LV
El caballo de nuestro carromato seguía cojo, de modo que alquilamos un par de literas, descendimos hasta la costa y en Pozzuoli tomamos un barco que nos condujera a casa. Resumiré el episodio en cuatro palabras, aunque la travesía me pareció interminable. Pasé la mayor parte de ella tumbado bajo una vela de cuero. Los únicos momentos en que asomé la cabeza fue cuando me vencía el mareo.
Lo cual sucedió con bastante frecuencia.
Creo que los demás encontraron el tiempo agradable, el aire marino vigorizante y al resto de pasajeros, una encantadora mezcla de tipos raros. Helena y mi padre se conocieron mejor y tuvieron la delicadeza de mantener al falaz escultor y a su desaliñada compañera a buena distancia de mí.
Aunque sabía que se había construido con mis impuestos, nunca una visión me alegró tanto —salvo la de la colosal estatua de Neptuno— como la que tuve del gran faro de Porto, el nuevo complejo de Ostia. Cuando pasamos bajo las rodillas de Neptuno, tuve la certeza de que estábamos en la dársena y a punto de amarrar. Antes de desembarcar, tuvimos que esperar a las operaciones náuticas de costumbre, que tenían prioridad sobre la impaciencia de los pasajeros por poner pie en tierra. Conseguí enviar un mensaje al puesto de aduanas, de modo que el primer rostro que nos recibió cuando por fin bajamos al muelle fue el de Cayo Baebio, mi cuñado.
—¡Podrías habernos ahorrado el encuentro! —me murmuró Gémino entre dientes.
—Si vamos con él espero conseguir un viaje gratis a casa en transporte oficial.
—¡Ah, muy hábil, Marco…! ¡Cayo Baebio! ¡Precisamente el hombre que esperábamos encontrar!
Mi cuñado tenía algo. Algo… o nada, no es preciso decirlo. Era un hombre reservado ante los desconocidos e incluso ante Helena, pues la opinión de un supervisor de aduanas acerca de las mujeres suele ser tradicional, y los diecisiete años que Cayo Baebio había convivido con mi hermana le habían enseñado a mantener la boca cerrada. Respecto de los hombres, Junia tenía la tan obstinada como consabida de las mujeres; para ella, sólo existíamos para que nos llamaran idiotas y para hacernos callar.
Tras dejar a Helena, desolada, guardando el equipaje (lo cual era nuestra idea de para qué servían las mujeres), mi padre y yo cogimos por banda a Cayo en una taberna y nos dispusimos a sonsacarle. Libre de cualquier supervisión femenina, se mostró muy locuaz.
—¡Escuchad, escuchad, he tenido suerte!
—¿Has ganado en las apuestas de las carreras, Cayo? —preguntó mi padre con ironía—. ¡No se lo digas a tu mujer, entonces, o Junia te quitará el dinero de las manos en un abrir y cerrar de ojos!
—¡Por el Olimpo, Marco, tu padre es peor que tú para hurgar en las llagas…! No es eso, Gémino. He encontrado algo de lo que andabas buscando, Marco…
—¿Alguna pista del Hipericón, tal vez?
—No, eso no. Estoy seguro de que la historia del naufragio es cierta.
—¿No lleváis un registro de embarcaciones hundidas? —inquirió mi padre.
—¿Para qué? —Cayo Baebio le dirigió una mirada desdeñosa—. Las algas y los sedimentos no le proporcionan dinero al estado.
—Pues es una lástima —continuó mi padre—. Me gustaría tener constancia de que el Orgullo de Perga se fue a pique realmente…
—Entonces, ¿qué has descubierto, Cayo? —insistí, con toda la paciencia que pude reunir mientras me veía zarandeado entre aquel par de pendencieros.
—¡Festo!
Me embargó un desasosiego enfermizo. Aún no me sentía en condiciones de hablar de aquel tema con ningún otro miembro de la familia. Incluso mi padre enmudeció.
Cayo Baebio se percató de que había perdido el apetito y se lanzó con voracidad sobre mi cuenco.
—¡Habla! ¿Qué hay de Festo? —le apremió Gémino, intentando no transmitir su ansiedad. Sus ojos habían localizado una segunda cuchara, con la que compitió con Cayo Baebio por los restos de mi comida.
—He descubierto… —El jodido Cayo tenía la boca demasiado llena para hablar. Esperamos a que masticara con la laboriosa minuciosidad que caracterizaba su vida. Le habría dado una patada. Me contuve para no tener que soportar sus doloridos reproches si lo atacaba, pero mi contención era precaria. Tras una larga espera, continuó con la misma meticulosidad—: He descubierto la nota de lo que pagó Festo en concepto de tasas al consumo cuando desembarcó.
—¿Cuándo? ¿En su último permiso?
—¡Exacto!
Las cejas de mi padre, que seguían siendo más negras que su abundante cabellera, se arquearon bruscamente. Con una mirada de desprecio, masculló:
—¡Festo regresó en camilla, a bordo de un barco militar de suministros!
—¡Sí, volvió en la litera, pero saltó de ella enseguida! —exclamó Cayo Baebio en un tono que se me antojó ligeramente crítico. Todos los maridos de mis hermanas habían mirado con desconfianza a Festo; la misma desconfianza, en realidad, con la que aún me miraban a mí. Cayo Baebio se sentiría satisfecho si llegaba a descubrir que mi hermano se había arrojado a una muerte heroica para escapar de unos acreedores con malas pulgas… por no hablar del embarazoso detalle, desconocido para mi hermano, de que dichos acreedores eran unos delincuentes estafadores.
Tener que enfrentarme con tan deprimente historia a gente como mi cuñado era la prueba más dura que me aguardaba.
—¿Así que Festo, pese a estar herido, consiguió volver a casa con algo que debía pagar derechos? —Adopté un tono tan pedante como el del propio Cayo; era el único modo de sacar de él algo coherente.
—¡Lo has captado! —exclamó mi cuñado—. ¡No eres tan estúpido!
El tipo era insoportable. Mi padre me rescató antes de que estallara.
—¡Vamos, Cayo! No nos tengas en ascuas. ¿Qué fue lo que importó?
—Balasto. Piedra machacada. —Cayo Baebio se echó hacia atrás en el asiento, complacido de nuestra perplejidad.
—Pocas tasas pagaría por eso… —comenté.
—Cierto, Los derechos a abonar fueron una minucia.
—¡Me suena a que Festo pudo soltarle una cantidad a alguien del puesto de aduanas para que certificase su mercancía como productos sin valor!
—¡Eso es un insulto al cuerpo! —protestó Cayo.
—Pero tiene sentido —replicó mi padre.
Gémino tenía una manera de mostrarse seguro de sí mismo que podía resultar profundamente irritante. Sólo lo soporté porque pensé que mantenía a raya a mi cuñado, quien me resultaba aún más irritante.
—Padre, no podemos ni imaginar qué era lo que traía.
—Al contrario. Creo que lo sabemos.
Supuse que se trataba de una fanfarronada, pero Gémino parecía demasiado tranquilo.
—¡Padre, no alcanzo a seguirte… y Cayo Baebio se ha quedado mil millas atrás!
—Si ese balasto es lo que supongo, tú y yo hemos visto ese material, hijo.
—Supongo que no estamos hablando de una carga de grava especial para los senderos del jardín de algún ricachón, ¿verdad?
—Más grande —dijo Gémino.
Otro misterio que había permanecido largos días en el desván de mis recuerdos encontró el momento adecuado para pasar a primer plano.
—¿Te refieres acaso a esos bloques de piedra que me mostró tío Junio en el almacén de la casa de campo?
—Me parece que sí.
—¿Habéis visto al viejo Junio? ¿Cómo está? —intervino Cayo Baebio, con su acostumbrado sentido del orden de prioridades.
—¿Y bien, qué son esos bloques? —pregunté a mi padre, haciendo caso omiso de la interrupción.
—Tengo algunas ideas.
No iba a decir nada más, de modo que decidí levantar la liebre.
—A mí tampoco me faltan —dije—. Apuesto a que el barco en el que Festo regresó descubrió una imprevista necesidad de hacer escala en Paros, la isla del mármol.
Papa soltó una risilla y asintió.
—Me pregunto cómo convencería nuestro astuto muchacho al capitán para que le hiciera ese favor —dijo.
Cayo Baebio se agitaba como un chiquillo excluido de los secretos de los adultos.
—¿Habláis de Festo? ¿Para qué querría el mármol?
—Para convertirlo en algo, sin duda —repliqué sin pensar.
—Podría ser cualquier cosa —murmuró mi padre, sonriendo para sí—. Copias de estatuas, por ejemplo…
Era exactamente lo que yo pensaba. Festo se habría dicho: «¿Por qué vender un solo fidias de medio millón cuando un escultor como Orontes podría darme cuatrillizos?».
—¡Oh!, eso me recuerda… —balbució el lúcido galán de mi hermana—. El balasto no fue lo único por lo que tuvo que pagar tasas. Casi me olvido de mencionarlo: también hay constancia de una estatua de algún tipo.