XXII
El gentío aumentaba con la llegada de más gente: hombres comunes y corrientes vestidos con túnicas y capas comunes y corrientes, que accedían al lugar en parejas o tríos.
Gémino había pasado a ofrecer las lámparas.
—El primer lote de esta sección es una pieza importante, caballeros… —Mi padre no era experto en lámparas; lo que atraía más su atención eran las piezas grandes de alfarería y los trabajos de carpintería, de modo que abrió la puja con más prisas de las que el objeto merecía—. Un lampadario de plata, con forma de columna corintia, refinados detalles arquitectónicos y cuatro brazos. Le falta la cadenilla de una lámpara, pero un orfebre competente puede reponerla con facilidad. Un objeto de extraordinaria belleza… ¿Quién abre con mil?
Las posturas se sucedían lentamente. El invierno es una mala época para las ventas. El tiempo desapacible daba un aire deslustrado a todo, incluso a los detalles arquitectónicos más refinados. Si a alguien le importan de verdad sus herederos, debería morirse cuando hace calor.
A un paso de mí, un cliente —uno de los hombres con capa común y corriente— cogió de una cesta un cubrecama de color morado, del que colgaba un pedazo de orla descosido. El hombre tiró de él con un gesto despectivo, suficientemente elocuente, pero luego se volvió hacia su compañero con una risotada y desgarró unos palmos más de orla.
Uno de los mozos de cuerda se apresuró a acudir y reclamó el objeto. La mayoría de los presentes no advirtió nada, pero observé con inquietud que dos de los tipos corpulentos se acercaban al lugar.
—Ahora, un lote encantador —anunció Gémino mientras tanto—. Un par de candelabros en forma de árbol, uno con una marta cebellina subiendo por el tronco para capturar un pájaro posado en las ramas…
A mi izquierda, alguien golpeó el codo de un ayudante que transportaba una bandeja de tarros de condimentos. Las jarritas marrones cayeron en todas direcciones derramando su viscoso contenido, como resultado de lo cual las sandalias se adhirieron al suelo. Cuando la gente intentó apartarse, descubrió que tenía los pies soldados a la tierra por una capa de pescado en escabeche.
—La otra columna tiene un gato doméstico a punto de saltar…
Fue un mozo de cuerda el que saltó como un resorte, justo a tiempo de estabilizar una pila de cajas de guardar rollos manuscritos, cilíndricas y elaboradas en plata, que estaba a punto de desmoronarse.
A mi alrededor, el ambiente se estaba alterando. En un abrir y cerrar de ojos, y sin razón aparente, los ánimos se encresparon. Observé al más anciano de los ayudantes recuperar un gran jarrón dorado de metal del centro del gran velador de cidro, arrojarlo al interior de un baúl y cerrar la tapa como medida de seguridad. Por encima de las cabezas de la multitud, vi blandir una lámpara columnaria de tal modo que fue a dar contra las demás, que aguardaban a ser vendidas, derribándolas como pinos bajo un huracán. Dos compradores habituales, al darse cuenta de lo que estaba sucediendo, retrocedieron intentando escabullirse y cayeron accidentalmente entre unas cestas de aperos de cocina. Se alzaron voces de alarma entre la muchedumbre cuando los inocentes espectadores se vieron zarandeados. Muchos objetos delicados recibieron un trato por demás brusco. Mucha gente sensata recibió codazos en partes delicadas.
La multitud se había dispersado rápidamente en las inmediaciones de la tarima elevada del subastador mientras seguía el tumulto por todo el recinto. Las piezas de alfarería eran hechas añicos y los bronces sueltos rodaban entre los pies. Uno de los matones corpulentos tenía agarrado a otro hombre, con peligrosas consecuencias para Gémino; en la lucha cuerpo a cuerpo, los dos individuos cayeron violentamente contra la tarima, que crujió y se hundió. Oí a Gémino lanzar un aviso que se convirtió en protesta. Tras cuarenta años de cantar posturas, su grito cortó el aire con un sonido que rompía los tímpanos; después, su figura desapareció entre un revoltijo de tablones y palos.
Los mozos de cuerda estaban haciendo lo que tenían previsto en caso de tumulto: arrojarse sobre el material en venta —las mejores piezas, primero— y ponerlo a salvo en los carros y fardos en que los habían traído al Pórtico. Cuando Gornia, su capataz, pasó junto a mí apresuradamente, recogiendo objetos de valor, me lanzó un graznido:
—¡Muestra un poco de piedad filial, Marco! ¡Échanos una jodida mano!
La piedad filial no era mi punto fuerte, pero estaba dispuesto a participar en una pelea. Busqué a mi alrededor algo que pudiera utilizar. Agarré un poste de cortina; todavía tenía la tela montada, de modo que enrollé ésta rápidamente antes de hacer girar la contundente asta para abrirme paso. Con esto, llamé la atención sobre mí. Cuando dos de los matones con los casquetes de cuero corrieron hacia donde me encontraba, hice girar el poste a la altura de sus rodillas y segué su avance como si de espigas de trigo se tratara.
De pronto, mi padre asomó entre los restos del estrado, agarrado a la caja del dinero de la subasta y con el rostro alarmantemente congestionado.
—¡A ellos, no! ¡A ellos, no! —le oí gritar. No le hice caso (la típica respuesta filial)—. Ve por los otros, idiota…
Los matones a los que había atacado debían de ser guardaespaldas pagados por Gémino. Mi padre tenía que estar desesperado para haber contratado protección.
Lo así por el brazo y lo ayudé a incorporarse mientras él seguía abroncándome.
—Tranquilo, padre. A tus matones no les pasa nada. Bueno, casi nada…
Su grito de frustración quedó cortado cuando uno de los espectadores presuntamente inocentes lo embistió con una alfombra enrollada a guisa de ariete. Aún jadeante por su caída anterior, Gémino no pudo resistir el golpe.
Uno de los guardaespaldas atrapó al «cliente» que acababa de derribar a su patrón y, agarrándolo por la cintura, lo hizo girar en torno a él, con alfombra incluida, hasta golpear de costado con ella a otro alborotador. En un esfuerzo por realinear mis lealtades, descargué el poste de cortina sobre el segundo tipo y lo mandé nuevamente al suelo. Con ello quedó abierto el paso para que mi padre escapara con la caja del dinero (su principal prioridad), mientras yo me plantaba en medio de otro tumulto. Alguien sostenía en el aire, cogiéndolo por uno de los extremos en forma de esfinges, un diván de lectura y amenazaba con arrojarlo contra un grupo de espectadores. Logré arremeter contra él al tiempo que otro de los alborotadores se me echaba encima. El extremo de mi improvisado garrote repelió a este último, aunque con el impacto perdí el arma. El diván cayó al suelo, dejando a una de las esfinges con un ala rota y a varios hombres con los dedos de los pies terriblemente aplastados. Alguien me atacó por la espalda; me volví en redondo y, cargando con el hombro, derribé a mi asaltante y lo puse de espaldas sobre la mesa de cidro. A continuación, lo agarré por la panza y con un furioso empujón lo mandé resbalando hasta el otro extremo de la pulimentada superficie de madera. El adorno metálico de su cinturón abrió en ésta un surco blanco. Escogiendo el momento más inoportuno para reaparecer, Gémino lanzó un alarido de angustia. Habría preferido ver matar a diez hombres que ser testigo de lo que acababa de ocurrirle a aquel excelente mueble.
Los matones de mi padre no eran muy despiertos: todavía me consideraban parte del grupo de reventadores y tuve que defenderme de ellos, aunque intenté acordarme de no golpearles muy fuerte para que la indemnización que le reclamaran a Gémino no fuese excesiva. De todos modos, si le cobraban por golpe recibido, tendría que rascarse a fondo el bolsillo.
No era momento para remilgos. Arrojé una mano de mortero de piedra al cuello de un tipo; no acerté, pero el impresionante estrépito que levantó al estrellarse contra el suelo dejó paralizado al individuo. Conseguí cerrar la pesada tapa de una caja sobre el brazo de otro y el hombre lanzó un alarido de dolor. Vi a mi padre golpeando a alguien contra una columna como si se propusiera demoler todo el Pórtico. A aquellas alturas, los mozos de cuerda se habían cansado de proteger las piezas de valor y se lanzaban a la pelea dispuestos a romper dientes. Aquellos vejetes eran más duros de lo que parecía. Pronto, sus nervudos brazos golpeaban a diestro y siniestro y sus cabezas calvas embestían contra todo aquello que se movía. Los guardaespaldas contratados habían comprendido por fin que yo era de la familia y se agruparon en torno a mí. Los reventadores decidieron que había llegado el momento de largarse.
—¿Vamos tras ellos? —le grité a Gornia.
El bigotudo capataz negó con la cabeza.
Una mata de rizos canosos asomó de nuevo cuando mi padre se decidió a reaparecer entre los restos de los objetos en venta.
—Esto no va a animar a los compradores. Me parece que podemos dar por concluido el día.
—¡Una decisión muy sensata! —respondí, ocupado en volver a armar una silla plegable que había sido desplegada de manera un tanto drástica—. Se me ocurre que alguien ha querido fastidiarte la subasta.
Cuando hube montado la silla, tomé asiento en ella como un rey persa inspeccionando un campo de batalla.
Gémino había pasado un brazo consolador alrededor de los hombros de uno de los guardaespaldas; el hombre se cubría un ojo con la mano, pues en algún momento de la pelea yo le había propinado un golpe especialmente certero. Varios de sus compañeros tenían contusiones que al día siguiente serían muy visibles. Yo también estaba lleno de cardenales, por cierto. Los matones me dirigieron unas miradas que esperaba fuesen de admiración; empezaba a sentirme desprotegido.
—Vaya grandullones. ¿Les pagas según la estatura?
—¡Muy propio de ti, atacar a los que contrato para que me defiendan! —gruñó Gémino a través de un labio partido.
—¿Cómo iba a saber que tenías tu propia cohorte? Pensé que sólo contabas con tus viejos ayudantes. ¡Si hubiera sabido que pagabas a estos chapuceros para que se magullaran los nudillos por ti, me habría mantenido al margen!
Con un acceso de tos a consecuencia del ejercicio, Gémino se dejó caer sobre uno de los divanes invendidos. Se le notaban los años.
—¡Por Júpiter, podría pasarme sin todo esto!
Guardé silencio durante un rato. Mi respiración ya se había normalizado, pero los pensamientos aún se sucedían vertiginosamente en mi cabeza. Alrededor de nosotros los matones hicieron un tímido asomo de ayudar a los mozos de cuerda a poner orden, mientras los vejetes se afanaban en ello con su habitual celo impasible. Si acaso, la pelea había reavivado su ánimo.
Mi padre dejó que se ocuparan de todo con una actitud que me llevó a pensar que no era la primera vez que algo parecido sucedía. Lo miré y él rehuyó significativamente mi interés. Gémino era un hombre recio, más bajo y más ancho de como siempre lo recordaba, con unas facciones que podían resultar atractivas y un carácter que algunos catalogarían de agradable. A mí me producía irritación, pero yo había sido educado por unos maestros que proclamaban que los padres romanos eran severos, sabios y verdaderos ejemplos de ética humana. Esta noble filosofía no tomaba en cuenta a aquellos otros que bebían, jugaban e iban con mujeres… y mucho menos al mío, que a veces hacía todas aquellas cosas y no parecía haber leído jamás a los elegantes gramáticos que aseguraban que un muchacho romano podía esperar de su padre que pasara todo el día elaborando nobles pensamientos y haciendo sacrificios a los dioses familiares. En lugar de llevarme a la Basílica Julia y explicarme de qué discutían los letrados, el mío me llevaba al circo Máximo… aunque sólo si en la taquilla estaba su primo, que nos hacía descuento. Cuando era pequeño, colarme en los juegos con rebaja me producía una profunda vergüenza.
A Livio nunca le sucedió semejante cosa.
—Tú preveías problemas —dije a mi padre—. ¿Quieres contarme qué sucede?
—Gajes del oficio —respondió Gémino entre dientes.
—Esto estaba organizado. Esos reventadores… ¿Pretendían extorsionarte? ¿Quién es el responsable? —Me había visto envuelto en el alboroto y quería conocer la causa.
—Alguien lo es, sin duda. —¡Por los dioses! A veces, Gémino podía ser terco como una mula.
—¡Bien, averígualo tú solo, entonces!
—Lo haré, muchacho. Lo haré.
Eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos, preguntándome cómo un viejo gruñón y miserable podía haber engendrado un tipo tan juicioso como yo. Acababa de notar que empezaba a dolerme todo el cuerpo y que me había quedado sordo del oído izquierdo.
De todos modos, te has tomado tu tiempo en llegar —añadió—. Te esperaba hace un par de horas.
Abrí los ojos de nuevo.
—Nadie sabía que venía hacia aquí…
—¿Estás seguro? Alguien me dijo que querías tener una charla con tu padre.
—¡Pues te dijeron mal! —Entonces caí en la cuenta—. ¡Helena ha estado aquí!
Era incorregible. No había bastado con dejarla a la puerta de la casa de su padre; debería haberla empujado yo mismo al interior y haberle dicho al senador que echase el cerrojo. Mi padre me dirigió una mirada socarrona.
—¡Una chica estupenda! —exclamó.
—No te molestes en decirme que podría encontrar algo mejor.
—Está bien, no me molestaré en hacerlo… ¿Y bien, qué tal va vuestra vida amorosa?
Solté un gruñido.
—La última vez que la he visto, me ha arreado un rodillazo en la entrepierna.
—¡Y yo que pensaba que te habías liado con una pacata! —se mofó con un guiño—. ¿Qué mala compañía le ha enseñado ese truco?
—Se lo enseñé yo mismo. —Gémino puso cara de sorpresa. De pronto, me sentí furioso y di rienda suelta a mi resentimiento—. Escucha, puede que ahora vivas en la opulencia, pero no se te habrá olvidado cómo son esos bloques de pisos del Aventino, sin cerrojos en las puertas y llenos de hombres con malas intenciones. No puedo protegerla todo el rato. Además, si he de atenerme a lo sucedido hoy, nunca sabré dónde anda. Se supone que las mujeres se quedan en casa, tejiendo —refunfuñé con acritud—, pero Helena esas cosas la tienen sin cuidado.
Había hablado más de lo que me proponía. Mi padre se apoyó en un hombro y permaneció recostado como si le hubiera acercado una fuente de ostras pero no el cubierto para extraerlas.
—En cualquier caso, sigue contigo… Así pues, ¿cuándo es la boda?
—Cuando sea rico.
Mi padre emitió un silbido ofensivo.
—¡Entonces, sé de alguien que deberá tener mucha paciencia!
—Eso es cosa nuestra.
—No, si me haces abuelo antes de cumplir con las formalidades.
Aquél era un punto sensible y supuse que Gémino lo sabía. Probablemente, le había llegado por conductos familiares que Helena había tenido un aborto, lo cual consiguió inquietarnos más de lo que ninguno de los dos esperaba y nos había llenado de dudas —nunca expresadas— sobre nuestra capacidad para engendrar un hijo saludable. Ahora, Helena estaba aterrorizada y yo intentaba retrasar el asunto por la razón más poderosa del mundo: la pobreza. Lo último que deseaba era que mi jodido padre se mostrara interesado. Sabía muy bien el motivo de la curiosidad del viejo esnob: deseaba que tuviéramos familia para poder vanagloriarse de estar emparentado con un senador.
—Ya eres abuelo —le respondí, colérico—. Si quieres derrochar atenciones donde son necesarias, prueba con los huérfanos de Victorina.
—¿Y bien? ¿Qué hace Mico?
—Lo de costumbre: poca cosa. —Mi padre escuchó aquello sin la menor reacción, aunque era posible que aceptara ayudar—. ¿Acudiste al funeral? —inquirí, con más interés del que deseaba aparentar.
—No. Mi asistencia fue considerada innecesaria.
Su voz era serena; su expresión, despreocupada. No pude determinar si estaba molesto. Tampoco estuve seguro de que me importara.
—Victorina era hija tuya —le dije en tono solemne—. Deberían habértelo permitido.
—No dejes que eso te rompa el corazón.
—Si yo hubiera estado aquí, te lo habría hecho saber. —No era propio de mí dármelas de moralista, pero su aire de resignación me irritó—. ¡No puedes echarle la culpa a nadie; como paterfamilias, no eres precisamente considerado!
—¡No empieces!
—No te preocupes, ya me voy —dije al tiempo que me ponía de pie.
—Aún no has mencionado lo que has venido a preguntar.
—Helena ha estado aquí; ella hace las preguntas por mí.
—Yo no hablo con mujeres.
—Quizá deberías probarlo, por una vez. —Quizá debería haberlo intentado cuando vivía con mi madre.
Había sido absurdo acudir allí. No podía afrontar la idea de una discusión con Gémino acerca de Festo. Estaba decidido a marcharme. Mi padre, buscando algo en lo que poner de manifiesto su terquedad, se mostró furioso.
—¡Muy bien! Ya te hemos entretenido con una buena trifulca; ahora, vuelve corriendo con tu madre y cuéntale que te has ensuciado la túnica jugando con unos chicos brutos en el Campo.
Ya estaba envolviéndome en la capa, cuando me detuve en seco. Esto no me ayudaba a resolver el asunto de Censorino. Además, efectivamente necesitaba una historia que contarle a mi madre, y la necesitaba bastante pronto, ya que ella era famosa por su impaciencia con los holgazanes.
—Hay una cosa que sí quiero —le concedí.
Gémino bajó las piernas del diván para poder sentarse erguido y observarme mejor.
—¡Es toda una novedad!
—Te equivocas. Sencillamente, estoy buscando gangas. ¿Tienes alguna cama barata pero decente en tu almacén de la Saepta?
Puso una cara de apenada decepción, pero se puso de pie para conducirme hasta allí.