XXXII

Mi siguiente paso fue más delicado: acudí a ver a mi madre para preguntarle por el cuchillo.

Se mostró sumamente vaga al respecto. Sólo conseguí sacarle lo que ya le había contado a Petronio.

—Sí, parecía uno de los míos. Y no se puede esperar que recuerde dónde fue a parar algo que, probablemente, lleva desaparecido más de veinte años…

—Alguien debió de llevárselo —dije yo con aire sombrío—. Y Alia es la primera candidata.

Mamá sabía que mi hermana siempre se presentaba por sorpresa en cualquier casa para pedir prestada media hogaza de pan o un juego de pesas de telar. Alia era famosa por no molestarse en tener sus propias posesiones mientras hubiera alguien a quien pudiese recurrir para solucionar sus necesidades. Pero con esto no pretendía sugerir que estuviera implicada en la muerte del soldado.

—Supongo que tienes razón. —Aunque aparentaba estar de acuerdo, mi madre consiguió dar a sus palabras un tono misteriosamente dubitativo.

Yo noté un tono de irritación en mi réplica, producto de la tensión:

—Bien, mamá, ¿querrás preguntar a todos los miembros de la familia qué saben del asunto? ¡Es importante!

—¡Ya lo sé! ¡He oído que te habían detenido, pero que has dejado que te pagaran la fianza!

—Sí, mi padre la depositó —respondí con paciencia.

—La última vez que estuviste en prisión, fui yo quien se ocupó de sobornar al carcelero.

—No me lo recuerdes.

—Debería tener un poco más de orgullo.

—Esa última vez se trataba de una estúpida confusión por un asunto sin importancia, mamá. En esta ocasión sucede que un juez de un tribunal de homicidios tiene un caso apremiante de asesinato y yo soy el sospechoso. La situación es muy distinta. Si me llevan ante el tribunal, quizá pierdas a tu preciado hijo. Tal vez te sirva de consuelo saber que la fianza es cuantiosa. Gémino notará su falta en la bolsa.

—¡Lo notará todavía más si te escapas! —Era evidente que mamá aún me consideraba más rufián que mi padre—. ¿Y bien, qué tal van tus averiguaciones?

—No van.

Mi madre me lanzó una mirada como si pensase que había preparado deliberadamente mi detención para no tener que esforzarme por mi hermano.

—¿Adonde vas, con tantas prisas?

—A una taberna —respondí, visto que ya me tenía en tan mal concepto. En cualquier caso, era la verdad.

Me llevó tiempo localizar una taberna destartalada que sólo había visitado una vez en la vida, cinco años atrás, al término de una larga noche de diversión y cuando ya estaba deprimido y borracho. Pasé casi una hora rondando las callejas de la parte baja del Celio. Cuando por fin encontré La Virgen, Cayo Baebio ya estaba en el local. Parecía cansado, pero satisfecho.

—¡Qué tal, mi amigo viajero! ¿Cómo has conseguido llegar tan pronto? Yo he terminado agotado de tanto buscar la taberna por todas partes. ¿Conocías el local, acaso?

—Nunca había estado aquí, Falco.

—Entonces, ¿cómo lo has encontrado tan deprisa?

—Preguntando.

Después de haber digerido el desayuno y de que volviera a abrírsele el apetito con su furiosa galopada de ida y vuelta hasta Ostia, mi cuñado estaba dando cuenta de un abundante almuerzo. Ya lo había pagado y no hizo el menor ademán de invitarme a compartirlo. Pedí una jarra pequeña de vino y decidí comer más tarde por mi cuenta.

—Los registros todavía existen —murmuró Cayo mientras masticaba con satisfacción—. Pero serán precisos unos cuantos meses para repasarlos.

Cayo Baebio era lento y concienzudo en el trabajo. Yo podía darle prisas, pero comprendí desde el primer momento que el asunto iba a resultar frustrante.

—Te ayudaré a hacerlo, si me lo permiten los responsables. ¿Puedo inspeccionar los libros contigo?

—Desde luego. Cualquier ciudadano con una razón legítima puede inspeccionar las listas de embarques. Por supuesto, es preciso conocer los trámites.

En boca de Cayo Baebio, el comentario era un mensaje de que estaba haciéndome un favor y de que me lo recordaría en el futuro a la menor oportunidad.

—Estupendo.

Mi cuñado empezó a hacer complicados planes para reunirse conmigo al día siguiente, mientras yo refunfuñaba por dentro. Me disgusta la gente que se complica la vida innecesariamente y no me alegraba en absoluto la perspectiva de pasarme varios días en su aburrida compañía. Ya era suficiente con el almuerzo.

Eché un vistazo a mi alrededor. El lugar seguía tan mugriento como lo recordaba. Cayo Baebio estaba sentado a una mesa, comiendo su plato de carne de buey y verduras con la tranquilidad impávida de un inocente. Quizá yo tenía mejor vista que él y me llenaba de inquietud tanto rincón oscuro y tan siniestra clientela.

Estábamos en un sótano húmedo y rancio, un agujero excavado en la colina Celia, más una madriguera que un edificio. Bajo el sucio techo en arco se disponían unas cuantas mesas desvencijadas iluminadas con cabos de vela protegidos en viejas jarritas aceitosas. El dueño arrastraba una visible cojera y lucía una tremenda cicatriz en la mejilla, probable consecuencia de una pelea de taberna. Su vino era áspero. Su clientela, aún más.

Desde mi última visita una de las paredes toscamente enyesadas había sido decorada con una burda escena pornográfica realizada con gruesas pinceladas de pintura oscura. Representaba a unos hombres muy bien dotados y a una muchacha tímida que había perdido su dueña y su ropa pero que estaba viviendo una experiencia al parecer insólita para ella.

Llamé al camarero.

—¿Quién es el autor de vuestra espléndida obra de arte? —le pregunté.

—Varga, Manlio y su grupo.

—¿Todavía vienen por aquí?

—De vez en cuando.

Mal asunto. No me gustaba la idea de quedarme en semejante tugurio como si fuera un crítico o un coleccionista hasta que aquellos volátiles artistas se dignaran aparecer.

—¿Dónde podría encontrarlos, ya que estoy en el barrio?

El camarero me hizo algunas vagas sugerencias.

—Así pues, ¿qué te parecen nuestros frescos?

—¡Fabulosos! —mentí.

Desde el momento en que había atraído la atención de Cayo Baebio hacia las pinturas, mi cuñado había clavado la vista en ellas tan fijamente que me sentí avergonzado. A mi hermana le habría molestado profundamente ver con qué detenimiento las observaba, pero se habría enfurecido aún más si hubiese abandonado a su marido en un lugar tan pelígroso. Por consideración fraternal a Junia, tuve que sentarme allí a mi pesar mientras Cayo terminaba lentamente el almuerzo sin apartar la mirada de las prostibulanas escenas.

—¡Muy interesante! —comentó a la salida.

Cuando me hube quitado de encima a mi necio pariente, seguí las sugerencias del tabernero en busca de los pintores de frescos, pero no tuve suerte. Uno de los lugares a los que me mandó era una habitación de una pensión. Podía regresar allí en otro momento para ver si tenía más suerte. Necesitado de comer algo con cierta urgencia, me encaminé a cierto lugar que, en comparación, resultaba de lo más higiénico: de vuelta al Aventino, a la bayuca de Flora.