IV

Festo llevaba tres años enterrado. Aunque los mandamientos judiciales ya habían cesado casi por completo, de vez en cuando llegaba todavía a Roma un goteo de pagarés de acreedores y de cartas esperanzadas de mujeres abandonadas. Pero ahora éramos objeto de un interés militar, y éste podía resultar más difícil de desviar.

—Supongo que tu hermano no tuvo nada que ver —se consoló mi madre.

—¡Oh, claro que sí! —le aseguré—. ¡Sea lo que sea, puedo garantizarte que nuestro Festo estuvo allí, en medio del asunto, alegre y radiante como siempre! Lo único que me interesa, madre, es saber qué voy a tener que hacer (o, mejor, cuánto dinero me va a costar) para librarnos del problema en que nos ha metido esta vez. —Mi madre puso una mueca que daba a entender que estaba insultando a su hijo querido—. Dime la verdad. ¿Por qué querías que echara a Censorino tan pronto como he puesto el pie en casa?

—Porque había empezado a hacer preguntas incómodas.

—¿Qué preguntas?

—Según él, algunos soldados de la legión de tu hermano pusieron dinero en cierta empresa que Festo organizó. Censorino ha venido a Roma para reclamar su parte.

—No hay ningún dinero.

Como albacea de mi hermano, podía certificar que así era. A su muerte había recibido una carta del escribiente de su legión en la que confirmaba punto por punto lo que ya esperaba; después de saldar sus deudas locales y pagar el funeral, todo lo que quedaba para enviar a casa era el consuelo de saber que yo habría sido su heredero si Festo hubiera sido capaz de guardar alguna moneda en la bolsa más de dos días seguidos. Mi hermano siempre se había gastado por adelantado su paga trimestral. No había dejado nada en Judea y tampoco fui capaz de encontrar algo suyo en Roma, pese a la complejidad laberíntica de sus proyectos comerciales. Festo basaba su vida en un maravilloso talento para la estafa. Yo creía conocerlo mejor que nadie, pero incluso a mí me había engañado cuando se lo había propuesto.

Emití un suspiro e insistí:

—Cuéntame toda la historia. ¿De qué clase de negocio turbio se trata?

—Al parecer, era algún plan para hacer un montón de dinero.

Muy propio de mi hermano; siempre pensando que había encontrado una idea fantástica para hacer una fortuna. Y muy típico de él involucrar en el asunto a todo aquel que hubiera compartido alguna vez su tienda. Festo, con su labia, era capaz de convencer y sacarle dinero incluso a un avaro redomado al que hubiera conocido esa misma mañana; sus confiados compañeros de armas no tenían la menor oportunidad de resistirse.

—¿Qué clase de plan?

—No estoy segura.

Advertí su turbación, pero no me dejé engañar. Sin duda, mi madre sabía perfectamente de qué se acusaba a Festo, pero prefería que fuera yo mismo quien descubriera los detalles. Eso significaba que el asunto me pondría furioso y que mamá prefería estar en otra parte cuando yo diese rienda suelta a mi cólera.

La conversación se había desarrollado en voz baja, pero el estado de agitación en que me encontraba debió de ponerme tenso; Helena se estiró y despertó, despejada al instante.

—¿Sucede algo malo, Marco?

Cambié de postura con movimientos rígidos.

—Simples asuntos de familia. No te preocupes, vuelve a dormirte.

Helena mostró de inmediato su interés.

—¿El soldado? —dedujo acertadamente—. Me ha sorprendido que lo pusieras de patitas en la calle de esa manera. ¿Era algún embustero aprovechado?

No respondí, pues prefería guardar para mí las indiscreciones de mi hermano, pero mamá, que conmigo se había mostrado tan reacia a contar cómo eran las cosas, estaba dispuesta a confiar en Helena.

—No; Censorino era un legionario de verdad. Estamos metidos en algún lío con el ejército. Le permití alojarse aquí porque, al principio, sólo parecía ser un compañero de armas al que mi difunto hijo había conocido en Siria. Pero una vez tuvo sus botas bajo la mesa, empezó a importunarme.

—¿Por qué razón, Junila Tácita? —inquirió Helena con aire indignado, incorporando el cuerpo hasta quedar sentada muy erguida. Helena solía dirigirse a mi madre con aquel tratamiento formal, que, cosa extraña, ocultaba una relación entre ambas mucho más íntima de lo que mi madre había permitido a ninguna de mis anteriores amistades femeninas, la mayoría de las cuales desconocía la urbanidad.

—Parece que existe algún problema de dinero con algo en lo que estuvo involucrado el pobre Festo —le explicó mi madre—. Marco va a ocuparse de investigarlo.

Me quedé sin habla.

—¡No recuerdo haber dicho tal cosa! —protesté por fin.

—No. Estarás muy ocupado, me imagino. —Mi madre cambió de tema hábilmente—. Tendrás mucho trabajo esperando, ¿verdad?

A decir verdad, ninguna cola de clientes ansiosos esperaba por mí. Seis meses lejos de Roma me habían dejado desocupado. La gente siempre quiere darse prisa con sus torpes intrigas y mis competidores ya debían de haber conseguido todos los encargos de investigaciones comerciales, de consecución de pruebas para juicios ante los tribunales y de obtención de evidencias para demandas de divorcio. No existen clientes dispuestos a esperar pacientemente mientras el mejor investigador está en Europa ocupado durante un tiempo indefinido en un caso, pero, ¿qué podía hacer yo, si el emperador en su mansión del Palatino esperaba que diese prioridad a sus asuntos?

—Dudo que esté agobiado de trabajo —reconocí, pues las mujeres no iban a permitir que respondiera con evasivas.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Helena. El corazón me dio un vuelco. Helena no tenía ni idea de que se estaba metiendo en un callejón sin salida. Ella no había conocido a Festo y ni siquiera imaginaba cómo habían terminado sus asuntos en demasiadas ocasiones.

—¿A quién podemos recurrir, sino a ti? —insistió mi madre—. ¡Oh, Marco! Pensaba que te interesaría dejar limpio el nombre de tu pobre hermano…

Como había sabido que sucedería, el encargo que me había negado a aceptar se había convertido en una misión que no podía rechazar.

Probablemente, se me escapó algún gruñido entre dientes que sonó a asentimiento. Acto seguido, oí a mamá declarar que no esperaba que le dedicase mi precioso tiempo a cambio de nada, mientras Helena me insistía en que bajo ninguna circunstancia podía mandarle a mi propia madre una minuta de honorarios y gastos. Me sentía como una pieza de tela nueva cardada en el batán.

No era la paga lo que me preocupaba, sino saber que estaba ante un caso que no podía ganar.

—¡Muy bien! —refunfuñé finalmente—. Si quieres saber mi opinión, el huésped que acaba de marcharse sólo estaba utilizando una lejana y ligera relación con Festo para conseguir alojamiento gratis. La insinuación de algún negocio turbio sólo era una manera sutil de forzarte. —Pero mi madre no era una persona que se dejara forzar. Bostecé abiertamente y continué—: Escuchad, no voy a desperdiciar mucho tiempo y esfuerzo en algo que, en cualquier caso, sucedió hace ya bastantes años pero, si eso os hace felices, iré a hablar con Censorino por la mañana. —Sabía dónde encontrarlo; le había dicho que en el local de Flora, la bayuca local, a veces alquilaban habitaciones. En una noche como aquella, el legionario no habría ido mucho más lejos.

Mi madre me revolvió el cabello mientras Helena me sonreía, pero sus descaradas atenciones no lograron mejorar mi ánimo pesimista. Ya antes de empezar tenía la certeza de que Festo, que me había metido en problemas toda la vida, me obligaba en esta ocasión a involucrarme en el peor de todos.

—Madre, tengo que hacerte una pregunta. —Su expresión no se alteró, aunque debió de sospechar cuál iba a ser—. ¿Crees que Festo hizo realmente lo que dicen sus colegas?

—¿Cómo puedes preguntarme tal cosa? —exclamó ella con un gran esfuerzo. De haber sido cualquier otro testigo en cualquier otra investigación, su respuesta me habría convencido de que fingía sentirse ofendida para proteger a su difunto hijo.

—Muy bien, pues —asentí lealmente.