XXIII

La Saepta Julia, el gran recinto cerrado en el que se llevaban a cabo las votaciones, había sido remodelada por el enérgico Marco Agripa, general y yerno de Augusto. Consciente de que nunca podría aspirar a ser emperador, había dejado su impronta de la mejor manera posible: patrocinando como nadie la construcción de los edificios más grandes y más llenos de innovaciones y magnificencia. Agripa tenía buen ojo para escoger los mejores puntos a ensalzar. Gran parte del Campo de Marte moderno se debía a él.

Agripa había transformado la Saepta, en otro tiempo poco más que un enorme redil de ovejas, en una de las joyas de su complejo monumental. Después de la remodelación, el recinto rivalizaba arquitectónicamente con el Panteón y con las grandes termas de Agripa (famosas por ser de libre acceso al público), que se extendían majestuosamente a su lado. El espacio que abarcaba la Saepta era lo bastante amplio para ser usado en combates de gladiadores, y en tiempos de Nerón incluso había sido inundado para juegos de batallas navales, aunque esto último no había sido del agrado de la gente que trabajaba allí normalmente. Los comerciantes no ven con buenos ojos tener que cerrar sus locales para dejar sitio a una flota de trirremes de broma. Las paredes que cerraban el recinto, de dos pisos de altura, acogían una gran variedad de tiendas, en particular de orfebres y fundidores de bronce, además de otra gente relacionada con la profesión de mi padre, quien durante años había estado ganando una fortuna gracias al comercio con obras de arte y antigüedades de segunda mano.

Debido a su relación con la política, la Saepta Julia tenía otro aspecto interesante. Me habría resultado útil tener un despacho en el recinto, pues era allí donde la gente acudía en busca de los de mi oficio. La principal razón de que me mantuviese alejado de la zona, a pesar de que tradicionalmente era el lugar en el que rondaban los informantes desocupados, era la presencia de mi padre.

Cuando hablo de informantes, me refiero a esos que dieron mala fama al oficio, a esas sabandijas que tuvieron su momento culminante bajo Nerón, cuando acechaban tras las columnas de los templos para escuchar comentarios incautos de los hombres piadosos e incluso utilizaban conversaciones mantenidas en cenas privadas para traicionar a sus anfitriones al día siguiente. A esos parásitos políticos que tenían sumido en el miedo al Senado entero, antes de que Vespasiano depurase la vida pública. A esos bichos viscosos que habían proporcionado poder a sórdidas favoritas del emperador y habían engrasado los celos de madres y esposas imperiales. A esos chismosos cuya mercancía era el escándalo. A esos desgraciados cuyo juramento ante el tribunal podía comprarse por un colgante de esmeralda.

Desde el inicio de mi actividad, había llegado a la conclusión de que a nadie que acudiera a la Saepta en busca de un informante podía interesarle alguien como yo.

Debido a eso, perdí muchos posibles encargos.

Los locales en la Saepta Julia estaban muy solicitados; mi padre había conseguido hacerse con dos. Al igual que Festo, sabía cómo se hacían las cosas. Supongo que tener dinero ayudaba a ello, pero también debía de entrar en juego la reputación personal. Mientras que algunos comerciantes pugnaban por hacerse con un local que apenas era un nicho en la pared, Gémino había seleccionado una selecta estancia en el piso superior, desde la cual podía asomarse al balcón y contemplar todo el recinto, junto con un gran almacén en la planta baja, perfectamente adecuado para guardar los objetos más pesados o voluminosos. Su despacho, siempre amueblado con elegancia, estaba contiguo al Dolabrio, donde se contaban los votos, que era un lugar lleno de vida durante las elecciones y agradablemente tranquilo el resto del tiempo.

Empezamos por la planta baja, en la zona principal de exposición de objetos. Después de los habituales intentos de colarme bastidores con tres patas y la madera carcomida y divanes mal acolchados con sospechosas manchas que hacían suponer que allí había yacido un enfermo, convencí a mi padre de que, si quería que perpetuase el apellido familiar, debía hacerlo sobre una cama decente. Finalmente, me encontró una. Yo me negué en redondo a pagar lo que me pedía por ella, de modo que, antes que perder la posibilidad de compartir un nieto con el ilustre Camilo, Gémino decidió bajar el precio a la mitad.

—Y añade el colchón en el precio, ¿de acuerdo? Helena no puede dormir directamente sobre las correas, ¿no crees?

—Me gustaría saber de dónde has sacado esa cara dura.

—Del mismo lugar donde aprendí a no llorar demasiado cuando los subastadores empiezan a fingir que están al borde de la quiebra.

Gémino refunfuñó, regateando todavía con mi adquisición.

—Esta es muy sencilla, Marco… —La cama tenía una armazón de haya sin ornamentos, con los cantos angulosos. Me gustó el simple adorno de conchas que realzaba el cabezal. El mero hecho de que tuviera cuatro patas sería todo un lujo en mi casa—. Aunque no estoy muy seguro, ya que ha sido pensada para ser encajada en un hueco de pared —se lamentó Gémino con inquietud.

—No quiero patas de plata ni concha de tortuga. ¿Para qué despertar el interés de los ladrones? ¿Cuándo puedes enviarla?

Gémino me miró, ofendido.

—Ya conoces el sistema —respondió—. Pago en metálico y transporte por cuenta del comprador.

—¡Al carajo con el sistema! Llévalo a mi casa lo antes posible y te pagaré cuando aparezcas. Sigo en la plaza de la Fuente.

—¡Ese estercolero! ¿Por qué no consigues un trabajo decente y empiezas a pagar tus deudas? Me gustaría ver que instalas a esa chica tuya en una buena casa con atrio…

—Helena puede pasarse sin pasillos de mármol y banquetas para los invitados.

—¡Lo dudo! —replicó. Para ser sincero, lo mismo opinaba yo.

—Helena busca a un hombre de carácter, no bibliotecas y un cuarto de aseo privado.

—¡Oh, eso ya lo ha encontrado! —se mofó Gémino—. Está bien, haré llevar la cama a ese nido de pulgas en que vives, pero no esperes que se repita el favor. No lo hago por ti… Helena también compró algo y me proponía mandar una carreta colina arriba, de todos modos.

Me produjo una sensación extraña oír a mi padre, a quien apenas podía soportar, hablando de Helena Justina con semejante familiaridad. Ni siquiera los había presentado formalmente… aunque tal cosa no había impedido que Gémino se presentase por propia iniciativa, a mis espaldas, y se creyera al instante con derechos paternales.

—¿Qué fue lo que compró? —inquirí con un gruñido.

Gémino me había pillado. Le habría borrado la sonrisa de los labios si hubiese tenido una escoba a mano.

—La muchacha tiene buen gusto —comentó—. Te derrotó en la subasta…

Me fastidiaba demostrar tanto interés, pero acababa de caer en la cuenta.

—¡La mesilla trípode! ¿Cuánto le has sacado por ella? Se echó a reír con un gorjeo irritante.

Los mozos de cuerda estaban guardando en el almacén los objetos invendidos en la interrumpida subasta. Mientras acarreaban los paneles murales rescatados, comenté:

—Quien compre la casa de la que han sido extraídos esos murales tendrá que reparar los desperfectos. Podrías enviar a Mico para que ofrezca sus servicios al nuevo propietario.

—¡Pobre hombre! El propietario, quiero decir. Está bien, le daré la dirección a Mico.

—Con un poco de suerte, los nuevos dueños no habrán oído hablar de él. De todos modos, su torpeza podría disimularse antes de que nadie se dé cuenta. Las paredes enyesadas necesitarán unas manos de pintura —dije en tono meditativo, tratando de sonsacar información sin que él lo advirtiera—. Seguro que ya estabas pensando en obtener una comisión por sugerir a algún pintor muralista, ¿me equivoco? —Mi padre no picó en el anzuelo. Al igual que Festo, sabía ser muy discreto cuando de asuntos comerciales se trataba. Lo intenté otra vez—: Supongo que conoces a todos los artistas mercenarios…

Esta vez apareció en sus ojos el centelleo que un día había atraído a las mujeres. Ahora, el brillo era seco, sombrío y lleno de escepticismo. Gémino sabía que yo estaba hurgando en algo concreto.

—Primero, la cama; ahora, la restauración. ¿Acaso te propones adornar como un palacio ese cuchitril de mala muerte donde vives? ¡Ten cuidado, Marco! Me repugna ver una ornamentación inadecuada en…

—¡Sólo unas cuantas falsas perspectivas! —insistí, bromeando débilmente—. Un paisaje con sátiros para el dormitorio y una serie de naturalezas muertas en la cocina. Bodegones de faisanes muertos y fruteros… Nada demasiado recargado. —Así no iba a ninguna parte. Tenía que ser más directo—. Helena te habrá comentado el asunto. Quiero encontrar la pista de un grupo de pintamonas que en cierta ocasión acompañaba a Festo en una taberna barata de la parte baja del Celio. Un tugurio llamado La Virgen.

—Sí, algo me contó —se limitó a responder, como quien se niega a revelar a un chiquillo qué regalo va a recibir por las Saturnales.

—¿Y bien? ¿Los conoces?

—No se a quién te refieres. Y ningún juez —añadió— puede condenar a un hombre por no estar al corriente de la identidad de los amigos de su hijo.

Pasé por alto la ironía. Con voz encolerizada, proseguí:

—Y supongo que también vas a decirme que no sabes nada del asunto que Festo llevaba entre manos cuando lo mataron…

—Exacto —asintió Gémino sin cambiar el tono de voz—. Eso es precisamente lo que voy a decirte.

—Ahora no estás hablando con Censorino —le recordé.

—Claro que no. Hablo contigo. —Esta clase de conversación sólo se produce entre parientes—. ¡Es perder el tiempo! —refunfuñó; después, se desperezó bruscamente—. ¡Muy típico de ti montar en la mula del revés y quedarse mirando cómo se espanta las moscas con la cola! Pensaba que llegaríamos al asunto del soldado hace media hora, pero tenías que seguir andándote por las ramas y fingiendo haber olvidado lo que te han mandado que averigües… ¡Porque sé que te han mandado! —insistió en tono burlón cuando inicié una protesta. Gémino sabía que no habría acudido a verlo por propia voluntad—. Si tenemos que recriminarnos viejas miserias, empecemos por el principio… ¡y hagámoslo como es debido: compartiendo unas copas!

Llegados a este punto, me asió por el codo como si hubiese tocado un tema delicado con demasiada despreocupación y me condujo desde la fachada abierta del almacén hasta el discreto refugio de su despacho del piso superior.

Me sentí como si estuviera a punto de venderme un calentador de vino de falsa plata, con una pata que se caía continuamente.