LVII

Petronio hizo las preguntas. Al principio, me sentí tenso en el asiento.

—Centurión, ¿estás dispuesto a explicarme qué queríais tú y el difunto de la familia Didia? —Laurencio asintió lentamente, pero no dijo nada—. ¿Pretendíais recuperar los beneficios de una inversión organizada por Didio Festo?

—Así es.

—¿Puedo preguntar de dónde salió el dinero?

—No es asunto vuestro —respondió Laurencio, todo amabilidad.

—Bien —dijo Petronio en su tono de voz más razonable—, déjame expresarlo de este modo: la disputa del difunto con Falco acerca de ese dinero ha sido citada como posible motivo para que Falco lo apuñalara. Conozco a Falco personalmente y no creo que lo hiciera. También sé que estamos hablando del precio de una estatua de Fidias y podría insinuarse la dificultad de que un grupo de centuriones en servicio activo en el desierto pudiera reunir tanto dinero tan deprisa.

—No fue difícil —le informó Laurencio, lacónico.

—¡Unos tipos con recursos! —comentó Petronio con una sonrisa. Todo aquello resultaba sumamente civilizado… y no conducía a ninguna parte.

El centurión había disfrutado esquivando las preguntas pero, en realidad, no pretendía crear dificultades.

—El dinero que intentamos recuperar ahora lo habíamos ganado en una operación anterior, y se habría doblado con otra venta que Festo esperaba cerrar. He vuelto a Roma para averiguar qué sucedió con esa segunda venta. Si Festo llegó a hacerla, tendremos unos beneficios espléndidos; si no, estaremos como antes: tendremos que tomárnoslo como buenos jugadores y empezar de nuevo.

Me sentí obligado a intervenir:

—¡Te tomas este asunto con una filosofía admirable! Si ésa es vuestra actitud, ¿por qué Censorino estaba tan desesperado cuando me abordó?

—Para él, la cosa era distinta.

—¿Cómo es eso?

—La primera vez que participó en negocios —respondió Laurencio, al parecer algo turbado—, sólo era un optio… no uno de los nuestros.

El guardia Martino no entendió la alusión y dirigió una mueca a Petro. A diferencia de nosotros, él no había estado en el ejército. Con tranquilidad, Petronio dio explicaciones a su subordinado:

—Un optio es un soldado que ha sido propuesto como candidato al cargo de centurión, pero que todavía espera una vacante que cubrir. Puede transcurrir bastante tiempo hasta que surja una y, mientras tanto, pasa el tiempo de espera como lugarteniente de la centuria… casi como tú. —La voz de Petro tenía un cierto tonillo irónico. Como yo bien sabía, mi amigo sospechaba desde hacía tiempo que Martino se proponía usurpar su cargo… aunque Petro no creía que el hombre fuese lo bastante bueno para desplazarlo.

—Será mejor que cuente toda la historia —dijo Laurencio. Si había advertido lo que se respiraba en la atmósfera, era algo que entendía perfectamente.

—Te lo agradecería —asentí con toda la afabilidad posible.

—Un grupo de amigos —expuso entonces— reunimos el dinero necesario para una inversión… no importa cómo…

Evité mirar a Petronio; aquello era, casi con certeza, una referencia al robo de la caja fuerte de la legión.

—No tomes nota de esto —ordenó Petronio a Martino, quien bajó el punzón sin poder disimular su sorpresa.

—La inversión resultó provechosa…

—Y espero que repusierais vuestro capital… —comentó Petro, dejando entrever deliberadamente que había adivinado de dónde procedían los fondos.

—Cálmate, lo hicimos —dijo el centurión, con una sonrisa—. Por cierto, Censorino aún no formaba parte del grupo. En aquel primer negocio obtuvimos un beneficio de alrededor de un cuarto de millón, a repartir entre diez. Éramos hombres felices y Festo era un héroe a nuestros ojos. En aquel desierto no había modo de gastar el dinero, de modo que nos metimos en otra inversión, sabiendo que si salía mal no nos quedaría más remedio que dar gracias a los Hados por ser vengativos, y no habríamos perdido nada, en definitiva. Pero, si la operación tenía éxito, todos podríamos dejar el servicio…

—¿Esta vez, Censorino participó en el negocio?

—Sí. Nunca habíamos hablado de nuestras ganancias, pero cuando la gente tiene una buena racha siempre se corre la voz. Censorino ya estaba siendo considerado como candidato a la promoción y empezaba a mostrarse amistoso con nuestro grupo a la expectativa del ascenso. De algún modo, se enteró de que estábamos preparando una buena inversión. Nos abordó y nos pidió que lo dejáramos participar.

Petro mostró su interés:

—Los demás sólo arriesgabais vuestros beneficios… pero él tuvo que recurrir a sus ahorros, ¿verdad?

—Puede ser. —Laurencio se encogió de hombros; de nuevo, parecía turbado por algo—. Como es lógico, esperábamos que igualara lo que arriesgábamos en la operación. —Dado que lo que arriesgaban se había financiado con un préstamo ilegal de la caja de la legión, su exigencia era asombrosamente injusta. Habían cometido una estafa… y habían olvidado de inmediato su buena fortuna al salir bien librados de ella—. A decir verdad, ahora caigo en la cuenta de que Censorino apostó todo lo que tenía e incluso pidió algo prestado, pero a los demás no nos preocupó demasiado de dónde provenía el dinero. —Petro y yo imaginamos la arrogancia que habrían mostrado los demás, lo insensibles que habrían sido con el advenedizo—. Sin embargo, os aseguro que no lo presionamos para que participara. Fue cosa suya.

—Pero, cuando el proyecto se desmoronó, le afectó a él mucho más que a vosotros, ¿no?

—Sí. Por eso tenía tendencia a ponerse histérico —me dijo Laurencio con un asomo de disculpa—. Sea como fuere, en mi opinión Censorino era una especie de mendigo asustadizo… —Era una manera de expresar que él no le habría concedido el ascenso—. Lo lamento. Cuando pienso en lo sucedido, creo que debería haberme ocupado de todo el asunto personalmente.

—Quizás habría sido mejor —asentí.

—¿Te explicó algo de esto?

—No demasiado bien. Estuvo muy evasivo.

—La gente suele ser suspicaz —comentó Laurencio.

Yo apuré la copa con una sonrisa irónica.

—¿Y tu grupo de inversores sospecha de mí? —pregunté.

—Festo siempre decía que tenía un hermano muy despierto. —Aquello era una novedad. Dejé la copa en la mesa con cuidado. Laurencio continuó—: Parece que nuestra segunda inversión se malogró. Aunque nos preguntamos si tal vez la habrías encontrado tú…

—Ni siquiera sé de qué se trata —rectifiqué sus palabras con suavidad… aunque para entonces ya creía tener una idea.

—Es una estatua.

—¿No será el Poseidón naufragado? —inquirió Petronio. Martino hizo un gesto brusco en dirección al punzón, pero la gran zarpa de mi amigo se cerró en torno a su muñeca.

—No; el Poseidón, no. —Laurencio me observaba. Creo que aún se preguntaba si no habría encontrado esa segunda escultura, quizás a la muerte de Festo.

Mientras tanto, yo mismo empezaba a preguntarme si Festo se habría desprendido de ella deliberadamente y habría engañado a sus camaradas.

—Todo el mundo guarda secretos —le dije al centurión mirándolo directamente a los ojos—. Te alegrará saber que vivo con estrecheces. El capitán de la guardia te confirmará que no nado en el lujo con un dinero que debería ser tuyo.

—¡Vive en un cuchitril! —asintió Petro con una mueca.

—Esa estatua misteriosa parece haberse perdido —comenté—. Investigué las propiedades de mi hermano tras su muerte y también he mirado en el sitio que utilizaba como almacén, pero no he encontrado vuestro tesoro. Mi padre, que era el socio comercial de Festo, jamás ha oído hablar de una segunda estatua. Y, hasta donde hemos podido averiguar, ni siquiera el agente que utilizaba mi hermano para vuestros negocios tuvo la menor noticia de su existencia.

—Festo tenía a ese agente por idiota —dijo el centurión.

Me alegré de oír aquello. Yo pensaba igual.

—Y esa estatua, ¿de dónde procedía?

—De la misma isla que la otra —explicó Laurencio—. Cuando Festo estuvo en Grecia para inspeccionar el Poseidón, descubrió que el templo tenía, en realidad, dos piezas a la venta. —Imaginé a mi hermano dándole esquinazo a Orontes y, una vez a solas con los sacerdotes, mostrándose comunicativo con ellos. Festo nunca había confiado mucho en sus agentes. Es muy probable que su trato simpático y cautivador le permitiera descubrir informaciones que los vendedores no habían facilitado a Orontes, quien carecía por completo del encanto de mi hermano, como yo bien sabía—. En principio, sólo teníamos dinero para comprar el Poseidón. Tuvimos que venderlo enseguida…

—¿A Caro y Servia?

—Sí, esos eran los nombres. Con lo que sacamos de ellos, repusimos nuestro capital inicial; luego, habilitamos a tu hermano para que volviera a Grecia con nuestros beneficios…

—Pero sin Orontes, ¿no?

—Sin Orontes.

—¿Y qué compró esta vez?

—Esta vez, volvió con un Zeus —respondió Laurencio con una sonrisa de resignación.