XLII
Aulo Casio Caro y su esposa, Ummidia Servia, vivían en una casa cuya discreción exterior hablaba, por sí misma, de la riqueza de sus propietarios.
Era una de las contadas casonas de gran tamaño construidas por personas privadas después del gran incendio de los tiempos de Nerón; en la guerra civil que siguió a la marcha de éste había conseguido escapar a saqueadores e incendiarios. La casa había sido encargada por una gente que prosperaba en épocas difíciles y que había evitado, de algún modo, ofender a un emperador medio loco cuyos candidatos favoritos para la ejecución habían sido todos aquellos que osaran proclamarse en posesión de buen gusto artístico.
Caro y Servia eran la confirmación de un hecho inverosímil: se podía ser romano y, a la vez, discreto.
En una ciudad donde tantos miles de personas se apiñaban en altos edificios de viviendas, siempre me sorprendía que muchos consiguieran adquirir grandes solares y levantar en ellos grandes mansiones que, muchas veces, pasaban prácticamente inadvertidas para el común de la plebe. Aquella pareja no sólo lo había conseguido, sino que lo había hecho en el estilo romano clásico, con unas paredes lisas que en apariencia la protegían, pero que también producían la impresión de que la casa resultaba formalmente accesible a cualquiera que presentase una razón legítima para entrar.
Tras unas palabras con el portero, mi padre y yo expusimos el asunto que nos llevaba hasta allí, y lo que desde fuera había parecido una casa muy privada nos abrió todas sus salas públicas.
Un esclavo fue a comunicar a los dueños nuestra solicitud de audiencia. Mientras esperábamos la respuesta, se nos permitió deambular libremente por las estancias.
Yo me había puesto una toga, pero el resto de mi indumentaria seguía siendo la misma.
—¡Podrías haberte peinado! —cuchicheó Gémino mientras inspeccionaba la toga; la prenda había pertenecido a Festo, de modo que la encontró adecuada.
—Yo sólo me peino para el emperador, o para alguna mujer muy, muy hermosa.
—Por todos los dioses, ¿cómo te he educado?
—¡No lo hiciste! Pero soy un buen hijo y no voy a congraciarme con unos matones que muelen a patadas a mi padre.
—No causes problemas o no llegaremos a ninguna parte.
—¡Sé comportarme! —mascullé en tono burlón, sugiriendo sutilmente que podría olvidarme de ello.
—¡Nadie que lleve una túnica de color con la toga sabe comportarse! —sentenció Didio Gémino.
Bravo por mi modelito añil.
Pasamos ante una estatua senatorial; presumiblemente, no se trataba de ningún antepasado de nuestros anfitriones, ya que éstos sólo eran de clase media. También en el atrio había un par de bustos bastante fieles de emperadores claudios, con sus facciones juveniles de trazos agradables en comparación con los rasgos ásperos y bastos de Vespasiano, quien gobernaba Roma en aquellos momentos. La primera colección general estaba al aire libre, en el peristilo del jardín que se abría justo detrás del atrio. A aquellas alturas de marzo, el lugar estaba desprovisto de atractivos hortícolas, pero las obras de arte quedaban más destacadas. Había varias hermas —bustos sin brazos sobre estípites—, entre un conjunto bastante afectado de perros y ciervas, cupidos alados, delfines, Pan entre los carrizos y demás. También se encontraba el inevitable Príapo (con todos sus atributos, al contrario que la maltratada criatura del almacén de mi padre), además de un orondo Sileno tumbado de espaldas de cuyo odre de vino manaba el chorro inconstante de una fuente. Todas estas esculturas eran bastante vulgares. Como amante de las plantas, me llamaron más la atención los azafranes orientales y los jacintos que realzaban el jardín.
Mi padre, que ya había visitado la casa en otras ocasiones, me condujo con paso firme a la galería de arte. Fue allí donde empecé a sentir punzadas de envidia.
Habíamos cruzado varias estancias silenciosas y muy limpias, de decoración neutra. Estas salas contenían un mobiliario escaso en cantidad, pero de extraordinaria calidad, complementado con un par de bronces de pequeño tamaño y excelente factura, expuestos sobre peanas. La entrada a la galería estaba guardada no por una, sino por un par de criaturas marinas gigantescas, cada una de las cuales llevaba varias Nereidas sobre sus anillos serpenteantes, en medio de olas encrespadas.
Pasamos entre las ninfas marinas y cruzamos un portalón majestuoso. El contramarco de alabastro de la puerta tenía la altura del techo de las habitaciones de mi casa, con unas enormes hojas dobles de alguna madera exótica tachonada de motivos en bronce. Las puertas estaban abiertas de par en par, probablemente de forma permanente ya que sería necesaria una docena de esclavos, por lo menos, para cerrarlas.
En el interior de la galería, nos quedamos mudos de asombro ante una estatua del Gálata Moribundo de tamaño doble del natural, tallada en magnífico pórfiro veteado de rojo. Todas las casas deberían tener un monumento semejante… y una escalera para encaramarse a limpiarle el polvo.
Tras esa obra impresionante se encontraba su galería de griegos famosos.
El conjunto presentaba pocas sorpresas, pero los propietarios de la casa tenían un especial interés en agrupar una serie de bustos: Hornero, Eurípides, Sófocles, Demóstenes, un Pericles de hermosa barba y Solón, el legislador. Detrás de ellos se apilaban vanas bailarinas anónimas y un Alejandro a escala natural, con una expresión de noble tristeza pero dotado de una buena mata de pelo que habría alegrado el ánimo del gran soberano. La pareja de coleccionistas mostraba una marcada preferencia por el mármol, pero poseía también algunos bronces excelentes: había portadores de espadas y de lanzas, atletas, luchadores y aurigas. Volviendo a la clásica piedra blanca de Paros, encontramos un Eros alado y sombrío, en visible conflicto con alguna dama que lo había corrido a puntapiés, frente a un Dioniso pálido y aún más abstraído en la contemplación del eterno racimo de uva. El dios del vino tenía un aspecto juvenil y hermoso pero, a juzgar por su expresión, ya se había dado cuenta de que si continuaba por aquel camino su hígado lo iba a pagar caro.
Después llegamos a un desordenado montón de piezas verdaderamente deliciosas. La Fortuna y la Abundancia; la Victoria y la Virtud. Un Minotauro sobre un pedestal y un arcón lleno de miniaturas. También había unas refinadas Gracias, unas Musas de porte sereno y un grupo colosal de Ménades pasándolo estupendamente con el rey Penteo. Incluso yo reconocí de inmediato la siguiente escultura, una réplica más que decente de una de las Cariátides del Erecteion de Atenas. Seguro que, de haber tenido espacio suficiente, Caro y Servia habrían importado el Partenón entero.
Los dioses del Olimpo, como correspondía a su condición, dominaban toda aquella exposición desde una estancia perfectamente iluminada. Allí entronizados se hallaban Júpiter, Juno y Minerva, la tradicional tríada romana, junto con una formidable Atenea tallada parcialmente en marfil, con un estanque para mantenerla húmeda. Advertí con pesar que no había ningún señor de los océanos… aunque cabía la remota esperanza de que su estatua se hallara en algún taller para proceder a su limpieza a fondo.
Todas aquellas piezas eran asombrosas. No tuvimos tiempo para comprobar cuántas de ellas eran originales, pero las copias que pudiera haber eran tan buenas que también debían de alcanzar una cotización respetable.
Normalmente, sólo soy capaz de mantener cierta actitud de respeto durante algún tiempo antes de que se adueñe de mí una necesidad incontenible de aligerar la atmósfera, de modo que dije:
—Como diría mamá, me alegro de que sea otro quien tenga que pasar la esponja por todo esto cada mañana.
—¡Chitón! ¡Muestra un poco de refinamiento!
Aquél era uno de mis muchos desacuerdos con mi padre. En temas de política, Gémino era un observador perspicaz y tan cínico como yo. En cambio, en el campo de la cultura, se convertía en un verdadero esnob. A mi modo de ver, después de cuarenta años vendiendo antigüedades a idiotas, mi padre debería ser más juicioso en su valoración de los coleccionistas de arte.
Nos disponíamos a abandonar la galería de los dioses olímpicos cuando los propietarios de la casa consideraron que era el momento de presentarse. Probablemente, daban por seguro que, a aquellas alturas, estaríamos boquiabiertos de asombro. Yo, por principio, intenté parecer demasiado etéreo para haber calculado el valor de su colección de arte, pero no engañé a nadie. Una de las razones de que los dueños permitieran deambular por las estancias a los visitantes era impresionarlos con el coste exorbitante de lo que acababan de admirar.
La pareja entró junta. Yo ya sabía, por mi padre, que me disponía a conocer a un matrimonio en el que el buen gusto del hombre y el dinero de la mujer habían establecido un vínculo próspero y prolongado. Él llevaría la voz cantante, pero la presencia de la mujer ejercería su influencia en todo momento. Caro y Servia formaban una pareja firmemente unida. Unida por un interés incontenible por acumular cosas. Gémino y yo habíamos acudido a una casa en la que el ansia de poseer impregnaba el aire con la fuerza de una enfermedad.
Casio Caro era un tipo delgado y de aire pesaroso, con el cabello oscuro y rizado. De unos cuarenta y cinco años de edad, tenía las mejillas chupadas y los párpados hinchados, con bolsas bajo los ojos. Daba la impresión de haberse olvidado de afeitarse últimamente (sin duda, por estar demasiado extasiado en la contemplación de sus desnudos monumentales). Ummidia Servia, una mujer regordeta y pálida quizá diez años más joven que su marido, daba la impresión de tener un carácter muy irritable. Tal vez estaba harta de besar la áspera barba de Caro.
Los dos vestían túnicas blancas con profusión de ceremoniosos pliegues.
El hombre llevaba un par de voluminosos sellos en los dedos y la mujer se adornaba con filigrana de oro, pero ninguno de los dos hacía excesiva ostentación de alhajas. Su indumentaria, incómodamente señorial, estaba destinada a presentarlos como dignos custodios de aquellas obras de arte. Los adornos personales, en cambio, sobraban.
La pareja conocía a mi padre.
—Os presento a mi hijo —dijo Gémino, provocando un instante de gélido silencio mientras nuestros anfitriones caían en la cuenta de que no se refería al afamado Festo.
Los dos me saludaron con un gesto perturbadoramente flácido.
—Estábamos admirando vuestra colección. —A mi padre le encantaba babear.
—¿Qué te ha parecido? —me preguntó Caro. Probablemente, había percibido más reserva por mi parte. Era como el gato que salta directamente al regazo del único visitante que tiene alergia al pelo.
—Jamás he visto piezas de mejor calidad —respondí en mi papel de respetuoso hijo del subastador.
—Entonces, admirarás nuestra Afrodita. —Su voz pausada, ligera y algo pedante convirtió la frase, prácticamente, en una orden. Caro nos condujo hasta el lugar donde se podía contemplar aquella maravilla, que era el punto culminante de la colección y que guardaban en el jardín de otro atrio distinto del anterior—. Hicimos instalar el agua ex profeso.
Otra Afrodita. Primero, aquella versión especial del pintor; ahora, una figurilla femenina aún más sugerente. Estaba convirtiéndome en un experto.
La estatua de Caro era un mármol helenista cuya sensualidad cortaba el aliento. Aquella diosa era casi demasiado indecente para ser expuesta en un templo. Allí, se alzaba en medio de un estanque circular, medio desnuda, con la cabeza vuelta hacia atrás por encima de su hombro bien torneado como para admirar el reflejo de su exquisito trasero. La luz de las aguas tranquilas la envolvía provocando un maravilloso contraste entre su desnudez y los rígidos pliegues del quitón del que se había despojado a medias.
—Muy bonita —dijo mi padre. La Afrodita pareció aún más satisfecha.
Caro me consultó.
—Una auténtica hermosura —asentí—. ¿No es una copia de esa impresionante Venus del gran lago de la Casa Dorada de Nerón?
—Sí, en efecto. ¡Nerón creía tener el original! —Caro dijo «creía» con un asomo de malicioso desdén, y sonrió al tiempo que volvía la mirada a su esposa. Servia sonrió, también. Llegué a la conclusión de que Nerón andaba equivocado.
Haber engañado a otro coleccionista les producía más placer que el hecho de poseer aquella pieza incomparable.
Mala noticia, pues también se lo produciría tomarnos el pelo a nosotros.
Era hora de abordar el asunto que nos había llevado allí. Mi padre se alejó por el sendero del jardín, llevándose con él a Caro, mientras yo charlaba con Servia sobre nada en concreto. Gémino y yo lo habíamos preparado así. Cuando dos miembros de la familia Didia acuden juntos a visitar a alguien, siempre lo hacen con algún plan establecido (normalmente, una interminable disputa sobre la hora en que vamos a dejar la casa a la que ni siquiera hemos llegado todavía). En esta ocasión, mi padre había sugerido que cada cual probara sus propias mañas con nuestros anfitriones para luego adoptar la táctica que pareciese más prometedora. En cualquier caso, esa primera combinación no resultaba. Mi charla con la mujer no llevaba a ninguna parte; era como mullir un cojín que había perdido la mitad de las plumas. También observé que mi padre enrojecía mientras conversaba con Caro.
Al cabo de un rato, Gémino llegó de nuevo con su anfitrión tras haber dado la vuelta completa al camino circular y, cambiando hábilmente de pareja, exhibió lo que quedaba de su famoso atractivo varonil ante la mujer de la casa mientras yo atacaba a su larguirucho marido. Vi a mi padre rezumar caballerosidad masculina sobre Servia mientras ésta avanzaba a su lado con andares de pato. La mujer apenas parecía percatarse de sus esfuerzos, lo cual me hizo sonreír.
Caro y yo nos dirigimos a unos bancos de piedra, desde los cuales admiramos el orgullo de su colección.
—¿Y bien, qué sabes tú de mármoles, muchacho? —Me hablaba como si tuviera dieciocho años y nunca hubiese visto una diosa semidesnuda.
Yo disfrutaba de la contemplación de una desnudez femenina más perfecta que cualquiera de las que él poseía en su galería, y la mía estaba viva; sin embargo, no soy un bárbaro jactancioso sino un hombre de mundo, de modo que me abstuve de replicar.
En nuestro mensaje de introducción, mi padre me había presentado como socio menor de la casa de subastas, así es que resolví hacerme el torpe y apunté:
—Sé que el mayor mercado es el de las copias. Hoy en día no podemos negociar originales aunque los ofrezcamos en lotes de a cinco y regalemos un juego de sartenes de pescado con cada uno.
Caro lanzó una carcajada, porque sabía que no me estaba refiriendo a algo tan importante como un fidias original. Eso podía negociarlo cualquiera. Probablemente, alguien lo había hecho ya.
Mi padre tardó menos que yo, incluso, en desistir de sus intentos de embelesar a Servia; muy pronto, los dos se unieron a nosotros. Aquellos prolegómenos habían establecido las reglas. Nadie estaba dispuesto a dejarse engatusar. No resultaría fácil que nos liberaran de nuestra deuda. De repente, mi padre y yo estábamos sentados uno al lado del otro, esperando a que nuestros radiantes anfitriones nos apretaran las tuercas.
—En fin, ése es un buen símbolo de la vida moderna —continué diciendo—. ¡Sólo cuenta el fraude!
A aquellas alturas era consciente de que, al hurgar en el pasado de Festo, estaba destinado a destapar alguno más.
—Una falsificación decente no tiene nada de malo —opinó Gémino. Parecía tranquilo, pero yo sabía que se sentía fatal—. Algunas de las mejores reproducciones actuales se convertirán en antigüedades cotizadas por derecho propio.
Lancé una sonrisa desesperada y dije:
—¡Tomaré debida nota de invertir en un buen praxíteles romano, si algún día tengo el dinero y el lugar donde guardarlo! —Como insinuación de la pobreza de nuestra familia, aquello no sirvió para impresionar a nuestros acreedores.
—¡Lo que buscas es un lisipo! —me aconsejó Gémino al tiempo que se llevaba la yema del índice a la punta de la nariz.
—Sí, me he fijado en ese excelente Alejandro de la galería. —Me volví hacia nuestros anfitriones con aire confidencial—. Siempre se puede reconocer a un subastador. Además de su mirada estrábica de tanto aceptar pujas de las paredes (inventándose licitadores inexistentes, me refiero), el subastador es ese tipo cuya nariz repulsiva, después de años de ofrecer a los coleccionistas sus dudosos consejos de inversión, se dobla como una zanahoria vieja al golpear contra una piedra… —Aquello no nos llevaba a ninguna parte. Decidí dejarme de rodeos y dije—: Padre, Caro y Servia saben muy bien en qué desean invertir. Quieren un Poseidón, y quieren que sea una obra de Fidias.
Casio Caro me estudió fríamente con su habitual minuciosidad melindrosa, pero fue Servia, la que financiaba las adquisiciones, quien alisó los gruesos pliegues de su manto blanco y respondió:
—¡Oh, no tenemos que hacer más inversiones en eso! ¡La pieza de la que hablas ya nos pertenece!