VII

Acerté al pensar que mis habitaciones habrían llegado al punto de empeorar antes de poder ser mejoradas. En el rellano frente a la puerta apenas quedaba espacio para abrirse paso entre los montones de muebles rotos y las bolsas de lona llenas de desperdicios.

Helena Justina tropezó conmigo al salir. Iba cargada con un pesado fardo de escombros envueltos en lo que quedaba de una capa, con los bordes anudados. Parecía exhausta. Helena, a pesar de su refinada educación, era terca y enérgica en lo referente a la pocilga en la que tenía que vivir conmigo. En aquel momento, vi que las fuerzas le fallaban. Tropezó con el inutilizado bastidor de la cama, se dio un buen golpe y masculló un juramento impropio de la hija de un senador; sin duda, debió aprenderlo de mí.

—¡Eh, trae eso aquí!

Ella rehuyó mi mano extendida.

—Tengo que seguir. No me desequilibres o me caeré.

—Cáete encima de mí —murmuré insinuantemente. Haciendo uso de mis fuerzas, tomé el fardo de sus manos; Helena se apoyó contra mí y, pasándome los brazos alrededor del cuello, se colgó de mí con todo su peso.

Con aire viril, sostuve a mi chica y el envoltorio de escombros fingiendo que no me costaba esfuerzo. Cuando le pareció que era suficiente, me hizo cosquillas en el cuello a traición y no pude evitar soltar el fardo, que rodó un par de tramos escalera abajo. Los dos lo observamos caer, aunque sin el menor interés por ir tras él.

—¿Mi madre se ha marchado? —pregunté, esperanzado. Helena asintió—. ¡Perfecto, pues! —murmuré y empecé a besarla en el mismo rellano, entre el caos de escombros. En la sexta planta del edificio sólo había una vivienda, la mía, de modo que nuestra intimidad estaba asegurada. En cualquier caso, reanimado tras un día en Roma, no me importaba que alguien nos viera.

Al cabo de un rato me detuve, sostuve entre mis manos el rostro acalorado y cansado de Helena y la miré a los ojos. Observé cómo la paz se instalaba en su alma. Me sonrió ligeramente, concediéndome el mérito de saber tranquilizarla. Después entrecerró los ojos, disgustada al comprobar el efecto que yo le producía. La abracé y me reí.

Entramos en el piso cogidos de la mano. El interior estaba prácticamente vacío, pero ya limpio y despejado.

—Puedes sentarte en el balcón —me dijo Helena—. Está limpio… y hemos fregado el asiento.

La estreché contra mí. Casi había oscurecido del todo y hacia bastante fresco, lo cual era una buena excusa para acurrucamos el uno junto al otro.

—La casa nunca ha estado tan limpia. No merece la pena. No te agotes trabajando en este cuchitril, encanto.

—No querrás quedarte en casa de tu madre mucho tiempo, ¿verdad? —Helena me conocía bien.

—Puedo soportar vivir con mi madre, siempre que estés para protegerme.

Mi afirmación era sorprendentemente cierta.

La retuve allí y contemplamos la panorámica mientras ella descansaba. Delante de nosotros, un viento agresivo impulsaba las nubes a gran velocidad sobre el Tíber y una sombría amenaza de lluvia oscurecía nuestra visión normal del Janículo. Roma se extendía más abajo, hosca y callada como un esclavo desleal cuyas faltas acabaran de ser descubiertas.

—Marco, no me has contado como es debido qué sucedió ayer en tu encuentro con el soldado…

Es el problema de ponerse a contemplar paisajes; cuando uno empieza a aburrirse de mirar, suelen surgir preguntas y comentarios perturbadores. Mantuve mi atención en el paisaje invernal.

—No quería inquietar a mamá.

—Bien, ahora no está presente; inquiétame a mí.

—También quería evitar eso.

—Lo que más me preocupa es que te guardes las cosas para ti.

Me di por vencido. Helena me decía aquello para pincharme, pero me encanta que me pinche…

—Hablé con Censorino en la bayuca, pero no llegamos a ninguna parte. Me dijo que algunos compañeros de mi hermano en la legión perdieron dinero en un negocio de importación de estatuas griegas.

—¿Y bien, qué pretenden?

—Al parecer, nuestro Festo les prometió alegremente que los compensaría por las pérdidas.

—Pero no lo hizo, ¿es eso?

—No tardó en ser abatido en lo alto de una muralla. Ahora, esos tipos pretenden saldar las cuentas, pero Censorino no quiso hablarme abiertamente del trato original…

No dije nada más y mi silencio agudizó el interés de Helena.

—¿Qué sucedió? —insistió, segura de que le escondía algo—. ¿Hubo bronca en la bayuca?

—Terminó a puñetazos.

—¡Oh, Marco!

—Empezó él.

—¡Eso espero! Pero seguro que tú le provocaste.

—¿Por qué no? Censorino y sus amigos no pueden esperar otra cosa, si prefieren andarse con secretos.

Helena tuvo que darme la razón. Reflexionó unos instantes y luego se interesó por mi hermano:

—Háblame de él. Antes tenía la impresión de que contaba con el respeto de todos. Ahora, no estoy segura de cuáles son tus verdaderos sentimientos.

—Exacto. Yo tampoco lo estoy, a veces. —Festo me llevaba ocho años de edad, suficientes para que sintiera por él una especie de veneración al héroe… o todo lo contrario; una parte de mí lo odiaba, aunque el resto de mí lo quería mucho más—. Aunque a veces resultara un fastidio, su pérdida me resultó insoportable. Con esto está dicho todo.

—¿Se parecía a ti?

—No —respondí, lo cual era bastante probable.

—Y bien, ¿piensas continuar adelante con este asunto?

—Estoy esperando a ver qué sucede.

—Eso significa que quieres abandonar. —Era un comentario razonable, pero Helena no conocía a Festo. Dudaba mucho de poder escabullirme de aquel asunto; aunque optase por no hacer nada, la situación estaba fuera de control.

Helena empezaba a encogerse de frío.

—Necesitamos comer algo.

—No podemos seguir abusando de tu madre.

—Tienes razón. ¡Vayamos a ver a tus padres!

—Suponía que lo propondrías. He traído una muda. Pero antes tendría que darme un baño…

La inspeccioné; se la veía sucia, pero llena de energía. Ni siquiera una capa de mugre podía encubrir su carácter resuelto. La máscara de polvo realzaba el brillo de sus grandes ojos oscuros y, cuando se le soltó un mechón de cabello de los alfileres, sólo tuve ganas de ayudar a soltar el resto… De haber tenido una cama, aquella noche no nos habríamos movido de allí. Pero no había ninguna, ni sucedáneos aceptables. Con una sonrisa apesadumbrada, murmuré:

—Querida, quizá no sea una gran idea presentarte ante tus padres con el aspecto de haberte pasado todo el día trabajando como una esclava en un horno. Aunque lo cierto es que todos tus nobles parientes sólo esperan de mí que te someta a malos tratos, de modo que… ¡aprovechemos para usar gratis el baño privado de tu padre!

Tenía un doble motivo para ello. Si los progenitores de Helena se proponían informar a su hija de que Tito César había estado husmeando por allí durante nuestra ausencia, cuanto peor fuera el aspecto de Helena al presentarse ante ellos, menos les costaría aceptar que yo la había conquistado primero. Había sido por pura casualidad, pero me proponía aferrarme a ella, pues era la única ocasión, en toda mi sórdida existencia, en que la fortuna me sonreía. Una vez que Helena se había entregado a mí, nadie podía esperar que rechazase el regalo… y tampoco cabía esperar que el hijo de un emperador profundamente conservador fuera a aceptarla después de convivir conmigo.

Al menos, esa era mi esperanza.

La familia Camila ocupaba la mitad de un inmueble aislado de dos viviendas junto a la Vía Apia, cerca de la puerta Capena. La otra mitad del edificio estaba vacía —aunque la familia también era propietaria de aquella parte—, y empezaba a deteriorarse por la falta de ocupantes. La parte habitada, una modesta propiedad que mostraba las señales de una permanente escasez de dinero, no estaba peor que la última vez que la había visto. En el interior, la pintura de baja calidad había perdido gran parte de su color desde que se construyera el edificio; en los jardines, el poco valor de los motivos decorativos desmerecía de la magnificencia con que se había concebido el resto de la casa. Con todo, la vivienda resultaba confortable y bien provista. La Camila era una familia insólitamente civilizada para lo habitual entre los senadores: respetuosa de los dioses, cariñosa con los niños, generosa con sus esclavos e indulgente incluso con pobres diablos sin oficio ni beneficio, como yo.

La casa disponía de una pequeña sala de baños, abastecida por aguas procedentes del acueducto Claudio, que los criados mantenían bastante caliente las tardes de invierno. Aunque no anduviera muy sobrada de recursos, la familia sabía mantener las debidas prioridades domésticas. Acaricié a Helena de arriba abajo, disfrutando de sus delicadas formas.

—Mmm… nunca he hecho el amor con la hija de un senador en el baño de la casa de su padre… al menos hasta ahora.

—Eres un hombre versátil; ¡seguro que lo conseguirás!

Pero no en aquella ocasión, por desgracia. Fuera, unos ruidos anunciaron compañía y, al aparecer su padre para tomar el baño de antes de cenar, Helena me arrojó una toalla al regazo y desapareció. Tomé asiento al lado de la piscina tratando de parecer más respetuoso de lo que me sentía.

—Dejadnos solos, por favor —ordenó Décimo Camilo a los esclavos que lo acompañaban. Éstos obedecieron, aunque dejaron claro que no le correspondía al amo de la casa darles instrucciones.

Décimo Camilo Vero era amigo de la familia de Vespasiano y, por lo tanto, estaba bien considerado en aquellos momentos. Era un hombre alto, de cabello rebelde y cejas vivaces. Relajado entre el vapor, se le veía algo cargado de espaldas; yo sabía que se esforzaba por hacer ejercicio físico, pero prefería encerrarse en su estudio con un montón de rollos.

Camilo me había tomado afecto… dentro de unos límites, por supuesto. A mí me caía bien, aunque recelaba de su rango. El afecto por su hija había salvado en parte el abismo social entre nosotros.

Sin embargo, esta vez venía de un humor quisquilloso.

—¿Cuándo pensáis Helena Justina y tú legalizar vuestra situación? —me preguntó.

Esto me pasaba por pensar que el senador no esperaba tal cosa. Una dosis adicional de presión cayó sobre mí. Era una presión que se medía en sestercios y su peso exacto era el de cuatrocientas mil de tales monedas: el coste de mi ascenso a una clase social media, de modo que su matrimonio conmigo no fuera un absoluto descrédito para Helena. Y no estaba haciendo grandes progresos en acumular tal capital.

—Señor, no me pedirás que fije una fecha exacta, ¿verdad? Yo diría que muy pronto —mentí. Pero el senador siempre me leía los pensamientos.

—Su madre me ha pedido que lo averiguara…

Por lo que conocía de Julia Justa, el término «pedir» era una forma muy suave de hablar. Cambiamos de tema como si aquel asunto nos quemara en las manos.

—¿Cómo te encuentras, señor? ¿Qué novedades hay?

—Vespasiano se propone hacer volver a Justino de su destino en el ejército. —El senador se refería a su hijo.

—¡Ah! Quizá yo haya tenido algo que ver en eso.

—También yo lo creo. ¿Qué le has contado al emperador?

—El talento de Justino ha sido reconocido. Eso es todo.

—¡De modo que eso es todo! —se mofó Camilo con su tonillo irónico. A veces, a través de su apariencia desconfiada asomaba el ingenio malicioso de un hombre tímido. El sentido del humor de Helena procedía de él, aunque la hija siempre era más pródiga a la hora de lanzar sus pullas.

Camilo Justino era el menor de los dos hermanos de Helena, y veníamos de vivir con él en Germania.

—Justino se ha estado labrando una buena reputación —alenté a su padre—. Es merecedor del favor imperial y Roma necesita hombres como él. Eso es todo lo que le he dicho a Vespasiano. El oficial al mando de tu hijo debería presentar un buen informe sobre él, pero no me fío de los legados.

Camilo dejó escapar un gemido. Comprendí muy bien su problema, pues era el mismo que el mío, aunque a una escala mucho mayor: la carencia de capital. Como senador, Décimo Camilo era millonario; sin embargo, su cuenta bancaria no era muy holgada. Los gastos ocasionados por la vida pública —la organización de todos aquellos juegos y banquetes para el voraz electorado— podían conducirlo fácilmente a la ruina financiera. Y ahora, tiempo después de prometer a su hijo mayor una carrera en el Senado, el hombre descubría que el menor se había labrado, de forma bastante inesperada, un notable buen nombre. El pobre Décimo temblaba al pensar en los gastos que esto le supondría.

—Debes sentirte orgulloso de él, senador.

—¡Oh, lo estoy! —respondió con aire sombrío.

Cogí una estrígila y empecé a quitarle el aceite.

—¿Tienes alguna otra cosa en la cabeza? —inquirí, tratando de sondear si había novedades respecto a Tito.

—Nada extraordinario; la juventud de hoy, la situación del comercio, el declive de las normas sociales, los desastres en el programa de obras públicas… —respondió, medio en broma. Después, me confió—: Tengo problemas para disponer de la propiedad de mi hermano.

De modo que se trataba de eso.

Yo no era el único romano cuyo hermano lo había puesto en un apuro. Camilo había tenido un hermano, ahora desacreditado, cuyas maniobras políticas habían perjudicado a toda la familia. Ésta era la causa de que la casa contigua siguiese vacía y, al parecer, de que Décimo Camilo pareciera tan cansado. Yo sabía que aquel hermano había muerto, pero también sabía que las cosas no terminaban allí.

—¿Hablaste con el subastador que te recomendé?

—Sí. Gémino es muy servicial. —Se refería a que era muy poco exigente en cuanto a procedencias y legalismos.

—¡Oh!, es un buen subastador —asentí con complicidad. Gémino era mi ausente padre. Salvo por su costumbre de fugarse con pelirrojas, podía considerársele un ciudadano excelente.

El senador sonrió.

—Sí. ¡Toda la familia parece saber apreciar las cosas de buena calidad! —dijo. El comentario contenía un leve asomo de complicidad. Advertí que se sacudía de encima el abatimiento al tiempo que añadía—: Pero ya basta de hablar de mis problemas. ¿Qué tal estás? ¿Y cómo se encuentra Helena?

—Estoy vivo. No puedo pedir más. Helena es la de siempre.

—¡Ah!

—Me temo que la traigo de vuelta más rebelde y llena de palabrotas. Algo que encaja mal con la excelente educación que tú y Julia Justa le habéis dado.

—Mi hija siempre se las ha ingeniado para ir más allá.

Sonreí. Al padre de Helena le gustaban las ironías discretas.

De las mujeres, se espera siempre un comportamiento recatado. En privado pueden ser tiranas manipuladoras siempre que mantengan en público el viejo mito romano de la mujer sumisa. Lo malo de Helena Justina era que se negaba a componendas. Siempre decía —y hacía— lo que le venía en gana. Y un comportamiento tan heterodoxo hacía sentirse sumamente descolocado a cualquier hombre educado para esperar de las mujeres falsedades e incongruencias.

A mí me encantaba. Me gustaba que me tuviese sobre ascuas y me sorprendiera y asombrara a cada momento, aunque fuese un trabajo agotador.

Su padre, que no había tenido más remedio que soportarlo, solía mostrarse perplejo de que yo me hubiera ofrecido voluntariamente a cargar con su hija. Y no cabía duda de que al senador le encantaba ver a otra víctima ir de cabeza tras ella.

Cuando nos presentamos a la cena, encontramos a Helena vestida con una túnica deslumbrantemente blanca con bordes dorados, ungida en aceites, perfumada y adornada con collares y brazaletes. Como de costumbre, las doncellas de su madre habían conspirado para hacer que su joven ama pareciera no sólo superarme en rango social (como así era) sino también en valor.

Por un instante creí haber tropezado con los cordones de mis botas y caer de bruces sobre el suelo de mosaico. Pero uno de los collares era una sarta de cuentas de ámbar del Báltico que su madre no le había visto lucir hasta entonces. Cuando la noble Julia se interesó por él en el curso de su irritante parloteo, Helena Justina proclamó con su típica energía:

—Es el regalo de aniversario que me ha hecho Marco.

Con imperturbable recato, ofrecí a la madre de Helena los bocados más deliciosos de los entrantes. Julia Justa aceptó que la sirviera con una cortesía afilada como un cuchillo de mondar.

—¿Entonces, has conseguido algo con ese viaje al río Rin, Marco Didio?

Helena, con tono tranquilo, respondió por mí:

—¿Te refieres a que si ha conseguido algo más, aparte de asegurar la paz en esa región, de erradicar el fraude, de recuperar la moral de las legiones… y de proporcionar la oportunidad de que un miembro de nuestra familia se haga un nombre como diplomático?

La madre desechó la sarcástica réplica con un leve gesto de la cabeza. De inmediato, la hija del senador me dirigió una sonrisa de una dulzura tan radiante como las estrellas estivales.

La cena estuvo bien, para aquel tiempo invernal. El ambiente se mantuvo amistoso, si a uno le gusta esa clase de trato formal, superficial. Todos sabíamos mostrarnos tolerantes. Y todos sabíamos dejar muy en claro que teníamos mucho que tolerar.

Tenía que hacer algo al respecto. Por el bien de Helena debía encontrar el modo de encaramarme a la posición de yerno legítimo. Tenía que encontrar el modo de reunir cuatrocientos mil sestercios… y de reunirlos pronto.