XIL
Capua.
Capua, reina de la llanura central (y hogar de molestas pulgas).
Capua, la ciudad más espléndida y floreciente de la rica Campania (si uno presta oídos a los capuanos) o incluso de Italia entera (si uno tiene que soportar a alguno de sus habitantes que nunca haya visto Roma). Quien la visita no debe perderse el magnífico anfiteatro de Augusto, con sus cuatro pisos de altura y sus ochenta grandes arcos, todos rematados por deidades de mármol (aunque la construcción es posterior a Espartaco, de modo que no caben romanticismos políticos). Pero mientras uno contempla el espléndido edificio, es mejor que vigile a su espalda y no aparte la mano de la bolsa; los habitantes de Capua sacan buen provecho de los visitantes y no siempre preguntan antes de desplumarlo a uno. Jamás debe olvidarse que si ellos son tan opulentos, es porque los visitantes somos igual de bobos. En Capua, lo que uno lleva encima puede pasar a sus manos muy rápidamente.
Se dice que cuando Capua abrió sus puertas y su corazón a Aníbal, el lujo de la ciudad debilitó tanto a sus soldados que el cartaginés no volvió a ganar una batalla. A nosotros no nos habría importado sufrir un poco de ese lujo oprobioso, pero las cosas han cambiado mucho desde entonces.
Hicimos nuestra entrada en la ciudad una húmeda tarde de lunes, a tiempo de ver cómo se cerraban todas las casas de comidas. Uno de los caballos de tiro empezó a cojear cuando alcanzábamos el foro, lo cual nos llevó a la inquietante reflexión de que cuando quisiésemos escapar tal vez no podríamos hacerlo. Mi padre, que nos acompañaba para protegernos con su especial conocimiento de aquella cuidad, descubrió que le habían robado la bolsa apenas dos minutos después de apearse. Afortunadamente, el grueso de nuestro dinero estaba oculto bajo el suelo del carromato, vigilado por los delicados pies de Helena.
—He perdido la práctica —refunfuñó Gémino.
—Está bien —dije—. Siempre me equivoco al escoger a mis compañeros de viaje y termino haciendo de ama de cría de incompetentes.
—¡Muchas gracias! —murmuró Helena.
—No me refería a ti.
—¡Héroe mío!
Tras diez días de penalidades, que deberían haber sido apenas una semana de moderada incomodidad, estábamos todos al borde de la rebelión.
Encontré alojamiento para los tres en una casa de huéspedes, con las prisas habituales del viajero que ve caer la oscuridad tan deprisa que cierra los ojos a los inconvenientes. El establecimiento se hallaba junto al mercado, de modo que habría un buen alboroto desde primera hora de la mañana, por no hablar de los gatos maullando entre los desperdicios y de las damas de la noche que ofrecían sus encantos bajo los puestos vacíos. Las pulgas ya estaban esperándonos en la cama con sus caritas sonrientes aunque, por lo menos, al principio tuvieron cierta cortesía y permanecieron invisibles. Las damas de la noche ya estaban trabajando y formaban una fila, observando sin una palabra cómo descargábamos el carruaje.
Sus chulos debían de pasar por allí esporádicamente para recoger su recaudación.
Helena envolvió nuestro dinero en una capa y lo llevó a la pensión colgado del hombro, cargando el bulto como si fuera un niño cansado.
—Marco, esto no me gusta…
—Estoy aquí para protegerte —respondí. No pareció que eso la tranquilizase mucho—. Mi padre y yo escribiremos una advertencia en la pared de la basílica: «Quien robe, secuestre o viole a Helena Justina, tendrá que vérselas con el feroz clan Didio».
—Maravilloso —comentó ella—. Espero que vuestra fama haya llegado hasta aquí.
—¡Indubitablemente! —exclamó mi padre. En el clan de los Didio las palabras largas siempre han sido una forma de fanfarronear.
Pasamos una noche muy incómoda. Por suerte, cuando nos acostamos sin haber encontrado una cena comestible, estábamos preparados para lo peor.
Al día siguiente, nos trasladamos a otra casa de huéspedes, lo que proporcionó más dinero fácil a otro posadero timador y satisfacción a otro montón de pulgas.
Empezamos a visitar estudios de pintores. Todos afirmaron no haber oído hablar nunca de Orontes. Todos podían estar mintiendo. Capua se tenía a sí misma en gran concepto pero, francamente, no había para tanto. Orontes debía de haberse dedicado durante semanas a tapar bocas en previsión de que alguien pudiera seguirlo hasta allí.
Dejamos de preguntar.
Cambiamos de alojamiento una vez más y, discretamente, mi padre y yo empezamos a vigilar el foro desde portales y arcos que nos permitían pasar inadvertidos.
Merodear por el foro de una ciudad extraña en pleno invierno, cuando se produce un paréntesis en las festividades locales, puede resultar muy deprimente.
A nuestro regreso a la posada de mala muerte que acabábamos de ocupar, Helena nos dijo que no había pulgas, pero que las camas estaban decididamente infestadas de chinches y que un mozo de cuadra había intentado colarse en la habitación apenas la dejamos sola.
El individuo lo intentó de nuevo por la noche, cuando mi padre y yo estábamos presentes. Después, discutimos durante horas si el tipo sabía que estábamos los tres y se había presentado con la esperanza de tener una orgía completa. Una cosa era segura: no volvería a intentarlo. Mi padre y yo dejamos muy claro que no nos gustaban las proposiciones amistosas.
Al día siguiente nos trasladamos de nuevo, para mayor seguridad.
Finalmente, nos acompañó la suerte.
Nuestras nuevas habitaciones estaban encima de una taberna. Siempre dispuesto al riesgo, bajé al local en busca de tres platos de su estofado de judías verdes en salsa de mostaza, con acompañamiento de pastelillos de marisco, un poco de pan, bocaditos de cerdo para Helena, aceitunas, vino y agua caliente, miel… la complicada lista de encargos habitual cuando los amigos lo envían a uno a buscar lo que califican alegremente de «un bocado rápido». Volví tambaleándome bajo una enorme bandeja, tan pesada que apenas podía cargar con ella y mucho menos abrir la puerta para llevarla arriba sin derramar algo.
Una muchacha me sostuvo la puerta.
Llevé la bandeja a la habitación, sonreí a mi chica, me zampé unos bocaditos de cerdo y cogí la capa. Helena y mi padre me miraron, se concentraron de nuevo en la bandeja de la comida y me dejaron en paz. Corrí escaleras abajo.
Era una chica encantadora. Tenía un cuerpo capaz de hacerle a uno caminar diez millas para acariciarlo y un porte que daba a entender que sabía perfectamente qué ofrecía. Sus facciones revelaban más edad de la que parecía en una primera impresión, pero los años sólo les habían proporcionado más carácter. Cuando reaparecí en la taberna, aún seguía allí, comprando unas costillas asadas para llevar. Estaba apoyada en el mostrador como si necesitara un soporte adicional para su maciza figura. Su expresión descarada había acallado todo el comercio callejero mientras sus vivarachos ojos pardos le hacían al camarero cosas que la madre del chico debía de haberle advertido que no se permitiera en público. Al muchacho le daba igual. Era una morenaza, si lo queréis saber.
Me mantuve fuera de la vista de la muchacha y, cuando ella salió de la taberna, hice lo que deseaban hacer todos los hombres del local: la seguí.