XXX
El padre de Helena tardaba tanto en presentarse que empecé a pensar que nos había dejado en la estacada. Pero, aunque pudiera negarse a pagar una fianza judicial para liberarme, seguro que acudiría a rescatar a Helena. Su madre insistiría en ello.
A Helena le remordía la conciencia.
—¡Todo es culpa mía! Sencillamente, me fijé en el cuchillo y lo cogí porque me pregunté qué hacía allí algo de tu madre…
La estreché entre mis brazos y la tranquilicé.
—¡No sigas! Toda mi familia acude a la bayuca de Flora. Cualquiera de ellos pudo decidir llevarse su propio cuchillo para cortar esos panecillos duros de la semana anterior. Y todos son lo bastante necios para dejárselo olvidado.
—Tal vez alguien recuerde… —apuntó ella.
Yo habría apostado por Festo, de modo que tal posibilidad quedaba descartada.
Estábamos recostados en un diván (por pura comodidad, pues tenía el suficiente tacto para no intentar seducir a mi novia ante las narices de un «hombre con ideas»). Además, el diván era muy duro.
La habitación estaba a oscuras, pero era claramente más lujosa que el cuarto en que me habían encerrado. Como celda para la hija de un senador, resultaba aceptable. Había un escabel dorado para el lecho y en el hogar humeaba un tronco de manzano. Había también unas lamparillas de luz mortecina, una alfombra oriental en una pared, unas mesillas con pequeños objetos de arte y unos estantes con jarrones. Resultaba acogedora y ofrecía intimidad. En realidad, no había ninguna razón para que nos apresurásemos en escapar de allí.
—¿Por qué sonríes, Marco? —Helena tenía la cabeza apoyada en mi hombro, por eso me sorprendió que se diese cuenta.
—Porque estoy aquí contigo… —Quizá sonreía porque habíamos saldado las cuentas.
—Quieres decir que estamos en un apuro terrible, como de costumbre, sólo que esta vez es culpa mía… Nunca me perdonaré por esto.
—Claro que sí.
En la casa reinaba el silencio. Marponio era un tipo que cenaba a solas y luego se retiraba a su estudio a releer la defensa de Sexto Roscio por Cicerón. Si alguna vez contrataba alguna bailarina, era para tener un público mientras practicaba fragmentos de bella oratoria.
Mientras acariciaba los cabellos de mi amada, dejé que mi mente evocase los acontecimientos del día. Después, mis pensamientos se adentraron mucho más allá, a través de la juventud y la infancia, tratando de hallar explicación al complejo fiasco que me había conducido hasta el punto en que me encontraba.
Por el momento, había determinado que mi hermano, el eterno empresario, había conspirado probablemente con algunos de sus compañeros centuriones para robar la caja fuerte de su legión, que había adquirido lo que podía ser una valiosa escultura antigua y que la nave en que la transportaba había naufragado.
No había podido constatar, aunque tenía fundadas sospechas de ello, que el agente empleado por Festo quizás había desaparecido con la estatua antes de que la nave zozobrara.
Probablemente, aquello me favorecía. Tal vez podría seguir el rastro del agente y hacer un denario rápido con el fidias.
Pero tal vez el agente no había tenido nada que ver en el asunto.
Tal vez el barco no se había hundido, en realidad.
En aquel instante, me asaltó otra posibilidad más siniestra. Quizá no se había hundido… y quizá Festo lo sabía. Tal vez había mentido respecto al Hipericón, había vendido la mercancía por su cuenta y había huido con el dinero. De ser así, mi posición resultaba insostenible. Era demasiado tarde para conseguir dinero con la estatua, no tenía un denario para pagar a los legionarios y no podía limpiar el nombre de mi hermano como mi madre pretendía que hiciese.
Casi todo lo que había descubierto hasta aquel momento era inconcreto. Al parecer habíamos tropezado con la peor crisis de todas las famosas «rondas locas» de mi hermano: sus aventuras comerciales en negocios dudosos. Normalmente, aquellos asuntos terminaban fracasando (casi siempre, al día siguiente de que Festo se hubiera puesto a salvo de ellos). Mi hermano siempre había andado por caminos resbaladizos, como una avispa por el borde de una copa de ambrosía. Quizás esta vez había perdido el equilibrio y había caído dentro.
Helena cambió de posición para poder mirarme.
—¿En qué piensas, Marco?
—¡Oh! En la Edad de Oro…
—¿En el pasado, te refieres?
—Exacto. El pasado glorioso, brillante, perdido hace tanto tiempo… Probablemente, no tan glorioso y brillante como todos reivindicamos.
—Cuéntame. ¿Qué, en concreto?
—Es posible que te hayas vinculado con una familia sumamente dudosa. —Ella sonrió irónicamente. Helena y yo éramos tan amigos que podía contarle lo impensable—. Empiezo a pensar que mi hermano, el héroe, en realidad terminó sus días como ladrón y candidato a ser expulsado del ejército. —Helena debía de estar esperando algo así, pues se limitó a acariciarme la frente y dejó que me tomara mi tiempo en continuar—. ¿Cómo voy a decírselo a mi madre?
—¡Asegúrate bien de las cosas, antes de hacerlo!
—Quizá no se lo cuente.
—Quizás ella ya lo sepa. Quizá lo que quiere es que pongas las cosas en su lugar.
—No; lo que me ha pedido es que deje limpio el nombre de Festo. Por otra parte —argüí, de forma poco convincente—, es posible que todo esto sólo parezca un escándalo. Y las apariencias engañan.
Helena conocía mi opinión; no era así como funcionaban los escándalos.
Cambió de tema e intentó aliviar mi estado de ánimo introspectivo preguntándome qué me había sucedido horas antes. Describí el alboroto en la subasta y le expliqué lo que había mencionado Gémino sobre el último proyecto comercial de mi hermano, incluido lo del Poseidón de Fidias. Para terminar, le conté que aquella peste de muchacho, Gayo, me había puesto al tanto de la situación y que había dejado a mi padre en su despacho, rodeado de cachivaches como un viejo dios del mar en una cueva llena de restos de naufragios.
—Tu padre hace como tú, que huyes del mundo y te refugias en las alturas de tu pisito de la sexta planta de ese edificio del Aventino.
—¡No es lo mismo!
—A ti tampoco te gusta que se presente nadie allí.
—La gente trae problemas.
—¿Incluso yo? —inquirió ella en son de broma.
—Tú, no. —Hice una mueca—. Ni siquiera hoy.
—Puede que tu hermano mayor también tuviera una guarida secreta en alguna parte.
Si así fuese, era la primera noticia que tenía de ello. Sin embargo, bajo su apariencia abierta y alegre, Festo había sido una persona llena de secretos. Aunque siempre había vivido con mamá, era evidente que podía haber tenido un refugio. ¡Júpiter sabía qué me aguardaría allí, si algún día lo descubría!
Dejamos el tema porque, en aquel preciso instante, se presentó Marponio en persona para informar a Helena de que había llegado su padre. Para recibir a tan espléndida compañía, el juez llevaba puesta su mejor toga y lucía una gran sonrisa, pues la fianza que había exigido al noble Camilo para poner en libertad a su peligrosa hija era extraordinariamente cuantiosa. Mi presencia en la habitación pareció molestarle, aunque no hizo el menor comentario al respecto. Por el contrario, se complació en anunciar que a mí también me dejaba libre, por reconocimiento.
—¿Reconocimiento a quién? —quise saber sin poder disimular mi desconfianza.
—A tu padre —respondió Marponio con una sonrisa. Evidentemente, el juez sabía que la idea me resultaría insoportable.
Llevados ante nuestros padres como un asesino y su cómplice, Helena y yo conseguimos no reírnos igual que un par de tontos, pero nos sentimos como unos chicos malos a los que mandaran a casa desde el calabozo municipal después de alguna travesura en el Foro que horrorizaría a nuestras tías abuelas cuando se enteraran.
Cuando hicimos acto de presencia, nuestros rescatadores ya eran buenos aliados. Los dos hombres ya se conocían antes, y ahora que tenían un mal trago en común —y gracias al obsequioso siervo encargado del vino—, estaban ligeramente ebrios. Gémino había hincado una rodilla en tierra para examinar detenidamente un gran jarrón de la Italia meridional que pretendía tener orígenes atenienses. Camilo Vero mantenía todavía un cierto dominio sobre sus actos, aunque no demasiado. Al vernos, me dirigió un extravagante saludo al tiempo que comentaba en voz alta a mi padre:
—Hasta ahora nos quejábamos de sus caras diversiones, de sus fiestas desenfrenadas y de sus desconcertantes amistades. Supongo que esto marca un cambio…
—¡Nunca tengas hijos! —recomendó mi padre a Marponio—. Y por cierto, juez, este jarrón está agrietado.
Marponio corrió a inspeccionar su propiedad estropeada. Mientras estaba en cuclillas, consiguió articular unas cuantas palabras apresuradas respecto a que nos dejaba bajo custodia familiar, que nuestros padres tenían la obligación de supervisar nuestros actos y demás zarandajas. A cambio, Gémino le dio el nombre de un individuo que haría invisible la grieta del jarrón (uno de entre la horda de tales artesanos poco escrupulosos que rondaban la Saepta Julia). A continuación, el juez se incorporó, nos estrechó la mano a todos como un alcahuete teatral que volviera a juntar a gemelos perdidos mucho tiempo atrás y nos dejó escapar.
Cuando salimos a la noche invernal, nuestros felices padres aún seguían felicitándose de su generosidad, bromeaban sobre cómo supervisar nuestra libertad condicional y se disputaban a casa de cuál de ellos debíamos acudir todos a cenar.
En Roma reinaba el frío y la oscuridad. Ya era lo bastante tarde para que las calles empezaran a resultar peligrosas. Helena y yo teníamos hambre, pero ya habíamos soportado bastante. Murmuré que, si querían cerciorarse, estaríamos en casa de mi madre; después, los dos nos instalamos en la litera que habían traído para Helena y ordenamos a los portadores que se pusieran en marcha a paso ligero. En voz alta, di a los siervos la dirección de la casa pero, tan pronto hubimos doblado la primera esquina, rectifiqué e hice que nos condujeran a mi piso de la Plaza de la Fuente.
Ahora tenía una misión imposible, una acusación de asesinato… y dos padres profundamente indignados siguiéndome los pasos.
Pero, por lo menos, cuando llegamos a mi casa ya habían traído la cama nueva.