LXVIII

Era avanzada la tarde cuando inicié mis pesquisas. Tuve que abordar uno tras otro a todos los siniestros capataces del grupo, cuyo aspecto era aún peor que el de los prisioneros a los que vigilaban. Cada uno de los tipos, con el látigo en la mano, me remitía al siguiente de sus repulsivos colegas. Algunos esperaban dinero sólo por decir no. La mayoría estaban bebidos y todos resultaban muy desagradables. Cuando por fin di con un grupo de prisioneros prometedor, hablar con ellos fue, en comparación, un verdadero placer.

Hablamos en griego. Bendito sea el griego, siempre a mano para ayudar a un informante a ahorrarse el dinero de un intérprete.

—Quiero que me contéis una historia.

Me miraron, temiendo una amenaza de violencia. La escena me despertó malos recuerdos de una ocasión en que me había disfrazado de esclavo destinado a trabajos forzados. Me descubrí rascándome mientras lo evocaba.

Aquellos eran prisioneros de guerra, muy distintos de los millones de individuos refinados, limpios y cultos contra los que habían despotricado Manlio y Varga, los secretarios, criados, dobladores de togas y mezcladores de vinos que llenaban las calles de Roma buscando exactamente lo mismo que sus atildados amos. Los que tenía ante mí eran los contados varones supervivientes de diversas matanzas de judíos, seleccionados para dar realce en el Triunfo de Tito César. La mayoría de los miles de prisioneros habían sido enviados a trabajos forzosos en Egipto, la provincia del Imperio, pero aquellos jóvenes de cabeza afeitada, sucios y hoscos, habían sido llevados antes a Roma para participar en el espectáculo y, después, para reconstruir la ciudad en la campaña «Roma Resurgans>» de Vespasiano.

Estaban alimentados, pero delgados. La jornada en la construcción empieza al amanecer y termina temprano. Era la última hora de la tarde y los obreros ya estaban sentados en torno a los braseros, delante de sus atestadas chabolas, con expresiones sombrías y abatidas a la luz de las llamas mientras caía la oscuridad invernal. Se los notaba extranjeros, en mi apreciación; sin embargo, me atrevería a decir que era a mí a quien observaban como a un ejemplar exótico de una cultura en la que todo el mundo tenía barba cerrada y oscura, creencias religiosas ofensivas, costumbres culinarias extrañas y grandes narices aguileñas.

—Animaos —los consolé—. Sois esclavos, pero estáis en Roma. A vosotros, campesinos de la montaña, quizás os resulte duro encontraros aquí, adonde os han traído para abrir zanjas y retirar barro pero, si sobrevivís a este trabajo penoso en la cantera y en la construcción, estáis en el mejor lugar del mundo. Nosotros, los romanos, también fuimos una vez campesinos de las montañas. La razón de que nos congregáramos aquí, entre nuestros templos, termas y recintos públicos es muy sencilla: nos dimos cuenta de que la vida de rústicos montañeses apesta. Pensad que seguís con vida, que estáis aquí… y que tenéis acceso a una existencia mejor.

Las chanzas no fueron bien recibidas. Ni siquiera el estoicismo bienintencionado daba resultado: aquellos campesinos estaban desolados y seguían soñando con sus cabras.

Con todo, me dejaron hablar. Entre hombres encadenados, cualquier cosa que se salga de lo normal es bien recibida. Yo sabía por el capataz que aquel grupo procedía de la zona que me interesaba. Expliqué lo que buscaba:

—Sucedió hace tres años, por esta época. El otoño anterior había muerto Nerón y reinaba un período de calma; quizá recordéis ese período de incertidumbre cuando cesaron las hostilidades. Luego, llegó la primavera y Vespasiano decidió reavivar su campaña. Se adentró en las montañas de las que procedéis y ocupó vuestras ciudades.

Los presos me miraron y declararon que no se acordaban. Lo dijeron con el gesto de quien mentiría aunque lo recordase.

—¿Qué eres tú? —me preguntaron. Hasta los prisioneros de guerra sienten curiosidad.

—Un informante. Descubro cosas para la gente. Cosas perdidas… y, a veces, también verdades perdidas. La madre de ese legionario me ha pedido que le cuente cómo murió su hijo.

—¿Te paga por este trabajo?

—No.

—Entonces, ¿por qué lo haces?

—Porque el soldado también me importa a mí.

—¿Cómo es eso?

—Soy el otro hijo de esa mujer.

El diálogo se desarrollaba con la agradable tortuosidad de un acertijo. La ligera sorpresa arrancó un seco cacareo de risas de aquellos hombres desmoralizados cuyos días se reducían a cavar barro extranjero en un gigantesco hoyo igualmente extranjero.

Uno de los presos que permanecían en cuclillas (nunca supe su nombre) se puso de pie.

—Yo me acuerdo —declaró. Tal vez estaba mintiendo. Tal vez el tipo sólo había considerado que me merecía alguna respuesta, que me había ganado alguna historia. La que fuese—. Vespasiano estaba distribuyendo guarniciones por todas las poblaciones. Tomó Gofna y Acrabata. Las siguientes en caer fueron Betel y Efraim…

—¿Estuviste en Betel? —El hombre juró que sí. Tal vez mintiese; no tenía modo de saberlo a ciencia cierta—. ¿Fue un combate encarnizado?

—Para nosotros, sí… Pero es probable que no.

—¿Ofrecisteis mucha resistencia?

—No demasiada. Pero estábamos dispuestos a luchar —añadió—. Nos rendimos cuando vimos la ferocidad de la carga romana.

Evidentemente, el hombre pensaba que eso era lo que yo quería oír.

—Me complace tu comentario —respondí con cortesía—. ¿Te fijaste en el centurión?

—¿El centurión?

—El oficial. Cota de malla, placas metálicas en las piernas, penacho ornamental, porra de sarmiento…

—¿Te refieres al que dirigió la carga?

—¿Eso hizo?

—¡A la cabeza de sus hombres! —exclamó el prisionero con una sonrisa, seguro de que me gustaría la noticia. Quizás el tipo también había sido soldado.

—¿Pero fue abatido?

—Tuvo mala suerte.

—¿Cómo sucedió?

—Una flecha se introdujo por algún hueco entre el casco y la cabeza.

Esta vez, lo creí. Aquel hombre había visto a nuestro héroe.

Seguro que llevaba el casco sin asegurar como era debido. Muy típico en él: siempre desabrochado, desanudado, con el cinturón a medio ajustar. Festo odiaba los correajes. Le encantaba lanzarse a la batalla con el barbuquejo del casco desatado, como si sólo se hubiera detenido un momento a dar cuenta del enemigo, camino de algún otro asunto. ¡Sólo Júpiter sabía cómo había conseguido ascender de grado!

Aunque yo también lo sabía. Mi hermano era condenadamente bueno. Aun dedicando sólo a medias su atención a un problema, nuestro Festo podía aventajar a la mayoría de los torpes chusqueros que tenía por competidores. Festo era uno de esos hombres carismáticos que alcanza la cima gracias a un talento que es genuino, sencillo y abundante. Estaba hecho para el ejército y el ejército había sabido reconocerlo como uno de los suyos: lo bastante estúpido para demostrar que tenía talento, lo bastante tranquilo para no ofender a la institución y lo bastante despierto, una vez en el cargo, para mantenerlo frente a cualquiera.

Pero, al mismo tiempo, lo bastante descuidado para llevar el casco suelto.

—¿Estás satisfecho?

Era lo que había acudido a escuchar.

Antes de que me marchara, los prisioneros se congregaron a mi alrededor y me hicieron más preguntas acerca de mi trabajo. Querían saber a qué me dedicaba y para quién trabajaba. Les recompensé la descripción de lo sucedido en Betel con algunas anécdotas de mi amplio repertorio. Estaban sedientos de relatos y yo tenía muchos. Se quedaron asombrados de que cualquiera, del emperador abajo, pudiera contratarme y enviarme al mundo como investigador; incluso quisieron encomendarme una misión por cuenta de ellos. (No tenían dinero pero, para entonces, todos nos habíamos relajado bastante y yo había mencionado que la mitad de mis clientes «respetables» se olvidaban de pagar).

—¿Y cuál es vuestro encargo?

—Una recuperación —dijeron, e iniciaron una larga y pormenorizada historia acerca de un objeto sagrado.

Me vi obligado a interrumpirles.

—Mirad, si esto tiene que ver con los tesoros que Tito, el conquistador, se llevó de vuestro templo de Jerusalén y dedicó en el Capitolio, no es preciso que continuéis. Robar trofeos del altar más sacrosanto de Roma queda fuera de mi ámbito de actividad.

Los esclavos cruzaron unas miradas furtivas. Al parecer, había tropezado con un misterio mucho más antiguo. Intrigado, insistí en conocer más detalles. El objeto que habían perdido era una caja grande en forma de barco, de gran antigüedad, rematada por dos figuras aladas y apoyada sobre dos barras de transporte. Los judíos querían encontrarla porque tenía propiedades mágicas que, según creían, los ayudarían a derrotar a sus enemigos. Estuve tentado de aceptar la propuesta, haciendo caso omiso del hecho de que no quería ver a mis compatriotas romanos (es decir, con algunas excepciones) fulminados por un rayo o afligidos por enfermedades mortales. Me encantan las historias ridículas.

Sin embargo, explicar un encargo tan peculiar a Helena era más de lo que me atrevía a afrontar. Les dediqué una sonrisa.

—¡Me parece que necesitáis a alguien más osado para ese trabajo! Yo me dedico a los divorcios, que tampoco son moco de pavo, pero no creo que pueda comprometerme a buscar arcas perdidas…

Les recompensé su información sobre Festo con unas monedas y nos despedimos amigos. Cuando ya me alejaba de las chabolas que habitaban, el anónimo prisionero gritó a mi espalda:

—¡Su conducta fue heroica! ¡Cumplió su deber con toda dedicación! ¡Hazle saber a su madre que ese hombre, tu hermano, era un soldado de pies a cabeza!

No creí una palabra de lo que decía, pero estaba dispuesto a proclamar con firmeza aquella mentira.