LXXI

En teoría, la Saepta cerraba al atardecer, pero rara vez era así. Los puestos de joyería hacen la mayor parte de su negocio en horas nocturnas. Siempre me ha gustado la atmósfera del lugar después de la cena. En torno a los pórticos habían hileras de lamparillas encendidas. La gente paseaba relajadamente entre los vagos olores a carne con especias y a pescado frito de los vendedores ambulantes que ofrecían sus fuentes de comida caliente. El brillo de la luz sobre las gemas y las piezas de orfebrería hacía que las pequeñas tiendas pareciesen relucientes cuevas del tesoro. Cachivaches que uno no se dignaría mirar en horas diurnas se convertían, por la noche, en curiosidades muy apetecibles.

El despacho de mi padre había perdido su mobiliario egipcio pero había ganado, por cortesía de una futura venta, una pata de elefante, algunos pertrechos de guerra africanos de olor extraño, un trono de piedra que podía convertirse en un lavabo personal, dos calderos de cobre, tres taburetes altos, un pequeño obelisco adecuado para la ornamentación de un jardín y un juego de jarras de cristal bastante bonito.

—¡Veo que has vuelto a tiempo de hacer una fortuna con un montón de trastos viejos! Ese cristal morado podría ser una buena venta.

—Exacto. Deberías asociarte a mí; podrías ser bueno en el oficio. —Gémino parecía seguir sobrio. Toda una sorpresa.

—No, gracias. —Nos miramos a los ojos. Los dos teníamos presente el fallido truco de la estatua y el ambiente se caldeó brutalmente—. Hice todo lo que pude, padre. Esta noche he acudido a casa de Caro y he sembrado la cizaña de la duda comentando que podría tratarse de una falsificación. Quizá tengan el fidias, pero nunca podrán disfrutarlo.

—¡Espléndido! —gruñó mi padre con sarcasmo—. Hay gente que convence a sus clientes de que las falsificaciones son piezas auténticas, pero lo nuestro es aún más difícil: ¡tenemos que convencer a nuestros compradores de que un artículo genuino es una imitación! —Tras esto, Gémino me dedicó el halago familiar de costumbre—: ¡Todo es culpa tuya!

—Lo acepto. Fin del asunto.

—Te dejé a cargo… —rugió él con acritud.

—¡Orontes era tu contacto! Le seguiré la pista, no te preocupes —amenacé, recreándome ante la perspectiva de machacarle los sesos al escultor.

—Es inútil. Ya debe de estar muy lejos, con esa pesada fulana suya, Rubinia. —Mi padre estaba tan irritado como yo—. Y no creas que me he quedado mano sobre mano. He ido a ver a Varga y Manlio. Orontes ha abandonado Roma, sin ningún género de dudas.

—¡Lo traeré de vuelta! —insistí—. Todavía tenemos cuatro bloques de buen mármol de Paros…

—Sería inútil —respondió Gémino con terquedad—. No se puede obligar a un artista a trabajar por la fuerza. Nos arriesgaríamos a que estropease la piedra o la convirtiera en algún cupido regordete de nalgas con hoyuelos que no colocarías en un bebedero de pájaros. ¡O alguna ninfa de tocador! —Aquél era el peor insulto que conocía—. Déjalo de mi cuenta. Ya encontraré a otro escultor.

—¡Ah, estupendo! Alguno de tus restauradores, supongo. Volvemos al mundo de poner narices falsas a bustos estropeados, de envejecer artificialmente piezas de carpintería recién fabricadas, de añadir asas griegas a vasijas etruscas…

—¡Encontraré a alguien, te digo! Alguien que pueda hacernos una copia decente.

—¿Un buen lisipo? —apunté, burlón.

—Un buen lisipo —asintió mi padre sin mover un pelo—. Mejor aún, cuatro de ellos. Unos luchadores; seguro que serían muy populares.

—No me interesa —me lamenté amargamente—. Creo que no estoy hecho para eso. No entiendo nada de escultura y nunca consigo recordar si el canon de las proporciones perfectas está ilustrado por el Doríforo de Policleto o por el Discóbolo de Lisipo…

—Ninguno de los dos —respondió mi padre. En realidad, yo estaba seguro de no equivocarme. Gémino sólo trataba de hacerme perder los estribos—. Y es el Apoxiomeno, no el Discóbolo, la obra que marca el canon de Lisipo.

—Cuatro luchadores, sea.

Vencido por su incansable mezquindad, me tranquilicé. Habría que pagar a un nuevo escultor por el encargo, pero cuatro buenas copias de originales cotizados aún podían proporcionarnos un regalo y medio de cumpleaños.

—Tendrías que aprender a dominar los nervios —me aconsejó mi padre—. Te perjudicarás a ti mismo lamentándote cada vez que los Hados te traen algún pequeño revés.

Gémino era el mayor hipócrita del mundo.

Advertí que los dos teníamos los brazos cruzados sobre el pecho, hirviendo de ira por igual. Con el mismo cabello desgreñado y el pecho echado hacia delante, debíamos de parecer un par de guerreros antiguos en guardia bajo el borde de una vasija de cenizas funerarias con incrustaciones de cuentas. Gémino se acordó de preguntarme qué me había llevado por allí.

—Corrían rumores de que te estabas emborrachando. Me han mandado para que te metiese la cabeza bajo una fuente y te arrastrara a casa sano y salvo.

—Estoy sobrio… pero me emborracharé contigo ahora mismo, si quieres —propuso. Sacudí la cabeza en gesto de negativa, aunque sabía que sus palabras eran una especie de tregua.

Se recostó en el viejo diván y me observó con aire pensativo. Le devolví la mirada. Puesto que Gémino estaba perfectamente sereno y no daba muestras de abatimiento, parecía buen momento para poner fin a mi inútil comparecencia. No obstante, algo me impulsaba a retrasar ese instante. Existía un asunto al que había estado dando vueltas en mi subconsciente.

—¿Bueno, qué esperas ahí parado? ¿Quieres hablarme de algo, Marco?

—No tengo más que decir. —Sin embargo, era la única oportunidad para plantear la cuestión, así que me lancé a ello sin más rodeos—: De todos modos, querría pedirte un favor.

Mi padre puso cara de sorpresa, pero consiguió replicar en tono burlón:

—¡No te muerdas la lengua!

—Te lo pediré una vez, y si respondes que no olvidaremos el tema.

—¡Bah!, no convirtamos esto en una danza pítica.

—Está bien. Supongo que aún tienes los quinientos mil sestercios guardados en ese arcón empotrado que tienes ahí detrás, ¿me equivoco?

Gémino adoptó una actitud de cautela y bajó la voz. Sin querer, dirigió una breve mirada a la cortina, de un color rojo apagado, que colgaba tras el diván.

—En efecto, aquí los tengo… por el momento —añadió, como si sospechara que me proponía robarle. Su suspicacia me tranquilizó. Al menos, algunas cosas se mantenían reconfortantemente normales, aunque yo me sentía mareado y aturdido.

—Entonces, escucha esto, padre: si no hubiéramos encontrado el Zeus, estabas tan harto de que te reventaran las subastas que habrías terminado por pagar a Caro sin la menor perspectiva de recuperar el dinero. En ese caso, tanto tu cofre como mi cuenta bancaria en el Foro estarían vacías a estas alturas.

—Si quieres que te devuelva tu contribución…

—Quiero más que eso —contesté.

—Creo que ya sé lo que vendrá ahora —dijo mi padre con un suspiro.

—Prometo que es la primera y última vez en mi vida que recurro a ti. —Tomé aire profundamente. No era necesario que pensara en Helena; no la había apartado de mis pensamientos en los últimos doce meses—. Quiero pedirte un préstamo.

—Bien, ¿para qué están los padres, sino?

Gémino no sabía si reírse o quejarse, pero no mostraba el menor asomo de negativa, ni siquiera en broma. Plantear la petición me había puesto nervioso.

—¡Te permitiré ver a los nietos! —dije con una sonrisa tensa.

—¡Qué más puedo pedir! —se mofó Gémino—. Eran cuatrocientos mil, ¿no? Caro pagó en monedas grandes de oro. A cuatro sestercios el denario, y a veinticinco denarios el áureo, serán cuatro mil…

—La cantidad debe invertirse en tierra italiana.

—Sea. Terrenos, pues. Supongo que puedo encontrar un agente que nos consiga una ciénaga en el Lacio o una finca de matorrales en los montes Albanos… —Se incorporó del diván y corrió la cortina al tiempo que sacaba la llave que colgaba de su grasienta correa—. Querrás echarle un vistazo…

Me situé a su lado mientras abría el arcón. Antes incluso de que la tapa terminara de abrirse, pude apreciar el suave brillo de los áureos que refulgían bajo la recia madera. El cofre estaba lleno a rebosar. Jamás había visto tanto oro junto y la visión resultaba tranquilizadora y terrible a un tiempo.

—Te lo devolveré.

—No hay prisas —dijo mi padre en tono benévolo. Gémino sabía cuánto me había costado aquello. Estaría en deuda con él durante el resto de mi vida… y no se trataba en absoluto del dinero. Los cuatrocientos mil eran sólo el aperitivo de esa deuda.

Cerró la tapa e hizo girar la llave. Nos despedimos. Después, me encaminé directamente al Palatino y pedí audiencia a Vespasiano.