XXXIX
—¡Esto me coge de nuevas! —gimió Varga.
Presioné con más fuerza el puñal contra su brazo para que notara el filo de la hoja (aunque, en realidad, lo tenía colocado de forma que todavía no le desgarrara la piel).
—Cuidado. Tú estás muy borracho y yo no estoy demasiado sobrio. Un movimiento en falso y habrás pintado tu último tentador pezón… —Me volví hacia Manlio y dije—: Continúa. Soy un hombre versátil que puede amenazar a un tipo mientras el otro me cuenta la historia.
—Cuéntasela —lo apremió Varga con un hilillo de voz—. Y no me importaría que me pusieras al corriente a mí también…
—Tú no estabas aquí cuando ese tipo se presentó —explicó Manlio a su colega. Los dos hombres tenían un orden de prioridades bastante peculiar y su principal interés parecía centrarse en convencer a su camarada de que entre ellos no había secretos—. Fue uno de los días en que fuiste a tomar medidas a Rubinia…
—Ahórrate las procacidades —intervine con voz ronca—. ¿Qué sucedió con Censorino?
—Laurencio —me corrigió Manlio.
—¿Qué?
—El tipo dijo que se llamaba Laurencio.
El comentario me produjo un gran alivio. Si era cierto que Censorino había estado en Roma en compañía de un camarada de armas, aquel Laurencio sería un sospechoso de primer orden. Los camaradas riñen. Se sientan en una taberna a tomar una copa y enseguida se ponen a discutir de dinero, de mujeres, de filosofía política o, simplemente, de si el barco que los ha de llevar a casa zarpa el martes o el jueves. Después, es normal que alguien resulte apuñalado y que su colega se largue por piernas. Al menos, de eso traté de convencerme, pasando por alto en cierta medida la violencia con que había sido atacado el centurión.
—Bueno, háblame de ese Laurencio, entonces. ¿Cuál era su rango, a qué legión pertenecía y cuándo vino a verte?
—Hace algún tiempo…
—¿Semanas? ¿Meses?
—Un mes…, tal vez dos. De los demás detalles, no tengo idea.
—¡Oh, vamos! Eres un jodido pintor, ¿no? ¡Se supone que has de ser buen observador! ¿El tipo llevaba una vara de sarmiento?
—Sí.
—Entonces, era un centurión. ¿Te dijo si había sido amigo de Festo? —Manlio asintió—. Bien. Ahora, toma aire y cuéntame qué quería. —Bajo el flequillo largo y desaseado del pintor no aprecié el menor indicio de pensamiento racional. Insistí—: ¿Te preguntó por el Hipericón, tal vez? ¿O se refirió directamente al asunto del fidias?
Finalmente, Manlio sonrió. Fue una sonrisa benévola y franca que no me mereció una pizca de confianza, pero las palabras que pronunció me sonaron bastante sinceras:
—No sé de qué me estás hablando, Falco. Ese soldado preguntaba por un tipo. Lo recuerdo —añadió sin alterarse— porque era el mismo al que Festo tenía tanto interés en ver en La Virgen esa noche de la que hablas.
—¿Y quién es?
—Orontes Mediolano.
—El escultor —colaboró Varga.
Aquello sí parecía tener sentido, me dije.
—¿Y dónde puedo encontrar a ese Orontes? —pregunté en el tono de voz más neutro de que fui capaz.
—¡Ahí está la cuestión! —estalló Manlio con tono triunfal, relajado y sin ánimo vengativo—. Orontes ha desaparecido de Roma. Para ser preciso, se esfumó hace años.
Yo había adivinado ya lo que vendría a continuación.
—¿Había desaparecido ya cuando Festo lo anduvo buscando?
—¡Naturalmente! Por eso vino a vernos. Quería preguntarnos dónde demonios estaba Orontes.
Volví un poco atrás.
—¿Cómo es que conocíais a Festo?
—Le interesaban las modelos —respondió Varga en tono convincente. Todos volvimos la vista hacia su amazona e imaginamos a Festo interesándose en Rubinia.
—¿Y por qué suponía mi hermano que vosotros sabríais darle razón de Orontes?
—Porque el escultor se alojaba con nosotros —explicó Varga—. De hecho, hace un rato estabas tumbado en su lecho.
Contemplé la cama de la que hablaba. El colchón, duro y lleno de bultos, estaba cubierto con una delgada manta. Debajo de la cama se apilaban los cuencos y platos sin lavar y, en un rincón, aquel par de idiotas desaliñados guardaba los útiles y materiales de pintura incrustados de óxidos de cobre y esmaltes. Era posible que aquella cama hubiera venido a menos desde que el escultor había dejado de vivir allí pero, si no era así, se me ocurría una buena razón para su marcha: tal vez el hombre era maniático del orden y la limpieza.
—¿Y bien, qué fue de Orontes?
—Desapareció. Una mañana salimos de aquí y lo dejamos roncando; cuando regresamos, se había largado. Y nunca más ha vuelto.
—¡Un hombre de pies inquietos! Me recuerda a mi padre… ¿Os preocupó su ausencia?
—¿Por qué? Ya era mayorcito…
—¿Faltaba algo entre sus cosas?
Había formulado la pregunta por rutina, pero los pintores casi llegaron a cruzarse una mirada antes de que uno respondiera que sí y el otro, que no.
—Las vendimos —confesó Varga. Di por buena la explicación. Su aire compungido y culpable era lógico, pues nadie los había autorizado a vender unas propiedades que no eran suyas. Aun así, percibí algo raro en la atmósfera. Era posible que, después de todo, los dos tipos me estuvieran engañando en aquel asunto.
Repasé nuevamente todo lo dicho hasta entonces, para confirmar los datos. Poco quedaba por añadir. Lo único nuevo fue que el centurión Laurencio se había marchado tan insatisfecho como yo. Manlio no tenía idea de dónde se había alojado el militar durante su estancia en Roma. Y ninguno de los dos sabía para qué buscaba Festo al escultor. O, si lo sabían, no querían decírmelo. Vertí lo que quedaba del ánfora en sus copas y me despedí de ellos formalmente.
—¡Adiós, muchachos! Os dejo para que continuéis meditando sobre cómo pueden las bellas artes salvar el mundo civilizado de su esterilidad. —Desde el umbral del mugriento habitáculo, les dirigí una sonrisa forzada—. Confesad: todo esto es una farsa, ¿verdad? En realidad, sois un par de ciudadanos laboriosos que aman al Imperio y viven como corderos. Apuesto a que cada mañana le rezáis a vuestra diosa doméstica y que escribís a vuestras madres dos veces por semana…
Manlio, que probablemente era el más agudo de la desacreditada pareja, me dedicó una sonrisa pudorosa.
—¡Ten compasión, Falco! —exclamó—. Mi madre tiene ochenta y un años; a esa edad, debo mostrarle devoción.
Varga, que vivía en otros sueños más privados, estudió su Afrodita con tristeza y fingió no haber oído nada.