XXVII

El juez vivía en una casa impresionante, del estilo de la que yo ambicionaría tener. Peor aún, aquella casa incluso podía convencerme de ambicionar el rango de su dueño.

Era una villa urbana independiente, ni excesivamente grande ni demasiado pequeña, situada justo detrás del Vico Longo. Tenía algunas estancias refinadas para impresionar a los visitantes públicos, pero estaba distribuida de modo que permitiese la debida intimidad. Marponio no bajaba jamás al desvencijado cuartel de la guardia de Petronio, sino que se hacía conducir allí a los acusados para interrogarlos. Era un hombre con conciencia social: quería que los malhechores como yo descubriéramos la urgencia de reformarnos al contemplar lo que podía producir otro tipo de delitos más provechosos. Comparados con la especulación y la usura, el simple robo y el asesinato acababan por parecer un trabajo muy duro y poco rentable. Incluso el de informante parecía un oficio sin perspectivas.

Me presenté por las buenas ante un imponente pórtico de mármol. En mi opinión, los elaborados clavos ornamentales y las relucientes guarniciones de bronce de la puerta eran un poco recargados pero, en mi condición de hijo de subastador, había comprobado que la mayoría de la gente tiene un gusto poco refinado. Bajo los perifollos había una sólida puerta de madera dura. El juez, sencillamente, pertenecía al grupo de los que gustan de echar a perder un buen material.

Marponio y yo nunca nos pondríamos de acuerdo en lo que a decoración se refería. Yo era un poeta a ratos libres, de carácter refinado, cuya ocupación requería de un enfoque sensible y humano. Él era un tipo oscuro de clase media que se había hecho rico —y, por lo tanto, importante— vendiendo enciclopedias científicas a «hombres nuevos». Por tales me refiero a antiguos esclavos e inmigrantes extranjeros, gente con las arcas rebosantes pero carente de educación que quería parecer culta. Tales individuos podían permitirse comprar obras literarias a peso… y algo aún más importante: podían adquirir también una serie de esclavos instruidos para que les leyeran las obras en voz alta. En los cambiantes estratos sociales de Roma había campo abonado para dar una pátina de brillo a los nuevos ricos. Así, si un tratado estaba en griego incomprensible y venía en veinte rollos, Marponio hacía que su equipo de escribientes lo copiara, utilizando papiro de la mejor calidad, tinta de hiel negra y perfumada madera de sándalo para los remates de los rollos. Después, suministraba también los esclavos, de voces refinadas. Ahí era donde hacía los beneficios. Era un truco limpio. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí.

Me tuvieron esperando un buen rato. Cuando por fin permitieron que me incorporase al grupo, encontré a Marponio, Petronio y Helena sentados juntos, un tanto incómodos. Lo primero que vieron ellos fue mi rostro magullado a consecuencia de la pelea en la subasta. Una entrada poco solemne.

Estábamos en un luminoso salón dorado y rojo. Los murales representaban una corta serie de escenas de las aventuras de Eneas, que aparecía como un tipo bastante rechoncho y patizambo (una diplomática alusión del artista al físico del dueño de la casa). La esposa del juez había muerto tiempo atrás, gracias a lo cual Dido se salvaba de tamaña indignidad y podía aparecer como una joven bella y sumamente voluptuosa que tenía dificultades con la indumentaria. El autor del mural se consideraba un maestro en velos diáfanos.

Como su Eneas, Marponio tenía una cabeza aplastada y cubierta de un cabello ligeramente rizado, con profundas entradas a ambos lados de la frente, casi cuadrada. Su trasero era demasiado voluminoso, por lo que tendía a moverse con una especie de pavoneo, como una paloma con una cola excesivamente larga. Cuando hice mi aparición, el juez le estaba diciendo a Helena que era «un hombre con ideas». En la estancia se encontraba presente una esclava, a fin de guardar las debidas formas, y mi compañera contaba asimismo con Petronio como protección añadida; pero Helena sabía muy bien por dónde iban las ideas de los hombres y lo escuchaba con la expresión serena que normalmente empleaba en las situaciones de tensión, aunque la palidez de su rostro me resultó muy elocuente.

Crucé la estancia y le di un beso ceremonioso en la mejilla. Ella cerró los ojos un instante, con alivio.

—Lo siento, Marco…

Me senté a su lado en un recargado diván dorado y sostuve su mano entre las mías con una ligera presión.

—¡No te disculpes!

—¡No sabes lo que he hecho!

—¡Salve, juez! —dije a Marponio—. Por el olor a pintura reciente, deduzco que esos tomos científicos aún siguen dándote dinero, ¿no? —Advertí que se debatía, indeciso. Deseaba ordenarme callar, pero le costaba mucho resistir las ganas de hablar de su negocio. Se sentía orgulloso de sus esfuerzos. Desgraciadamente, también se enorgullecía de su calidad de juez—. Es una lástima que eso todavía te deje tiempo para mostrar interés por la criminología —continué—. ¿Cuál es la acusación contra mi chica?

—¡Los dos estáis juntos en esto, Falco! —Marponio tenía una voz aguda que producía un efecto tan sutil como el chirriar de una espada sobre una bandeja de cerámica.

Observé que Petronio Longo mostraba una expresión avergonzada, lo cual me deprimió. Petronio no solía armar mucho ruido, pero era perfectamente capaz de tratar a Marponio con el desprecio que merecía. Si permanecía tan callado en un momento como aquél, las cosas debían de andar muy mal. Cuando se dio cuenta de que lo miraba, me dirigió un gesto con la cabeza.

—Le debes una propina a mi poco recomendable sobrino, Gayo, por haberme localizado —dije—. Pero quiero que quede constancia de que me he presentado aquí voluntariamente. —La mirada de Petronio permaneció impertérrita. Me volví hacia su locuaz superior—. ¿Y bien, Marponio, qué sucede?

—Estamos esperando a que aparezca alguien como portavoz de la mujer. Las mujeres no poseen identidad jurídica; no se les permite comparecer ante el tribunal, sino que deben estar representadas por algún pariente varón.

—Lo seré yo. En representación de su padre.

—He enviado un mensaje al senador —dijo Marponio en tono festivo. Helena apretó los labios e incluso Petronio frunció el entrecejo al oírlo. Yo esperé que Camilo Vero estuviera ilocalizable en algún establecimiento de baños públicos sin determinar.

—Falco hablará por mí —dijo Helena con frialdad, y añadió—: Si no puedo prescindir de un portavoz varón.

—El asunto requiere a tu tutor —replicó Marponio. El juez era un molesto pedante.

—Falco y yo nos consideramos casados —declaró Helena. Yo intenté no producir la impresión de un marido que acaba de enterarse de que los gastos de la casa son el triple de lo que había calculado.

El juez se quedó perplejo.

—Para la sociedad —declaré en un murmullo—, la boda es una fecha futura en el calendario, pero un hombre como tú, que conoce tan bien las Doce Tablas, apreciará que el mero reconocimiento por las dos partes de que existe un compromiso matrimonial es suficiente para dar validez al contrato…

—¡No te pases de listo, Falco! —Marponio conocía perfectamente las tablas legales, pero apenas se había encontrado con mujeres que quebrantaran las normas. Buscó la ayuda de Petronio con la mirada, aunque no olvidó ni por un instante que no podía fiarse de las lealtades de su capitán de la guardia—. ¿Cómo se supone que debo tomarme esto?

—Me temo que es amor verdadero —sentenció Petro con el aire sombrío de un inspector de obras públicas que acaba de informar de la rotura de una alcantarilla en el barrio.

Decidí no perturbar con nuevas muestras de ingenio la ética de clase media del juez. El hombre debía de estar más acostumbrado a las amenazas.

—Helena Justina no tiene nada que ver en el asunto, Marponio. Camilo es un hombre de gran civismo, pero ver a su noble hija detenida por error quizá sea más de lo que esté dispuesto a tolerar. Lo mejor que puedes hacer es determinar los hechos antes de que se presente el senador y recibirlo a tiempo de restituirle a su hija con una disculpa pública.

Percibí que todos los presentes compartían aquel delicado momento. Un destello de agitación parpadeó en la maravillosa profundidad oscura de los ojos de Helena y noté la tensión de su mano entre las mías. Allí había algo más, algo malo que todavía ignoraba.

Entró un esclavo e informó al juez de que los mensajeros no habían conseguido encontrar a Camilo Vero. Aún continuaba la búsqueda, pero el senador seguía en paradero desconocido. Bien hecho. Mi futuro suegro (parecía recomendable considerarlo así, ya que fingíamos ser gente respetable) sabía muy bien cuándo era momento de ocultarse en una zanja.

Su hija, en una muestra de sensatez, se obligó a ser complaciente con el juez.

—Pregunta lo que quieras —dijo—. En principio, no me opongo a contestar en presencia de Didio Falco ni de Lucio Petronio Longo, que es un apreciado amigo de la familia. Formula tus preguntas; si ellos me aconsejan que retrase mi respuesta sobre algún tema en concreto, podemos detener el interrogatorio hasta que llegue mi padre.

Me encantó verla así, furiosa consigo misma por mostrarse tan dócil… y furiosa con Marponio por tragarse la actuación.

—También podemos hacer otra cosa, claro —dije al juez—. Podemos sentarnos todos alrededor de una bandeja de pastelillos de miel y, mientras esperamos a que llegue su enfurecido padre, intentas venderle a la dama trece rollos de filosofía natural en una caja con adornos de filigrana.

—Si tratan de las partículas ígneas, creo que ya los he leído —dijo ella con prosaico orgullo.

—Vete con cuidado —aconsejé irónicamente a Marponio—. ¡El capitán de la guardia ha capturado a una muchacha instruida!

—¡Entonces, espero una rápida sarta de requerimientos! —se mofó el juez irónicamente. Marponio quizá fuese un mojigato censurable, pero no era estúpido. Por poco sentido del humor que tuviera un hombre, Helena era perfectamente capaz de sacar lo mejor de él.

—A decir verdad, eso la deja fuera del caso —apunté con una sonrisa—. Helena nunca se mete en problemas; siempre está en casa, acurrucada entre almohadones, con la nariz en algún escrito… —Mientras bromeábamos, me volví a mirarla. Aquellos ojos suyos seguían enviándome mensajes angustiados y yo estaba desesperado por descubrir la causa.

—Querida —le dije—, ¿te parece apropiado que el hombre al que consideras tu marido pregunte qué haces sentada en casa de un extraño, con esa expresión de inquietud y en tan reducida compañía?

—Estamos en un interrogatorio formal —me interrumpió Marponio, reaccionando rígidamente a la crítica implícita en mis palabras—. ¡Esto es una sesión privada de mi tribunal! La dama sabe que soy un juez adscrito al tribunal permanente al que compete la aplicación de la ley Cornelia contra asesinos y fabricantes de pócimas…

—Venenos, cuchilladas y patricidios —traduje a Helena. El tribunal especial para asesinatos había sido establecido por el dictador Sula. Al cabo de un siglo y medio, había obtenido un claro fracaso en su intención de eliminar la muerte en las calles pero, al menos, los homicidas eran sometidos a juicio con eficiencia y prontitud, lo cual era del agrado de Roma. El pretor contaba con toda una serie de jueces elegidos en votaciones locales a los que podía encomendar el esclarecimiento de un caso, pero Marponio se había promocionado como el más experto. Le encantaban sus deberes (es decir, le encantaba su posición social). Cuando mostraba interés por algún caso en particular en los primeros estadios de la investigación, podía confiar en ser elegido para el juicio posterior si los soldados de la guardia detenían a algún sospechoso.

Esta vez, la presa era yo. La inquietud de Helena me hizo atacar a Marponio.

—Según esa legislación, ¿no existe una pena por fuego y agua por instigar a un juez mediante pruebas falsas para que formule una acusación castigada con la pena capital?

—Sí, existe. —La respuesta había sido sospechosamente serena. Marponio se sentía demasiado seguro del terreno que pisaba. Los problemas se cernían sobre mí, relamiéndose los colmillos—. Pero todavía no se ha presentado ningún cargo.

—Entonces, ¿qué hace aquí la dama?

—Aunque es probable que se formule.

—¿Bajo qué acusación?

Helena adelantó la respuesta:

—Complicidad.

—¡Oh, vaya! —Dirigí la mirada a Petronio y sus ojos castaños, sinceros y siempre francos, me dijeron que creyese lo que oía. Me volví de nuevo hacia Helena—. ¿Qué ha sucedido hoy? Sé que acudiste a la Saepta y visitaste a mi padre. —Me molestaba tener que mencionar a Gémino, pero me pareció buena idea hacer que Helena pareciese una muchacha que dedicaba sus atenciones a la familia—. ¿Te ha sucedido algo, más tarde?

—Volvía a casa de tu madre —explicó con aire bastante culpable—, cuando por el camino pasé casualmente por delante del local de Flora…

—¡Continúa! —Empezaba a preocuparme.

—Entonces vi que se llevaban el cuerpo de Censorino. La calle estaba cortada provisionalmente, de modo que tuve que esperar. Por supuesto, iba en litera —añadió, pues había captado que era conveniente aderezar el relato con detalles—. Mientras aguardábamos, los porteadores se pusieron a charlar con el camarero de la bayuca y oí que el hombre se lamentaba de que ahora tendría que limpiar a fondo la habitación.

—¿Y?

—Me ofrecí a ayudarlo.

Solté su mano y me crucé de brazos. El mal recuerdo de la habitación ensangrentada donde había sido asesinado el legionario se abrió paso de nuevo en mi mente y tuve que reprimirlo. Ya era más que suficiente con que Petronio supiera que había estado allí; reconocerlo ante Marponio sería darle la llave para que me encerrara en una celda. Y mandar a mi novia parecería el acto de un hombre desesperado.

Comprendí por qué lo había hecho. Había querido inspeccionar el lugar en busca de alguna prueba que demostrara mi inocencia. Pero cualquiera que no la conociese pensaría que su intención era eliminar pistas que pudieran comprometerme. Era probable que así lo entendiese Marponio. Incluso Petronio faltaría a su deber si no tomara en cuenta tal posibilidad. Su intensa sensación de incomodidad llenaba la estancia casi como un olor. Nunca como en aquel momento fui tan consciente de haber puesto a prueba nuestra vieja amistad.

—Fue una tontería —continuó Helena con voz clara—. Me ofrecí en el calor del momento. —Permanecí en silencio, atónito, sin atreverme a preguntar si había llegado a ver la espantosa escena del piso superior. A juzgar por la palidez de Helena, parecía probable. Noté la garganta ocluida—. Sólo llegué a la cocina del piso inferior —explicó, como si le hubiese transmitido mi agonía—. Entonces me di cuenta de que mi presencia allí no haría sino empeorar las cosas para ti.

—¿Y qué sucedió entonces? —conseguí articular en un graznido.

—El camarero parecía desesperado por tener compañía. Supongo que le daba miedo entrar a solas en la habitación del crimen, incluso sabiendo que el cuerpo ya había sido retirado. Yo intentaba encontrar una excusa para marcharme sin ser demasiado desconsiderada con el pobre hombre, cuando llegó Petronio.

Miré a mi amigo, quien por fin me dirigió la palabra.

—Animar a una mujer de buena cuna como Helena a visitar la escena del crimen es una atrocidad, Falco —dijo.

—¡Sólo si soy culpable! —Petro debió de darse cuenta de lo cerca que estaba de perder la paciencia—. Y yo no la he enviado.

—Puede que un tribunal no te crea —comentó Marponio.

—¡Los tribunales son notoriamente imprevisibles! Por eso el pretor quiere que le aconsejes si hay posibilidades de ganar el caso antes de llevarlo ante uno de ellos.

—No te preocupes, Falco. Aconsejaré debidamente al pretor.

—¡Si para ti la justicia es algo más que un pasatiempo, tu consejo será que este caso apesta!

—No pienso lo mismo.

—Entonces, no piensas. Punto. No había ningún motivo para que yo matase al centurión.

—El muerto tenía un asunto de dinero pendiente contigo. —Sin ninguna señal explícita, la atmósfera había cambiado y el juez estaba apretándome las clavijas.

—No, con quien tenía un asunto pendiente era con mi hermano. Pero la reclamación carecía prácticamente de base. No pretendo desacreditar a los valientes centuriones de la gloriosa Decimoquinta; sin embargo, mis investigaciones privadas apuntan a que no era un asunto que pudieran tratar demasiado abiertamente. En cualquier caso, ¿dónde están las pruebas contra mí? Censorino fue visto con vida mientras cenaba en la taberna mucho rato después de que yo me marchara y volviese a casa con mi familia. Petronio Longo ha comprobado mis movimientos del día siguiente, y aunque puede haber un período en el que me resulte imposible conseguir testigos que apoyen mi coartada, vosotros tampoco podéis presentar a nadie que diga haberme visto en el local de Flora cuando el soldado perdió la vida.

—El hecho de que tuvieras una discusión tan violenta con él…

—¡Me descarta aún más¡ Tuvimos una bronca muy extraña, que él inició, delante de un público sumamente interesado. Si fundamentas la acusación en eso, me tornas por un autentico idiota.

Marponio frunció el entrecejo. Por un instante, tuve la falsa sensación de que controlaba la situación; enseguida, la sensación cambió. El juez hizo un gesto a Petronio. Estaba a punto de producirse algún toque de efecto, previamente acordado.

Petronio Longo, con su aire compungido aún más marcado, se incorporó de su asiento en el extremo opuesto de la elegante sala y cruzó ésta en dirección a mí. Desenvolvió un retal de tela que había estado guardando hasta aquel momento y extrajo de el un objeto que sostuvo en alto para que lo inspeccionara. Lo mantuvo justo fuera de mi alcance y se aseguró de que Marponio y Helena pudieran observar mi expresión.

—¿Reconoces esto, Falco?

Tuve una fracción de segundo para tomar la decisión equivocada. Un retraso habría sido una respuesta elocuente. Como un tonto, decidí ser sincero.

—Sí —contesté—. Parece uno de los cuchillos de cocina de mi madre.

Entonces, Petronio Longo me dijo con voz pausada:

—Helena Justina lo ha encontrado en la cocina de la bayuca, entre otros utensilios.