XI

Cuando se hubo marchado, permanecí sentado donde estaba. Tenía mucho en que pensar. Me hallaba ante el típico caso de difícil solución. En realidad, ante un caso irresoluble, como ya venía siendo normal para mí.

Helena Justina acudió a ver qué estaba haciendo (o cuánto estaba bebiendo). Quizá me había oído discutir con Petronio. En cualquier caso, debía de haber intuido que existía algún problema y que éste podía ser serio. Al principio, trató de convencerme de que me acostara, tirándome del brazo con suavidad, pero al ver que me resistía, renunció bruscamente a sus intentos y tomó asiento a mi lado.

Continué sumido en mis cavilaciones, aunque no por mucho rato. Helena sabía manejarme. No dijo nada; durante unos instantes, se limitó a permanecer junto a mí, sosteniendo mi mano derecha entre las suyas. Su silencio y su calma resultaban reconfortantes. Como de costumbre, me sentí completamente desarmado. Me había propuesto ocultarle la situación, pero muy pronto me oí a mí mismo comentando con abatimiento:

—Será mejor que lo sepas. Soy sospechoso en un caso de asesinato.

—Gracias por contármelo —respondió ella educadamente.

Al momento, apareció mi madre, que debía de estar escondida en algún rincón próximo. Mamá nunca había tenido reparos a la hora espiar las conversaciones ajenas.

—¡Entonces, necesitarás algo para mantener las fuerzas! —exclamó al tiempo que arrimaba una patera de caldo a las brasas de los fogones.

Ninguna de las dos mujeres parecía en absoluto sorprendida, ni indignada, de que se formulara tal acusación contra mí.

¡Bravo por la lealtad!