban sin cesar. El sonido me resultó sumamente irritante.

—¡Sé razonable! —exigí. Marina puso cara de ofendida ante mis palabras; me pareció ver una sonrisa en los labios de Helena—. ¿Qué sabes de estatuas griegas?

La novia de mi hermano cruzó las piernas y me lanzó una de sus miradas cargadas de coquetería.

—Así, de repente, no se me ocurre gran cosa, Marco —respondió.

—No te pido una conferencia sobre Praxíteles. ¿Qué sabes de los planes que pudiera tener Festo para importar varias de ellas y venderlas a gente rica?

—Probablemente, contaría con la ayuda de Gémino.

—¿Lo sabes a ciencia cierta?

—Bueno, parece lógico, ¿no crees?

—¡En esta historia, nada lo parece! Todo el asunto huele a problema… ¡y nos afecta a todos! Si me llevan a juicio por asesinato, despídete de mis contribuciones, Marina. Mira el asunto por su lado práctico, concéntrate y recuerda.

Ella adoptó la pose de una mujer muy atractiva y bastante reflexiva. Como escultura, habría sido una exquisita obra de arte. Como testigo, resultó absolutamente inútil.

—De veras, no sé nada.

—¡Pero Festo debió de comentarte algo, en algún momento!

—¿Por qué habría de hacerlo? Los negocios eran los negocios y la cama era la cama.

La mención a esto último resultaba demasiado incómoda.

—Yo también estoy tratando de recordar detalles, Marina. En esa última visita a Roma, ¿lo notaste nervioso? ¿Preocupado? ¿Inquieto por algo?

Se limitó a encogerse de hombros.

Podía hacerlo. Ella no tenía a Petronio Longo escribiendo su nombre en una orden de detención mientras Marponio daba saltitos de impaciencia a la espera de poder estampar su sello en el documento.

—¡Bueno, tú también estabas allí! —apuntó por último, con una sonrisa afectada. La insinuación era mordaz. Y totalmente innecesaria.

En aquel instante, llegó corriendo una vecina que traía a mi sobrina. Marina se hizo cargo de la pequeña con una aliviada mirada de agradecimiento, la vecina se marchó apresuradamente y todos nos preparamos para lo que se avecinaba. Marcia miró a su alrededor, estudió a su público como una verdadera profesional y, por último, echó la cabeza hacia atrás y se puso a berrear.

—¡Mira lo que has hecho, Marco! —exclamó Marina en tono acusador mientras intentaba tranquilizar a la chiquilla. Era una madre cariñosa, aunque inexperta, que sufría irracionalmente a manos de la niña. Marcia nunca había mostrado la menor colaboración y tenía un agudo sentido de la oportunidad; sabía el momento preciso en que un sollozo atormentado podía hacer aparecer a su madre como un monstruo—. La niña es completamente feliz. Le encanta ir a jugar a casa de Estatia…

—Está fingiendo, como de costumbre. ¡Tráela aquí!

Cuando Marina, casi sin fuerzas, trató de pasarme la niña, Helena la interceptó. Marcia cayó en sus brazos como una galera que tocara puerto; al instante dejó de llorar y se instaló en su regazo con aire de absoluta felicidad. Era una treta, pero perfectamente oportuna para hacer que su madre y su tío se sintieran como dos inútiles.

—Dejadme ver qué puedo hacer con ella —murmuró Helena con tono inocente—. Así, vosotros dos podéis hablar.

Helena conocía a Marcia. Juntas formaban una buena pareja de conspiradoras.

—Le encanta ir a casa de Estatia —repitió Marina, a la defensiva.

—¡Quieres decir que le encanta vestirse con sucios harapos que otros desechan y que le dejen comer las varillas musicales del sistro del ex sacerdote! —repliqué, irritado.

—¿Cómo puedes decir que no la atienden bien, si no lo sabes?

—¡Lo que sé es que he visto a Marcia hacer una imitación impresionante de Estatia cayéndose, borracha!

A la pequeña también le gustaba cantar himnos obscenos a Isis e imitar los sugerentes rituales del culto a la diosa egipcia. Marcia demostraba un talento innato para lo vulgar.

Marcia miró tiernamente a Helena, como si todo aquello le viniera de nuevas. Helena depositó un beso consolador en sus rizos.

—No te preocupes, querida. Sólo es el tío Marco en uno de sus extravagantes ataques.

Lancé un gruñido que no impresionó a nadie.

Me dejé caer sobre un taburete y hundí la cabeza entre los brazos.

—¡El tío Marco está llorando! —señaló Marcia con una risilla, intrigada. Helena le cuchicheó algo y depositó a la pequeña en el suelo para que pudiera correr hasta mí. Marcia me echó al cuello sus bracitos regordetes y me plantó un beso sonoro y húmedo en la mejilla. Un preocupante olor a posos de vino flotaba en torno a ella—. El tío Marco necesita un afeitado.

Era una chiquilla franca y generosa. Tal vez por eso me preocupaba. Algún día, sería una mujer franca y generosa.

La levanté del suelo y, como siempre, me pareció más fuerte y pesada de lo que había calculado. Marina le había colgado una chillona ajorca de cuentas en uno de los rechonchos tobillos y dejaba que se pintase las mejillas de colorete. Alguien, probablemente en casa de Estatia, le había regalado un grotesco amuleto. Tuve que pasar por alto aquellos detalles para no ponerme furioso de verdad.

Mientras sostenía en brazos el cuerpo extrañamente tangible de su hija, intenté reconstruir una vez más aquella última noche romana de mi hermano. Tal como Marina había dicho, yo también estaba allí. Debería poder reconocer cualquier indicio, si era capaz de recordar los detalles.

—Supongo que Festo se sentía intranquilo… —Estaba tratando de convencerme a mí mismo. Marina se limitó a encogerse de hombros otra vez con ademán distante y desinteresado. Con aquellos hombros y aquel busto, se dedicaba a encogerlos por principio. Un principio que decía: mátalos de la impresión—. Esa última noche mi hermano estaba muy nervioso, aunque sólo el Olimpo sabe por qué. Dudo que fuera la perspectiva de volver a Judea. A él no le preocupaba que volasen las flechas; pensaba que podía esquivarlas. Marina, ¿recuerdas aquel desagradable grupo de artistas con que trabó amistad?

—¡Recuerdo a la chica del circo Máximo! —respondió Marina con energía—. ¡Estoy segura de que fue con ella con quien trabó amistad!

—No puedo decir que me diera cuenta —murmuré, tratando de evitar una escena. Helena nos observaba con la expresión tolerante de un intelectual en el teatro de Pompeya que soporta una farsa espantosa a la espera de una tragedia griega trascendente. Si hubiese tenido en las manos un puñado de almendras, las estaría comiendo una por una, royéndolas con la punta de los dientes—. Marina, piensa en esos mercaderes de murales. Eran horribles. ¿De dónde habían salido? Entonces di por sentado que Festo no los conocía, pero quién sabe…

—Tu hermano conocía a todo el mundo. Si no los conocía al entrar en el bar, seguro que eran colegas a la salida. —En efecto, hacer amigos entre los parroquianos de una taberna era su arte supremo.

—Tenía sus ratos pero, normalmente, marcaba las distancias con los esclavos y con los pintores de murales. Festo nos estaba indicando que esos tipos eran forasteros. ¿Y tú, los conocías?

—Sólo eran unos vividores de taberna, supongo. La repulsiva clientela habitual de La Virgen.

—¿La Virgen? —Me había olvidado del nombre. Festo lo habría considerado un chiste espléndido—. ¿Fue ahí donde terminamos?

—Un lugar horrible.

—Eso lo recuerdo.

—Nunca los había visto.

—Debe de quedar muy cerca de aquí. ¿Todavía lo frecuentas?

—Sólo si alguien me paga para ir. —Marina era tan franca como su simpática hija.

—¿Has vuelto a ver a alguno de esos pintores?

—No, que recuerde. Pero, claro, si estaba lo bastante desesperada como para entrar en La Virgen, lo más probable es que estuviera demasiado bebida como para reconocer a mi propia abuela.

—¡Oh!, seguro que no te gustaría que tu abuela te encontrara allí.

Incluso a sus ochenta y cuatro años, la abuela de Marina habría sido un buen guarda pretoriano. Le gustaba pegar primero y preguntar después. Medía tres pies de estatura y su golpe de derecha era legendario.

—¡Oh, no! Mi abuela bebe en el Cuatro Peces —me corrigió Marina con solemnidad.

Suspiré suavemente.