LXI

Le dije a Helena que volviese a casa; ella, rebelde, no se apartó de mi lado.

—No necesito supervisión —insistí.

—¡No estoy de acuerdo! —replicó ella.

El cuerpo del camarero aún seguía donde lo habíamos dejado, en la parte principal del edificio, de modo que no pasamos de la trastienda. Helena entró en el pequeño cubículo donde dormía Epimando y se sentó en el camastro. Yo me quedé en el umbral. Me di cuenta de que mi amada estaba furiosa.

—¿Por qué odias tanto a tu padre, Falco?

—¿A qué viene esto?

—No intentes disimular. ¡Se muy bien lo que digo! —respondió, airada—. Te conozco, Marco, y me he dado cuenta de las perversas sospechas que albergabas hace un rato respecto a quién empuñaba el cuchillo de tu madre.

—Petronio tenía razón. Olvídate del cuchillo.

—Sí, tu amigo tiene razón, pero ha hecho falta una larga discusión para convencerte. Tú y tus estúpidos prejuicios… ¡No tienes remedio! Realmente, después del viaje a Capua y de tus encuentros con Gémino en Roma durante las últimas semanas, creía que por fin os habíais reconciliado. Había querido convencerme de que volvíais a ser amigos…

—Algunas cosas nunca cambian.

—¡Tú, sobre todo! —Hacía mucho tiempo que no veía a Helena tan furiosa—. ¡Marco, tu padre te quiere!

—Tranquilízate. Gémino no me quiere; ni a mí, ni a ninguno de los demás. Festo era su favorito, pero eso era distinto. Mi hermano sabía cómo ganarse la voluntad de cualquiera.

—Te equivocas de medio a medio —protestó Helena con irritación—. Te niegas a ver la verdad, Marco. No es raro que un matrimonio fracase. —Ella sabía muy bien lo que decía, pues ya había estado casada—. Si las cosas entre tus padres hubieran sido distintas, Gémino tendría tanta influencia sobre ti y todas tus hermanas como la que hoy tiene tu madre. Tu padre se mantiene a distancia, pero eso no significa que desee hacerlo; al contrario, todavía se preocupa por vosotros y sigue con atención todo lo que hacéis…

—Convéncete de eso si quieres —dije yo—, pero no me pidas que cambie. Aprendí a vivir sin él cuando tuve que hacerlo… y ahora me siento cómodo así.

—¡Ah, qué terco eres! Escucha, Marco, ésta podría ser tu oportunidad de arreglar las cosas entre vosotros. Tu única oportunidad, tal vez… —Helena se volvió en redondo hacia mí con gesto suplicante—: ¿Sabes por qué me regaló Gémino ese trípode de bronce?

—Porque le gusta tu modo de ser y porque eres bonita.

—¡Oh, Marco! ¿Por qué eres siempre tan agrio? Gémino me llevó a que lo viera y me dijo: «Mira, he echado el ojo a ese objeto pensando en Marco, pero él nunca aceptará que se lo obsequie».

Que ellos dos hubieran conspirado a mi espaldas no me pareció razón para cambiar de actitud.

—Si habéis llegado a un acuerdo, Helena, me parece perfecto y estoy encantado de que os llevéis tan bien… pero es un asunto entre él y tú. —Ni siquiera puse objeciones a que los dos intentaran manipularme, si eso les complacía—. Y no quiero oír una palabra más al respecto.

La dejé sentada en la cama de Epimando, bajo el amuleto que Festo había regalado un día al camarero (y que no había resultado de mucha utilidad para éste), y decidí inspeccionar el local. La sala principal de la taberna, con su triste contenido, seguía inspirándome repulsión, de modo que encendí otro candil y subí al piso de arriba con paso lento y pesado.

Eché un vistazo a las dos pequeñas habitaciones situadas encima de la cocina. Parecían concebidas para enanos delgados y sin equipaje que estuvieran dispuestos a pasar el tiempo libre en el local sentados en sendos catres desvencijados y contemplando las telarañas.

Una fascinación horripilante me atrajo de nuevo a la otra habitación.

La estancia había sido limpiada y el mobiliario presentaba otra distribución. Las paredes habían recibido una nueva capa de pintura de color rojo oscuro, el único tono que disimulaba por completo lo que había debajo. La cama ya no estaba junto a la puerta sino bajo la ventana, y lucía otra manta. El taburete donde Epimando había colocado la bandeja con el vino en la noche del crimen había sido sustituido por una caja de pino. Como concesión decorativa, una gran vasija griega con una imagen muy realista de un pulpo coronaba la caja, sobre un tapete.

Reconocí la vasija, que anteriormente había estado en la taberna de abajo. Siempre me había parecido una pieza de calidad; sin embargo, cuando me acerqué a observarla con más detalle, advertí que el borde estaba muy desportillado por el otro lado. No merecía la pena llevarla a que la restaurasen; lo único que podía hacer su dueño era ponerla en algún rincón y admirar el pulpo.

Estaba pensando como mi padre.

Siempre lo hacía.

Me tumbé sobre la cama, melancólico.

Helena no pudo soportar más estar de uñas conmigo, de modo que subió también. Esta vez le tocó a ella detenerse en el umbral. Le tendí la mano.

—¿Amigos?

—Si quieres… —No se movió. Podíamos volver a ser amigos, pero ella seguía despreciando mi actitud. Sin embargo, no tenía la menor intención de cambiarla; ni siquiera por mi amada.

Sabedora de que era allí donde había muerto el legionario, recorrió la estancia con la mirada. Yo la observé en silencio. Se supone que las mujeres no piensan, pero la mía podía y lo hacía, y a mí me gustaba contemplar el proceso. La expresión de firmeza de su rostro cambió imperceptiblemente mientras estudiaba cada detalle del lugar tratando de imaginar los últimos minutos de vida del soldado, tratando de comprender el desquiciado ataque del camarero. Aquél no era lugar para ella. Tenía que llevarla abajo otra vez pero, si lo intentaba demasiado pronto, se ofendería.

Seguí observando a Helena, a la espera del momento adecuado, y su perplejo comentario me pilló por sorpresa:

—En esta habitación hay algo raro. —Miré a mi alrededor y me pregunté a qué se referiría. Ella continuó—; El tamaño no encaja.

No necesitaba a Apolonio para trazar un plano geométrico. Tan pronto Helena me hizo pensar en ello, me di cuenta de que la planta superior resultaba mucho más reducida que la zona correspondiente del piso de abajo. Me incorporé del lecho y salí al rellano a comprobarlo. Las otras dos habitaciones de huéspedes, tan pequeñas que casi no contaban, ocupaban un espacio equivalente a la cocina y el cubículo del camarero. La caja de la escalera ocupaba algunos palmos cuadrados más. Pero la habitación de cuatro pasos por cuatro en la que había muerto Censorino sólo tenía la mitad del tamaño de la sala principal de la bayuca, sobre la cual estaba.

Helena entró en la habitación del soldado.

—Aquí sólo hay una ventana. —Era una observadora muy aguda. Me acerqué a ella y entonces comprendí a qué se refería. Cuando Petronio y yo habíamos arrojado las piedrecillas desde la calle, la fachada del edificio tenía dos ventanucos cuadrados. Pero en la habitación sólo había uno—. Aquí arriba tiene que haber otra estancia, Marco… pero no hay ninguna puerta.

—¡Estará cegada! —decidí. Después, se me ocurrió de pronto un posible motivo—: ¡Benditos dioses! ¡Helena, aquí arriba podría haber algo escondido…! ¡Otro cuerpo, por ejemplo!

—¡Oh, vamos! ¡Siempre tienes que ponerte dramático! —Helena Justina era una mujer sensata. Todo informante debería procurarse una socia como ella—. ¿Por qué tendría que haber un cuerpo?

En un intento por salvarme del ridículo, argumenté:

—A Epimando le producía verdadero pánico que alguien se interesara por estas habitaciones. —Sin darme cuenta, estaba hablando en voz baja como si temiera que alguien nos oyese. Pero allí no había nadie o, si lo había, llevaba años emparedado. Estaba recordando una conversación que, en su momento, debí de haber malinterpretado—. Aquí hay algo, Helena. En una ocasión hice un comentario en broma acerca de unos «tesoros ocultos» y a Epimando casi le da un ataque.

—¿Y qué supones? ¿Que el camarero pudo esconder algo ahí?

—No. Él, no. —Me invadió rápidamente una familiar sensación de inevitabilidad—. Otra persona. Pero alguien a quien Epimando respetaba lo suficiente para guardar el secreto…

—¡Festo! —exclamó Helena sin alzar la voz—. Festo ocultó aquí algo de lo que no habló ni siquiera contigo…

—¡Ah, bien…! Parece que no se fiaba…

Reprimí un violento acceso de celos (no era el primero) al afrontar el hecho de que mi hermano y yo nunca habíamos estado tan unidos como había intentado convencerme. Tal vez nadie lo había conocido a fondo. Tal vez incluso nuestro padre había mantenido un trato superficial con él. Ni siquiera Gémino conocía aquel escondite; de eso, no me cabía duda.

Pero, ahora, yo lo había descubierto. Y me proponía averiguar qué diablos había guardado allí mi hermano.