XXXI
Al día siguiente por la mañana Helena se quedó asombrada al verme saltar de la cama con las primeras luces.
No resultaba fácil. El nuevo lecho era un éxito en varios aspectos que mantendré en privado y durante la noche nos había proporcionado un comodísimo descanso. Despertamos bajo una enorme colcha rellena de plumas que habíamos traído de Germania, calientes como un polluelo en su nido. Junto a la cama, en sitio destacado, se hallaba el trípode ajustable de bronce que Helena había adquirido a Gémino… como regalo para mí, al parecer.
—¿Es por mi cumpleaños? Aún faltan tres semanas.
—¡Recuerdo muy bien cuándo cumples años! —me aseguró Helena. El comentario era en parte irónico, pues en cierta ocasión se me había pasado por alto el suyo, y en parte nostálgico. Helena recordaba muy bien la fecha pues correspondía al día en que nos habíamos besado por primera vez, antes de que yo tuviera la atemorizadora certeza de estar enamorado de ella… y de que me atreviera a pensar que Helena también lo estaba de mí. Había sucedido en una maloliente posada de la Galia y yo aún estaba asombrado de haber tenido el valor de acercarme a ella, por no hablar de las consecuencias. Por el modo en que sonreía, Helena sin duda recordaba la ocasión—. He pensado que necesitabas algo que te alegrara el ánimo.
—No me digas cuánto te ha sacado por ese mueble. No quiero deprimirme.
—Está bien, no te lo diré.
—No, será mejor que lo hagas —rectifiqué con un suspiro—. Es mi padre y me siento responsable.
—Nada. Cuando comenté lo mucho que me gustaba, me lo regaló.
En aquel preciso instante, salté de la cama para enfrentarme al frío matutino.
—¡Por los dioses, Marco! ¿Qué sucede?
—Se agota el tiempo.
Helena se incorporó en el lecho, se envolvió en la colcha germana y me observó entre una maraña de finos cabellos castaños.
—Creo que anoche dijiste que la investigación sería menos urgente, ahora que no tienes que esquivar a Petronio.
—Esto no tiene nada que ver con la investigación —respondí mientras me ponía más ropa de abrigo.
—¡Vuelve aquí! —Helena saltó de la cama y me echó los brazos al cuello—. ¡Explícame el misterio!
—No hay ningún misterio. —Pese a su denodada resistencia, la obligué a meterse de nuevo en la cama y la arropé con ternura—. Sólo se trata de una factura irnpagada de cuatrocientos mil sestercios que, de pronto, hay que hacer efectiva. —Helena dejó de debatirse, momento que aproveché para robarle un beso—. En primer lugar, ayer descubrí que cierta dama joven e imprudente está dispuesta a declarar, en público y ante un juez, que prácticamente somos marido y mujer… ¡y ahora me encuentro con que parientes desaparecidos nos mandan regalos para montar casa! Así pues, mejor olvida la investigación. Comparado con la necesidad urgente de reunir una dote, ser sospechoso de asesinato resulta un asuntillo sin importancia.
—¡Tonto! —Helena soltó una carcajada—. Por un momento he creído que hablabas en serio.
Tenía razón en un aspecto: cuando un hombre de mi pobre posición se enamora de la hija de un senador, por mucha adoración que sienta por ella corre un riesgo al esperar que la relación tenga algún futuro.
Dejé que Helena se complaciera en la hilarante perspectiva de casarse conmigo y no me molesté en preocuparla insistiendo en que lo decía en serio.
Mientras descendía por el Aventino hacia el Emporio, el cálido rescoldo de haber tomado una decisión respecto a Helena me permitió avanzar un par de calles; a continuación, se abatió sobre mí la normalidad. Suficientes problemas tenía para intentar sacar de la nada cuatrocientos mil sestercios. Si quería a Helena, tendría que pagar el precio que le habían puesto, pero la cantidad estaba todavía muy lejos de mis posibilidades. Pero aún más deprimente resultaba la siguiente tarea que me había marcado: visitar a otro de mis cuñados.
Intenté encontrarlo en su lugar de trabajo, pero no estaba. Debería haberlo sabido. Era un burócrata y, por supuesto, estaba de vacaciones.
Mi hermana Junia, la que me precedía en edad, se había casado con un funcionario de aduanas. A los diecisiete años, aquélla era la idea que había tenido de un ascenso en la categoría social; ahora, Junia había cumplido los treinta y cuatro. Cayo Baebio había ascendido a supervisor de otros funcionarios en el Emporio, pero Junia, sin duda, tenía sueños más ambiciosos en los que no figuraba un marido que se limitaba a rondar por los muelles recaudando tasas. A veces, me preguntaba si Cayo Baebio no debería empezar a dar a probar su cena al perro.
La pareja, en efecto, tenía un perro, sobre todo porque les apetecía exhibir un mosaico en el que se advertía a la gente que tuviera cuidado con el animal. Ajax era un buen perro. Al menos, lo había sido antes de que los sinsabores de la vida agriaran su carácter. Ahora, se dedicaba a su tarea de perro guardián con la misma seriedad con que su dueño desempeñaba su importante papel en el servicio de aduanas. El amistoso saludo de Ajax a los mercaderes consistía en arrancarles las orlas de las túnicas, y yo conocía al menos dos demandas contra Cayo Baebio porque el can había mordido en la pierna a sendos visitantes. Incluso llegué a prestar declaración en una de las demandas, lo cual aún no me había sido perdonado.
No le caía bien a Ajax. Cuando aparecí ante la puerta de la casa, ligeramente maloliente, e intenté con toda inocencia franquear la entrada, el perro tiró de la traílla hasta que la perrera a la que estaba atado empezó a deslizarse por el suelo. Conseguí colarme, esquivándolo de un salto, con su largo hocico apenas a dos dedos de mi pantorrilla izquierda. Maldije al animal por lo bajo y me anuncié con una exclamación bastante tensa a quienquiera que estuviese en la casa. Apareció Junia. Mi hermana compartía la opinión de su esposo acerca de mí. En su caso, tenía razones para hacerlo, ya que mi nacimiento la había desplazado como miembro más joven de la familia. Así, el rencor que me guardaba era muy anterior a mi declaración ante el juez sobre el carácter perverso de su perro: llevaba treinta años culpándome de su pérdida de privilegios.
—¡Oh, eres tú! Si vas a entrar, quítate las botas. Las traes llenas de barro.
Ya había empezado a desatarlas. No era mi primera visita a casa de Junia.
—Agarra a tu perro, ¿quieres? ¡Buen chico, Ajax! ¿A cuántos vendedores de cebollas has matado hoy?
Mi hermana no hizo caso del comentario, pero llamó a su marido. Fue preciso el esfuerzo de los dos para arrastrar al animal y su caseta hasta su lugar correspondiente y tranquilizar un poco a aquella criatura feroz. Saludé a Cayo Baebio, quien se había levantado de la mesa del desayuno y se lamía la miel de los dedos. Advertí su apuro al haber sido sorprendido con su túnica de andar por casa y con una barba de varios días. A Cayo y a mi hermana no les gustaba ser vistos en público si no era con indumentaria formal completa, y con Junia apoyada sumisamente en el brazo derecho de su marido. Los dos se pasaban la vida practicando para su lápida. Cada vez que me acercaba a menos de un par de pasos de ellos, me sentía con ánimo sombrío.
La pareja no tenía hijos, lo cual explicaba probablemente su tolerancia con Ajax. Lo trataban como a un heredero malcriado. De haberlo permitido las leyes, lo habrían adoptado formalmente.
Ser la única fémina sin hijos entre nuestra tan fecunda familia había permitido a Junia disfrutar de su derecho a la amargura. Siempre iba muy peripuesta, tenía la casa tan limpia que las moscas se morían de miedo y, cuando le preguntaban por la descendencia, decía que tenía suficiente trabajo cuidando de Cayo Baebio. Para mí, era un misterio por qué aquel hombre causaba tanto trabajo. Yo lo encontraba tan emocionante como ver evaporarse el agua de una pila de baño para pájaros.
—Me he enterado de que estás de vacaciones…
—Bueno, sólo unos días —gorjeó Junia sin pensar.
—Por supuesto, pasarás cuatro meses en tu villa privada de Sorrento cuando llegue la temporada. —Lo dije en broma, pero mi hermana se sonrojó porque eso era lo que intentaba dar a entender a la gente que no la conocía tanto—. Cayo Baebio, tengo que hablar contigo.
—Acompáñame a desayunar, Marco.
Probablemente, mi hermana esperaba que rechazaría el ofrecimiento. Así pues, aunque ya me había comprado un panecillo camino de su casa, acepté por principio. Hay gente que cuando gana dinero lo gasta con avidez; Junia y su marido pertenecían a otro tipo y eran dolorosamente mezquinos en algunos aspectos. Siempre andaban cambiando el mobiliario, pero les disgustaba gastar dinero en parientes hambrientos.
Junia abrió la marcha hacia el comedor. La estancia apenas tenía cuatro palmos por lado. La vivienda era el habitual piso pequeño de alquiler, pero Cayo Baebio lo había mejorado recientemente con algún que otro tabique, que se mantenían en pie siempre que nadie se apoyara en ellos y que les permitía aparentar que tenían un triclinio separado para celebrar banquetes. La verdad era que la gente se veía obligada a comer apretujada en taburetes y formando una hilera frente a una mesa baja. Por desgracia, el proyecto de distribución de interiores de mi cuñado significaba que, con la mesa colocada, no había espacio ni para un único diván decente para comer. Ocupé mi taburete sin hacer comentarios; Cayo Baebio estaba profundamente orgulloso del estilo de vida superior de que disfrutaban.
Junia me sirvió un pedazo pequeño de pan, asegurándose que me tocaran las briznas negras, y una tajada de un queso pálido e insípido para ayudarlo a pasar. Mientras tanto, Cayo Baebio continuó masticando un bocado de carne fría.
—¿Platos nuevos? —pregunté por cortesía, ya que gran parte del mío quedaba visible.
—Sí. Hemos pensado que era el momento de invertir en una vajilla arrentina. Ese brillo tan maravilloso…
—Ajá, no está mal. Nosotros también hemos comprado una —repliqué—. Helena y yo queríamos algo un poco más original. No nos gusta salir a cenar y encontrarnos los mismos platos con los que lo hacemos en casa… La nuestra es un regalo de un alfarero amigo; la compramos durante nuestra estancia en Germania.
—¿Ah, sí?
Nunca había podido engañar a Junia. Mi hermana no se tragó mi incursión en la alfarería de calidad.
—Completamente en serio. —Las raras veces en que conseguía superar a aquellos esnobs, me gustaba proclamarlo.
—¡Qué extravagante! —Junia hizo sonar las pulseras y adoptó su actitud más amena—. ¿Qué querías preguntarle a Cayo Baebio?
No era conveniente insultar a mis anfitriones, de modo que me centré en el asunto.
—Me estoy viendo obligado a desentrañar un lío que nuestro amado Festo dejó pendiente. —Observé que intercambiaban una mirada; la noticia de mi misión me había precedido. Junia me miró como si supiera que Festo estaba a punto de ser señalado como villano y me cargara con toda la culpa—. ¿Conociste a ese soldado que se alojaba en casa de mamá? Ha muerto y…
—Y se sospecha que es obra tuya, ¿no? —La leal Junia…
—¡Quien crea una cosa así necesita una cabeza nueva, hermana!
—No pretendía decir tanto…
—¡Gracias, Junia! Dejar las cosas sin decir hasta que la olla revienta es una bella arte en nuestra familia, pero esta vez no funcionará. Estoy desesperado por probar mi inocencia antes de que me lleven a juicio bajo la acusación de asesinato. Todo parece girar en torno a Festo y esa red comercial suya. Cayo, ese legionario habló de un asunto de importaciones. ¿Sabrías decirme si cuando Festo enviaba objetos a Italia desde el extranjero sus naves atracaban en Ostia?
—Por lo que conozco, así es. Supongo —apuntó Cayo Baebio con aire santurrón— que Festo pensaría que tener un cuñado aduanero le permitiría burlar el pago de las tasas.
—¡Por supuesto que lo pensaría! —asentí con una sonrisa—. Pero, sin duda, estaba muy equivocado, ¿verdad?
—¡Por supuesto! —exclamó Cayo Baebio. Sin embargo, a veces no lo estaba tanto.
—¿Encontraría en tus registros dónde amarró un barco en particular? Hablo del año en que murió Festo, así que tendremos que remontarnos un poco.
Entre grandes bocados, Cayo Baebio se refirió al asunto con su habitual parsimonia pedante:
—¿Se trata de esa nave que se supone desaparecida?
La historia parecía ser más conocida de lo que nadie hasta entonces me había insinuado.
—Exacto. La Hipericón.
—Si amarró en puerto, alguien debió de anotar la llegada. De lo contrario, no.
—¡Bien!
—Si descargó toda su mercancía en Ostia, deberá figurar en los registros. Si el cargamento fue transbordado a barcazas y se trajo aquí para ser vendido en el Emporio, constará en los archivos de Roma. De todos modos, dado que Festo no vendía a través de los canales oficiales, lo mejor sería buscar en Ostia.
—Bueno, Ostia no queda muy lejos —asentí sin inmutarme—. ¿Y si el barco atracó en algún otro puerto de Italia?
—La única manera de averiguarlo sería visitarlos uno por uno e inspeccionar sus listas… si los responsables locales tienen a bien dejarte hacerlo. Y siempre dando por descontado —añadió Cayo Baebio con abatimiento— que el Hipericón actuara en la legalidad. —Ambos sabíamos que este particular debía ser puesto en duda—. Y que pagara las tasas correspondientes.
—También podría haber tocado tierra en cualquier parte y transportado la carga a la costa de contrabando —asentí con desaliento.
—Y hace años de ello. —Le gustaba ser optimista.
—Y podría haberse hundido de verdad, de modo que estoy perdiendo el tiempo.
—Desde luego, lo que se dijo fue que naufragó. Recuerdo las lamentaciones de Festo al respecto.
—¡Por fin alguien parece saber algo del asunto! —exclamé, halagándolo—. Creo que podemos dar por seguro que el Hipericón nunca llegó a Ostia. O se hundió… o alguien lo hizo desaparecer. Pero, ¿querrías hacerme un favor, cuñado? Para ayudar a la familia…
—¿Quieres que lo investigue? ¿Se trata de eso?
—No sólo el Hipericón. Quiero que examines los registros de todo este año.
—Tendría que ir a Ostia.
—Te pagaré el alquiler de la mula. —Si conocía a Cayo Baebio, recurriría a un transporte oficial a pesar de todo.
Observé que mi cuñado estaba dispuesto a tomarse la molestia; probablemente, era una buena excusa para escapar de Junia. En cuanto a ella, dejaría que emprendiera el viaje porque Festo también era hermano suyo. Junia debía de haber contemplado cómo se desarrollaba el posible escándalo con más horror que nosotros; al fin y al cabo, era ella la que tenía ínfulas de refinamiento.
—Veamos si lo entiendo, Falco. ¿Quieres que compruebe si Festo era consignatario de algún otro barco que llegara a Ostia? —Cayo Baebio estaba encantado—. ¡Oh! ¿Acaso crees que pudo traspasar la mercancía a otra nave?
—No tengo idea. Sencillamente, trato de considerar todas las posibilidades. Como albacea de Festo, debería haberlo hecho antes. Aunque el cargamento esté en el fondo del mar, podría haber algo más que mereciera la pena mirar. Lo que espero es descubrir algún bien oculto perteneciente a Festo que pueda vender para librar a la familia de la presencia de esos legionarios.
Lo que esperaba descubrir era algo más.
—¿Por qué no les dices, simplemente, que no hay nada? —inquirió Junia con irritación.
—Ya lo he hecho y, o no me creen, o pretenden cobrar aunque eso lleve a la ruina a toda la familia. —No hice mención de mi teoría sobre la caja fuerte—. ¿Estás dispuesto a ayudarme, Cayo Baebio? ¿Existirán todavía los registros?
—Sí, deberían conservarse, sin duda. ¿Pero tienes idea, Falco, de cuántos barcos llegan a Roma en un año?
—Te ayudaré a buscar —me ofrecí al instante.
—Sigue siendo un trabajo y medio —refunfuñó Cayo, pero era evidente que lo haría—. Podría ir a la costa hoy mismo y hablar con mis colegas del puerto. —Cayo Baebio era un auténtico burócrata; le encantaba pensar que era tan importante que tenía que echar a perder sus vacaciones por una urgencia laboral. Cualquier otra persona se habría negado en redondo a un viaje de ida y vuelta de veinte millas, pero mi cuñado estaba dispuesto a salir al galope hasta Ostia en ese mismo instante—. Estaré de vuelta a mediodía. —Aquel hombre era imbécil. Si yo llevaba a cabo mis investigaciones con tal entusiasmo, terminaría agotado—. ¿Dónde podré encontrarte más tarde?
—Veámonos para comer a última hora. Estaré en una taberna cerca del Celio.
Junia aguzó el oído.
—Confío que no será un lugar de mala nota, Marco…
Mi hermana mantenía a su marido apartado de problemas; y no era porque el hombre se esforzara por meterse en ellos.
—No se llama La Virgen por nada.
Junia pareció aliviada con el nombre de la taberna y le dijo a Cayo que podía ir.
—Puede haber otro problema —confesé—. Las naves fletadas por Festo podrían ir registradas a nombre de un agente. Por desgracia, he hablado con algunas personas…
—¡Se refiere a mi padre! —le gritó Junia a Cayo.
—Pero nadie ha sabido decirme el nombre de ese agente.
—¡Vaya, esto es un golpe bajo! —se encrespó mi cuñado.
—¡Está bien, está bien! Ya lo averiguaré de algún modo…
—Cayo Baebio tendrá que ayudarte —sentenció mi hermana con altivez—. ¡Y espero de veras que no vayamos a tener un disgusto, Marco!
—¡Gracias por el apoyo, querida!
Al tiempo que me despedía, cogí una loncha de embutido de ternera del plato rebosante de mi cuñado.
Momentos después, tuve que regresar en busca de otra, para distraer con ella al perro.