XXXVI

Adopté la expresión serena e impertérrita de un romano de pro.

—¿Qué sucede, hijo? ¿Se te ha metido una mosca en la nariz?

—Pretendo mantenerme al margen del asunto.

—No puedes. Estás metido en esto… ¡hasta el cuello!

—Lo negaré.

—Me temo que no —confesó Gémino. Por una vez, parecía remorderle la conciencia—. Es imposible.

Aquello era ridículo. Marponio iba a abrir el proceso contra mí muy pronto; y yo debería estar en Ostia, tratando de limpiar mi nombre.

No; no tendría que haberme visto involucrado en absoluto en aquel lío. Debería estar viviendo con mi amada en alguna apacible casa de campo donde mi mayor preocupación fuese si pasar la mañana poniendo al día mi correspondencia, pelarle una manzana a Helena o salir a inspeccionar las viñas.

—Pareces preocupado, hijo.

—¡Ya antes de esta noticia no me sentía rebosante de alegría saturnaliana, precisamente!

—¡Eres un estoico!

No se me escapaba que mi padre no tenía tiempo para sutilezas filosóficas. Era un típico prejuicio romano, basado en la sencilla noción de que el pensamiento es una amenaza. Hinché los carrillos y solté un bufido de irritación.

—Déjame que trate de entender qué está sucediendo aquí. Conoces a cierta gente violenta que tiene una cuenta pendiente desde hace tiempo y acabas de decirles que es a mí a quien tienen que reclamarle la deuda, ¿no es eso? ¡Muy amable por tu parte haberte dignado avisarme, Didio Gémino! ¡Qué solicitud paternal!

—Seguro que sabrás quitarte de encima a esa gente.

—Así lo espero. Y cuando haya resuelto el asunto pendiente con los reventadores de subastas, buscaré a alguien más a quien dar su merecido. Te aconsejo que vayas preparándote.

—¡Ten un poco de compasión! —protestó él—. ¡Muestra un poco de respeto por tu padre!

—¡Bobadas! —repliqué.

Los dos jadeábamos pesadamente. La situación tenía un aire de irrealidad. En una ocasión había prometido no volver a dirigir la palabra a mi padre nunca más. Pero allí estaba de nuevo, sentado en su despacho, dejando que me llenara la cabeza con Hércules sabe qué problemas, mientras unos curiosos dioses egipcios observaban la escena por encima de mi hombro desde aquel inconexo mobiliario rojo y amarillo.

—¿Esos destrozos son cosa de los legionarios?

—No —respondió Gémino. El tono de su voz era terminante.

—Entonces, ¿el asunto no tiene relación con la muerte de Censorino?

—Hasta donde yo sé, no. ¿Vas a ayudarme?

Solté un juramento, sin preocuparme de guardarlo para mí. Si hubiera mantenido mi rechazo a tratar con él, me habría evitado todo aquello. Tenía que cortar el asunto inmediatamente.

Sin embargo, sólo cabía una respuesta a su petición:

—Si tienes problemas, por supuesto que te ayudaré.

—¡Eres un buen muchacho! —Gémino exhibió una sonrisa de satisfacción.

—Soy un buen informante. —Mantuve la voz grave y el ánimo frío—. Para este trabajo necesitas un profesional.

—Entonces, ¿te encargarás de ello?

—Sí, me encargaré, pero mientras esté ocupado en intentar salvar el cuello en el otro asunto, no me quedará mucho tiempo para husmear en el tema del fraude en las subastas. —Gémino debía de haber previsto lo que vendría a continuación antes incluso de que yo pensara en ello—. Si modifico mi agenda de actividades para hacerte este favor, tendrás que pagarme la tarifa más alta.

Mi padre echó la cabeza hacia atrás y fijó la mirada en el techo con una breve mueca de incredulidad.

—¡Éste no es hijo mío!

Por desgracia para ambos, no había ninguna duda de que lo era.

—Si no te gusta el trato —repliqué en tono burlón—, te queda el recurso habitual de un padre. ¡Adelante, desherédame!

Se produjo un silencio evasivo. En realidad, no tenía la menor idea de qué sucedería a la muerte de mi padre con las ganancias de su larga carrera de subastador. Conociendo a Gémino, era seguro que no habría resuelto el tema, de modo que allí había otro lío que algún día tendría que solventar. Aunque sólo fuera para evitarlo, cumplí con mi deber y le deseé de pensamiento una larga vida.

—Deduzco que andas escaso de efectivo —dijo él con una sonrisa, recuperando al instante toda su suavidad anterior. Se pasó una mano cansada por los alborotados rizos grises—. Bien, ¿y para qué están los padres? —Para algo más de lo que yo había tenido de él—. Te contrataré, pues, si ésta ha de ser la forma. ¿Cuáles son esas tarifas de las que tanto hablamos? —Se las dije, haciendo unos cálculos rápidos y triplicando la cantidad. (Bueno, él deseaba verme casado, ¿no?). Respondió con un silbido de indignación—: ¡No me extraña que nunca tengas clientes! ¡Tus precios son de escándalo!

—¡No más que tus porcentajes de las subastas… y yo trabajo mucho más, para lo que cobro! A ti te basta con anunciar las pujas a gritos y engañar a la gente. Un informador necesita cerebro, fuerza física y un profundo sentido comercial.

—¡Y mucha desfachatez! —añadió él.

—Así pues, cerramos el trato.

Gémino aún no me había revelado nada del asunto que acababa de poner en mis manos, pero eso no me preocupaba. Tal cautela era habitual en mi clientela. Las indagaciones preliminares con el probable cliente era el primer paso en todos mis trabajos y, normalmente, resultaba el más difícil. En comparación, interrogar a simples maleantes, timadores o pendencieros era coser y cantar.

Mi padre se sirvió más vino.

—¡Brindemos por ello!

—Si tengo que trabajar, debo mantenerme sobrio.

—Hablas como un mojigato.

—Hablo como un hombre que quiere seguir vivo. —Alargué la mano y lo agarré por la muñeca, impidiéndole levantar la copa—. Ahora, cuéntame de qué va el asunto.

—¡No te va a gustar! —me aseguró tranquilamente.

—De mis emociones ya me ocuparé yo. Ahora, haz el favor de explicármelo.

—No debería haberte involucrado en esto.

—Estoy de acuerdo. Deberías haberte contenido mientras esos bárbaros aplastaban con sus botas las manzanas de tus Hespérides… ¿De qué se trata, padre? —Una vez más, empecé a perder los estribos.

Finalmente, me lo contó, pero incluso entonces tuve que sacarle los detalles como si exprimiera aceitunas en una prensa atascada.

—Así son las cosas. En el mundo de las bellas artes, los asuntos llevan tiempo. Cuando alguien encarga un trabajo creativo, no espera una entrega rápida, de modo que la costumbre es no prestar atención a los problemas y dejar que pase el tiempo.

—¿Cuánto hace, pues, que empezó este maratón?

—Un par de años. Recibí una reclamación pero me quité de encima a los tipos. Les dije que no era problema mío, pero no me creyeron. Este año deben de haberse acordado de hacer algo al respecto y han insistido. Con mayor impaciencia.

Hice rechinar las dientes.

—¿Más conscientes, te refieres, de que estaban perdiendo dinero? Con lo que fuese —añadí, aunque sabía muy bien de qué se trataba.

—Exacto. Se mostraron agresivos, de modo que les arrojé mi jabalina.

—En sentido figurado, ¿no?

—Bueno, les dije que se largaran.

—¿Con palabras ofensivas?

—Sí, creo que pudieron tomárselas a mal.

—¡Por Júpiter! ¿Qué sucedió entonces?

—Durante un tiempo todo continuó en calma. Después, empezaron las irrupciones en las subastas. Por fin, anoche fue el almacén… y yo, por supuesto.

—Tal vez anoche tuviste mucha suerte. Lee el hígado del cordero sacrificado, padre. Si esa gente no recibe satisfacción enseguida, alguien podría salir aún más malparado y, por lo que has dicho antes, parece que esos matones podrían ir por mí.

—Tú eres duro de pelar.

—¡Pero no soy ningún semidiós! Y, a decir verdad, no me gusta la idea de pasarme la vida volviendo la cabeza en busca de tipos corpulentos armados de garrotes con púas que pretendan practicar la caza del conejo por las calles.

—Esa gente no desea derramamientos de sangre.

—¡Gracias por tranquilizarme, pero cuéntale eso a tus costillas magulladas! No me convences. En la bayuca de Flora vi el cadáver de un soldado que quizá se interpuso inadvertidamente en el camino de esa gente. Eso me preocupa…

—A mí también —exclamó mi padre—. Si estás en lo cierto, esa muerte era innecesaria.

—Preferiría que nadie tuviera que decir lo mismo de mí la semana que viene, en torno a mi pira funeraria. Dentro de un momento empezaré a pedirte nombres, pero antes debo hacerte una pregunta crucial, padre. —Observé su aire compungido ante mi tono de voz, como si me acusara de ser insensible. Me obligué a mantener la calma—. Dime sólo una cosa: ¿este problema tuyo tiene algo que ver con mi hermano mayor y su fidias desaparecido?

Gémino recurrió a una expresión de asombro de su variado repertorio.

—¿Cómo te has enterado de eso?

Cerré los ojos.

—Dejémonos de comedias, ¿de acuerdo? ¡Desembucha! —le espeté.

—Es muy sencillo —accedió por fin—. Esa gente que quiere hablar contigo es una pareja. Se llaman Casio Caro y Ummidia Servia. No son muy conocidos entre la plebe, pero en el gremio se consideran personas influyentes. Tienen una mansión con una galería de arte privada, un lugar muy agradable cerca de la Vía Flaminia. Coleccionan esculturas. Festo los había interesado en la adquisición del Poseidón.

—¿Hasta qué punto los había interesado? —inquirí, con voz ya quejumbrosa.

—No podían estarlo más.

—Y a las personas influyentes no les gusta que las estafen, ¿verdad?

—Exacto. Sobre todo si tienen intención de continuar como coleccionistas… lo cual acarrea ciertos riesgos, como bien conoces. La gente desea hacerse una buena reputación y no le gusta que sus errores lleguen al conocimiento público.

—¿De veras los estafó mi hermano? —pregunté.

—Supongo que sí. Desde luego, Caro y Servia esperaban recibir la mercancía. Pero, entonces, Festo perdió el barco y no pudo entregarla.

—¿Seguro que la habían pagado por anticipado?

—Me temo que sí.

Hice una mueca y murmuré:

—Entonces, no hay duda de que fueron estafados… y de que tienen derecho a reclamarnos. ¿Y cuánto, si no es demasiado preguntar, exigen que reúna este par de honrados intermediarios?

—¡Oh…! Medio millón, pongamos… —musitó mi padre.