VIII
Petronio Longo dio con nosotros aquella misma noche.
Estábamos ya a punto de retirarnos. Mi madre solía acostarse temprano porque, a su edad, necesitaba reponer las fuerzas que emplearía al día siguiente en organizar a la familia concienzudamente. Había esperado levantada a que regresásemos (una de sus costumbres atosigantes que me hacía preferir vivir en otra parte). Después de cenar en casa del senador, había optado por volver a casa, en parte para tranquilizar a mamá pero también porque sabía que, si me quedaba tal como el padre de Helena me había ofrecido (aunque la madre se había mostrado bastante más fría al respecto), el mayordomo de la casa de la puerta Capena nos adjudicaría dormitorios individuales y yo esa noche no estaba de humor para deslizarme secretamente por pasillos extraños tratando de encontrar a mi chica. Le comenté a Helena que ella podía quedarse, si le apetecía.
—Tendrás una almohada más cómoda…
—¡Ésta es la almohada que quiero! —replicó golpeándome en el hombro.
Así pues, regresamos los dos, lo cual hizo muy felices a dos madres; por lo menos, todo lo feliz que le gusta sentirse a una madre.
Cuando vieron aparecer a Petronio en la cocina, también mamá y Helena decidieron esperar para acostarse. Las mujeres se quedaron prendadas de mi amigo. Si lo hubieran conocido tanto como yo, quizá no habrían tenido tan buena opinión de él; aunque, claro está, lo más probable era que me echaran a mí la culpa de los episodios escandalosos de su pasado. Petronio era un hombre al que, por alguna razón, las mujeres perdonaban sus indiscreciones. A mí, por alguna otra razón, no.
Tenía treinta años. Llegó vestido con varias prendas de lana pardas y sin forma —su discreto uniforme de trabajo habitual—, más unas polainas invernales de piel sobre las botas y una capa con capucha, tan voluminosa que debajo de ella podría haber escondido a tres mujeres de moral dudosa junto con su pato mascota. Colgada del cinto llevaba una gruesa porra que le servía para mantener la tranquilidad en las calles, cuya vigilancia llevaba a cabo con mano ligera y razonable, respaldada por una presencia física imponente. Una cinta trenzada en la frente desgreñaba los cabellos lisos, de color castaño, de su voluminosa cabeza. Petronio poseía un carácter tranquilo que, ciertamente, le resultaba muy necesario para desenvolverse entre la codicia y la mugre del estrato inferior de la sociedad romana. Producía el efecto de un hombre firme, duro y competente en su trabajo, y lo era realmente. También era un hombre profundamente sentimental y amante de la familia; en definitiva: un tipo decente de pies a cabeza.
Le dediqué una gran sonrisa.
—¡Ahora sí que estoy seguro de haber vuelto a Roma!
Petronio descendió lentamente su imponente corpachón hasta tomar asiento en un banco. Mostraba un aire entre tímido y avergonzado que atribuí a que llevaba bajo el brazo un ánfora de vino, la credencial que solía presentar cuando acudía a visitarme.
—Pareces agotado —comentó Helena.
—Lo estoy.
Mi amigo nunca hablaba de más. Rompí el sello de cera del ánfora para ahorrarle el esfuerzo y mamá trajo unas copas.
Petronio escanció el vino con descuidada desesperación, hizo una breve pausa para que entrechocáramos las copas y apuró con rapidez el contenido de la suya. Mi amigo tenía la inquietud escrita en el rostro.
—¿Problemas? —inquirí.
—Nada extraordinario. —Mi madre volvió a llenarle la copa y fue por un poco de empanada y unas aceitunas para acompañar el vino. Como ocurría con otros de mis amigos, Petronio era considerado superior a lo que se merecía. Vi que se frotaba la frente con aire abatido—. Un turista que se ha dejado coser a puñaladas por un loco, o por varios, en una habitación alquilada. No puedo decir que el tipo debería haber pasado el pestillo porque, en el tugurio en que se alojaba, las puertas carecen de tales lujos.
—¿Cuál fue el motivo de la agresión? ¿El robo?
—Es posible. —La voz de Petronio sonó tensa.
En invierno, el número de robos entre los forasteros solía descender. Los ladrones profesionales estaban demasiado atareados contando las ganancias obtenidas durante la temporada estival. Llegar a matar a la víctima era algo que sucedía muy rara vez. Un suceso semejante despertaba la atención general y, normalmente, era innecesario; bastaba con el botín obtenido de los idiotas que acudían a ver Roma con los bolsillos rebosantes de dinero para gastar y deambulaban por las inmediaciones de la Vía Sacra como ovejitas lanudas a la espera de ser esquiladas.
—¿Hay alguna pista? —pregunté, tratando de animarlo.
—No estoy seguro. Si las hay, no me gustan. Los tipos lo han dejado todo revuelto. Había sangre por todas partes.
No añadió nada más, como si no soportara seguir hablando del tema.
Helena y mi madre llegaron a una decisión mística. Bostezaron a dúo, dieron unas palmaditas en el hombro a Petronio y, sin prestarme la menor atención, hicieron mutis por el foro.
Petronio y yo tomamos unos tragos más. El ambiente se relajó… o así me lo pareció. Nos conocíamos desde hacía mucho tiempo y habíamos sido íntimos amigos a lo largo de nuestras respectivas carreras militares; éstas habían sido cortas (y cada uno había dado al otro falsas razones para abandonar el ejército), pero la provincia en la que habíamos estado destinados, en una época bastante agitada, era Britania. Un lugar y un tiempo a no olvidar.
—¿Y bien, Falco, cómo ha ido ese famoso viaje a Germania?
Le conté algo, pero me guardé lo mejor; era evidente que su mente no estaba para anécdotas, ¿y qué sentido tenía soportar las penalidades del viaje y las dificultades de tratar con desconocidos, si luego no podía entretener a mis amigos con el relato de mis aventuras?
—La Galia sigue tan miserable como la recordamos.
—Entonces, ¿cuándo has vuelto a Roma?
—Anteayer.
—No te he visto por ahí… ¿Has estado ocupado?
—Nada especial.
—Esta mañana te andaba buscando.
—Lenia me lo dijo.
—¿Dónde te habías metido, pues? —Cuando se lo proponía, Petronio sabía ser terco como una mula.
—¡Ya te lo he dicho, en ningún sitio en especial! —insistí con una alegre risotada—. Mira, condenado curioso, esta conversación empieza a tomar un rumbo extraño. Si fuera un turista de provincias al que hubieses dado el alto en la Vía Ostiana, ya estaría temiendo que me pidieras el documento de ciudadanía so pena de cinco horas en tu calabozo de prevención… ¿A qué jugamos, Petronio?
—Te he preguntado qué has estado haciendo esta mañana.
Yo aún tenía la sonrisa a flor de labios.
—Dicho así —respondí—, suena como si tuviera que tomármelo en serio. ¡Por Júpiter, supongo que no me estarás pidiendo que presente una coartada!
—Respóndeme —insistió Petronio.
—Dando vueltas. ¿Qué iba a hacer, si no? Acabo de volver de un viaje por el extranjero y necesito afirmar mi efervescente presencia en las calles de mi ciudad.
—¿Te ha visto alguien? —inquirió él sin alzar la voz.
Fue en ese instante cuando me di cuenta de que las preguntas iban en serio.
—¿Qué sucede, Petronio? —oí que mi voz se hacía varios tonos más grave.
—Limítate a responder.
—¡De ninguna manera! No pienso colaborar con ningún agente de la ley… con ninguno, Petronio, a menos que me diga por qué me acosa.
—Será mejor que contestes tú primero.
—¡Qué tontería!
—¡De eso, nada! —Petronio se estaba acalorando—. Escucha, Falco, me has puesto entre Escila y Caribdis… ¡y voy a bordo de una barca muy endeble! Estoy tratando de ayudarte y deberías saberlo. ¡Por el Hades!, dime dónde has estado toda la mañana y dame pruebas de ello. Pruebas que satisfagan a Marponio, además de a mí.
Marponio era un juez de asuntos penales cuya jurisdicción abarcaba el Aventino. El tipo era un imbécil entrometido al que Petronio apenas podía soportar (algo bastante habitual entre el funcionariado).
—¡Muy bien! —La impaciencia me hizo hablar con irritación—. ¿Qué te parece esto? Esta noche Helena y yo hemos cenado opíparamente en casa del excelentísimo Camilo. Supongo que la palabra de su señoría será suficiente aval. Ya conoces a Glauco; es de confianza. Estuve en el Foro; vi a mi banquero y a Satoria, por no hablar de Famia y de Cayo Baebio, pero me aseguré de que ellos no me vieran, de modo que no sirven. Aunque es probable que alguno haya advertido cómo me escabullía tras una columna, tratando de evitarlo —añadí con creciente comedimiento, al observar la mirada de aflicción que Petronio me dirigía.
—¿Quién es Satoria? —quiso saber; a los demás los conocía bien.
—No la conoces. Y yo tampoco tengo tratos con ella, desde hace tiempo.
Desde luego que no, ahora que tenía una novia respetable que miraba con recelo mi anterior soltería. Era agradable que alguien se preocupara por uno. Sí, era agradable, aunque a veces las cosas se pusieran tensas.
—¡Ah, ella! —comentó Petronio sin alterarse. A veces, mi amigo me dejaba perplejo. Parecía un tipo dominado por su mujer pero, en ocasiones, producía la impresión de llevar una doble vida.
—¡No te eches faroles, soldado! Tú no tienes ninguna relación con Satoria… Después del Foro, he estado un par de horas en palacio, de modo que incluso Marponio, estoy seguro, aceptará que tengo una buena coartada para esas horas…
—Ahórrate lo de palacio. Ya he comprobado ese punto. —Me quedé asombrado. Aquel insecto furtivo había estado investigando por la ciudad con la misma tenacidad con la que un empleado persigue un aumento de categoría—. Lo que quiero saber es qué hiciste antes.
—No puedo ayudarte. Después del viaje, estaba agotado. Helena y mi madre fueron a adecentar mi piso y me dejaron aquí, en la cama. Estaba dormido, de modo que no hacía nada, pero no me pidas que lo demuestre. Es la clásica excusa inútil… ¡Mira, Petronio, no lo aguanto más! Por la Tríada Capitolina, ¿qué es lo que ronda en esa preocupada cabecita tuya?
Petronio Longo clavó la mirada en la mesa. Comprendí que habíamos llegado al punto crucial. Mi amigo parecía más solitario que una moneda de oro en el bolsillo de un avaro.
—Verás —me informó con voz vacilante—. El cadáver que he tenido que investigar esta mañana era el de un centurión llamado Tito Censorino Macer. Lo mataron en la bayuca de Flora… y cada vez que pregunto si recientemente había tenido un altercado con alguien, todo el mundo me cuenta con pelos y señales que hubo una pelea entre él y tú.